The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 20

AVIVAMIENTOS EN CULUMBIA Y EN LA CIUDAD DE NUEVA YORK

Aproximadamente a mediados del verano dejé Lancaster para retornar al Condado de Oneida, Nueva York, en donde pasé una corta temporada en casa de mis suegros. Creo que fue durante ese tiempo de mi estadía en Whitestown que se produjo una circunstancia que ha tenido para mí gran interés, la misma la relato a continuación. Recibimos la llegada de un mensajero proveniente de Columbia, Condado de Herkimer, solicitando mi presencia en el lugar para asistir en la obra de gracia que ya había dado inicio. Este mensajero me dio tales ejemplos de lo que estaba sucediendo que quedé convencido de ir. Sin embargo, no esperaba permanecer en Columbia, pues tenía otros llamados más apremiantes. Con todo esto, acudí al lugar para ver la situación y prestar la ayuda que me fuera posible durante un corto periodo. Allí había una iglesia alemana grande cuya membresía había sido recibida de acuerdo a su vieja costumbre, es decir, examinado su conocimiento doctrinal y no su experiencia cristiana. Consecuentemente, y según se me informó, la iglesia estaba compuesta en su mayoría por gente inconversa. Tanto la iglesia como la congregación eran grandes. Su pastor era un hombre joven de ascendencia alemana de apellido Hongin, originario de Pennsylvania.

El pastor Hongin me dio la siguiente información acerca de su persona y del estado de las cosas en Columbia. Dijo que había estudiado teología con un doctor en divinidades alemán en su lugar de residencia y que este doctor no animaba en absoluto la religión experimental. Dijo que uno de sus compañeros estudiantes se sentía inclinado a la religión y que solía orar en su closet. Su profesor, aquel anciano doctor, sospechando de la práctica y llegando a saber de alguna manera que se hacia de hecho, le advirtió en contra de la misma diciendo que era una práctica sumamente peligrosa, que perdería la razón si continuaba en ese curso y que además, él mismo se sentiría responsable de haber permitido que uno de sus estudiantes escogiera ese camino. El señor Hongin me dijo que en lo personal para entonces él era un hombre sin religión. Se había adherido a la iglesia en la manera acostumbrada en aquel tiempo y que no pensaba que se requiriera de algo más, en cuanto a la piedad se refiere, para convertirse en ministro. Sin embargo, su madre era una mujer piadosa y con más conocimiento en el asunto, por lo que estaba en gran angustia mental al pensar que uno de sus hijos fuese a entrar a la sagrada labor del ministerio sin haberse convertido. Cuando el señor Hongin recibió el llamado a la iglesia en Columbia y estaba a punto de abandonar el hogar, su madre tuvo una conversación muy seria con él, imprimiendo en él el hecho de su responsabilidad. Le dijo además cosas muy punzantes que tuvieron peso en su conciencia. Hongin me afirmó que no podía sacar de su cabeza aquella conversación con su madre, que pesaba mucho en su mente, y que sus convicciones de pecado se ahondaron tanto que llegó al borde de la desesperación.

Estuvo en ese estado por varios meses. Al no tener a nadie con quien consultar sobre el asunto estuvo todo ese tiempo sin abrirle su mente a nadie. Mas después de una severa y prolongada lucha se convirtió, llegó a la luz y pudo ver adonde estaba y a dónde había estado antes. Vio también la condición de su iglesia y de todas aquellas iglesias que habían admitidos a sus miembros de la forma en la que él mismo había sido admitido. Como su esposa era inconversa, inmediatamente se dio a la tarea de procurar su conversión, lo cual consiguió con la ayuda de Dios. Su alma estaba llena del tema, leía la Biblia, oraba y predicaba con toda su fuerza. Sin embargo, él mismo era un recién convertido y no contaba con la instrucción que necesitaba y se sentía sin saber qué hacer. Cabalgó por el pueblo y conversó con los ancianos de la iglesia y con los miembros principales, y se quedó satisfecho al saber que uno o dos de sus ancianos principales, y que varias de las miembros femeninas, sabían lo que era estar convertido.

Después de mucha oración y consideración llegó al convencimiento de lo que debía de hacer. En cierto Sabbat anunció que se realizaría una reunión en la iglesia durante la semana para tratar asuntos, y que deseaba de forma particular que toda la iglesia estuviese presente. Su propia conversión, su predicación, sus visitas a la gente y su conversación en el pueblo ya habían creado un buen grado de emoción y la religión se había convertido en el tema común de discusión. Por esta razón su llamado a tal reunión fue bien respondido, y el día apuntado casi toda la congregación estuvo presente. Allí el señor Hongin se refirió al verdadero estado de la iglesia y al error en el que habían caído en cuanto a las condiciones bajo las cuales los miembros debían de ser recibidos. Les dio un discurso, parte en alemán y parte en inglés, para hacerse entender a todas las clases lo mejor que pudiera. Después de haber hablado hasta que consiguió un buen grado de emoción en la gente, propuso disolver la iglesia y formar una nueva, insistiendo en que esto era indispensable para la prosperidad de la religión. El pastor había acordado con aquellos miembros de los cuales estaba convencido de que estaban verdaderamente convertidos, que ellos deberían liderar la votación para efectivizar la disolución de la iglesia. No sé cuál de estos miembros presentó la moción que los demás de ellos secundaron. De cualquier modo, la moción quedó propuesta y los demás miembros convertidos fueron poniéndose de pie a medida que se solicitaba su postura. Siendo estos miembros muy influyentes de la iglesia, el resto de la gente al observar lo sucedido se fue poniendo de pie y la votación a favor continuó aumentando hasta que llegó a ser casi unánime. Luego de esto el pastor dijo: "Ahora, eh aquí que no hay iglesia en Columbia: y nosotros proponemos formar una de cristianos, de gente que haya sido convertida". Luego relató su propia experiencia delante de la congregación, llamó después a su esposa y ella hizo lo mismo. Enseguida los ancianos y miembros convertidos fueron también pasando adelante y relatando su experiencia cristiana y así se continuó hasta que todos los que pudieran dar un testimonio lo presentaron. Con estas personas se procedió a formar la nueva iglesia. Luego el pastor le dijo al resto de la gente que había quedado: "Sus relaciones con la iglesia han quedado disueltas. Ustedes están en el mundo, y hasta que no se hayan convertido e ingresado a la iglesia sus hijos no podrán ser bautizados y ustedes tampoco podrán tomar parte de las ordenanzas de la iglesia". Esto creó gran pánico, pues de acuerdo con las perspectivas de la gente el no tener parte en el sacramento era una cosa terrible, así como el no bautizar a los hijos, pues por estos medios ellos mismos se habían hecho cristianos.

El señor Hongin continuó trabajando con todas sus fuerzas. Visitaba, predicaba, oraba y mantenía reuniones y el interés en la gente aumentaba. Así había estado por cierto tiempo cuando escuchó que me encontraba en el Condado de Oneida y envió a un mensajero a buscarme. Encontré en este pastor a un nuevo convertido de corazón cálido. Escuchaba mi predicación con un gozo casi incontenible. La congregación era bastante grande y estaba interesada, y hasta lo que pude juzgar, la obra marchaba próspera y saludable. El avivamiento continuó extendiéndose hasta alcanzar y convertir casi a todos los habitantes del pueblo. Galesburg, en Illinois, se estableció como una colonia proveniente de Columbia, y casi todos sus pobladores--sino todos--se convirtieron durante aquel avivamiento. He narrado los hechos según me los relató el señor Hongin, y según como los he guardado en mi memoria. Encontré que sus perspectivas eran evangélicas y su corazón cálido, además estaba rodeado de una congregación muy interesada en la religión. La gente casi colgaba de mis labios mientras les presentaba el evangelio de Cristo y mantenían un interés, una atención y una paciencia que pudieran medirse con los más altos grados de interés y afectación. El mismo señor Hongin era como un niño. Era el nuevo convertido más enseñable, humilde y apasionado que jamás he visto. La obra continuó extendiéndose durante casi un año, según tengo entendido, y se esparció por toda esa vasta e interesante población de granjeros.

Cuando regresé a Whitestown fui invitado a visitar la ciudad de Nueva York. Supe más tarde que se habían hecho esfuerzos para evitar mi ida a esa ciudad. Según se me informó, por la influencia del señor Nettleton, los ministros presbiterianos habían firmado un acuerdo para no invitarme a predicar en sus iglesias. Jamás inquirí acerca del asunto y puede que no haya sido real. No supe acerca de aquello sino hasta mucho después. De cualquier modo, Anson G.Phelps, quien desde aquel entonces se ha dado a conocer como un gran contribuyente a favor de las instituciones más benevolentes de nuestro país, al escuchar que no había sido invitado a los púlpitos de la ciudad, alquiló una iglesia que se encontraba vacante en la calle Vandewater, y me envió una petición urgente para que fuera a predicar. Así lo hice y tuvimos un poderoso avivamiento.

Encontré al señor Phelps muy involucrado en la obra. No dudaba un solo momento en cubrir cualquier costo que fuera necesario para promover el avivamiento. La iglesia que había alquilado solo estaba disponible por tres meses. De acuerdo al señor Phelps, antes de que los tres meses se vencieran, a sus propias expensas compró una iglesia en la calle Prince, cerca de Broadway. Esta iglesia había sido construida por los universalistas y le fue vendida al señor Phelps, quien pagó él mismo por ella. Fue así que nos trasladamos de la calle Vandewater a la calle Prince, y allí formamos una iglesia compuesta en su mayoría por los convertidos que habían resultado de nuestras reuniones en la calle Vanderwater. Continué mis labores en la calle Prince por algunos meses y sino me equivoco, hasta los últimos días del verano. Allí se dieron muchas conversiones muy interesantes a medida que llegaban a las reuniones gente de todas partes de la ciudad.

Durante este tiempo me impactó mucho la piedad del señor Phelps. Cuando me encontraba laborando en la calle Vandewater mi esposa y yo, en compañía de nuestro único hijo, nos hospedamos con su familia. Allí descubrí que el señor Phelps estaba literalmente cargado de negocios, pero que aún con esto mantenía una mentalidad altamente espiritual; podía venir a nuestras reuniones de oración directamente de sus negocios y tomar parte de ellas con tal espíritu que era evidente que su mente no estaba absorbida en sus negocios, sino en las cosas espirituales. Al observarle día tras día me interesaba cada vez más su vida interior, según esta era proyectada en su vida exterior. Una noche tuve la ocasión de bajar las escaleras aproximadamente a las doce de la noche o a la una de la mañana, buscando algo para nuestro pequeño hijo. Supuse que toda la familia estaría dormida; sin embargo, para mi sorpresa, vi al señor Phelps sentado frente al fuego y me di cuenta de que había interrumpido su devocional secreto. Me disculpé diciendo que supuse que ya estaría en cama. Me respondió: "Hermano Finney, tengo tantos negocios presionándome durante el día y cuento con tan poco tiempo para mi devocional secreto. Mi costumbre es que después de tomar una siesta en la noche me levanto para tener un tiempo de comunión con Dios". Después de su muerte, que tuvo lugar no hace muchos años, se descubrió que había mantenido un diario durante estos tiempos en la noche, que se componía de varios volúmenes manuscritos. El diario revelaba las labores secretas de su mente, y el verdadero progreso de su vida interior. Este hecho me afectó y me interesó mucho, y me informó aún más acerca de aquello que tanto había llamado mi atención en aquel tiempo en el cual yo mismo fui como un miembro de su familia.

Por supuesto, nunca llegué a saber el número de personas que se convirtieron mientras estuve en la calle Prince y en la calle Vandewater, lo que sí sé es que mucha gente se convirtió. Hubo un caso de conversión que no debo dejar sin relatar. Una joven que se encontraba bajo una gran convicción de pecado me visitó un día. Al conversar con ella noté que había varias cosas que pesaban en su conciencia. Me dijo que desde la infancia había tenido el hábito de robar. Si no me equivoco, era la única hija de una mujer viuda, y había tenido la costumbre de robarles a sus compañeras de escuela y a otras personas pañuelos, prendedores y lápices, y cualquier otra cosa que tuviera la oportunidad de robar. Se confesó conmigo acerca de algunas de estas cosas, y me preguntó qué debía de hacer al respecto. Le dije que debía devolver lo robado y hacer confesión delante de las personas de quienes había tomado lo que no era suyo. Por supuesto, esto la atribuló grandemente, pero sus convicciones eran tan profundas que no se atrevía a guardar las prendas, así que empezó la labor de confesar y restituir. Con todo esto, a medida que continuaba en su labor, iba cada vez recordando más y más instancias de ese tipo, así que continuaba visitándome con frecuencia y confesando sus robos de prácticamente toda clase de artículos que una joven podía usar. Le pregunté si su madre sabía que había tenido esas cosas en su poder, y ella respondió que sí, pero que siempre le había dicho que eran regalos. En una ocasión me dijo: "Señor Finney, creo que he robado un millón de veces. Encuentro entre mis pertenencias cosas que he robado, pero ya no puedo recordar a quién se las robé". Me rehusé por completo a comprometer su situación, e insistí en que debía de tomar la decisión de restituir todo lo que pudiera recordar, o de que alguna manera averiguara de dónde había obtenido lo robado. Cuando la joven me buscaba para decirme sus confesiones, y después de haber hecho lo que le pedía que hiciera, regresaba para darme un reporte. Le pregunté que le decía la gente y ella respondió: "Algunos me dicen que estoy loca; otros que soy una tonta; y algunos de ellos se muestran muy conmovidos". "¿Todos le perdonan?"--Pregunté. "¡Oh, sí! Todos me perdonan, pero algunos creen que no debería hacer lo que estoy haciendo".

Un día me informó que tenía un chal que le había robado a la hija del Obispo Hobart, quien para entonces era Obispo de Nueva York y cuya residencia estaba ubicada en la Plaza Saint John, cerca de la iglesia de Saint John. Como era usual, le dije que debía reponer la prenda. Después de unos días pasó a verme y me relató los hechos. Me dijo que había envuelto el chal en papel, que lo había llevado consigo y tocado el timbre de la casa; y que cuando el sirviente llegó a la puerta le entregó el paquete, que estaba dirigido al Obispo. No dio explicaciones, sino que se dio la vuelta y de inmediato corrió para doblar la cuadra y llegar a la otra calle--no sea que alguien viera qué dirección había tomado y descubrieran de quién se trataba. Sin embargo, cuando ya había doblado la cuadra su conciencia le reprendió y se dijo a sí misma: "No he hecho esto de la forma correcta. Podrían sospechar de alguien más a menos que vaya yo misma le diga al Obispo que yo robé el chal". Así fue que se dio la vuelta, regresó de inmediato, y preguntó si podía ver al Obispo. Cuando se le informó que podía pasar, entró y la condujeron a su estudio. Allí confesó delante de él--le dijo acerca del chal y de todo lo que había pasado. "Muy bien"--le dije--"Y ¿cómo le recibió el Obispo?". "¡Oh!"--dijo ella--"Cuando se lo dije lloró, puso su mano sobre mi cabeza y oró a Dios para que me perdonara". "¿Y ya ha recibido paz en su mente acerca de esa transacción desde entonces?"--le pregunté. "¡Oh sí!"--respondió ella. Este proceso continuó por semanas, y creo que aún por meses. Esta joven iba por todos lados y por todas partes de la ciudad restaurando las cosas que había robado y haciendo confesión. En ocasiones su convicción era tan terrible que parecía que estaba por perturbarse.

Un día me envió a buscar, pidiéndome que fuera a la residencia de su madre. Acudí y cuando llegué me llevaron a su habitación y la encontré con el cabello sin recoger, con la ropa a medio poner, caminando por la habitación de un lado al otro y con una mirada que despertaba terror, pues indicaba que ya casi había perdido la razón. Le dije: "Mi querida niña, ¿qué sucede?". La joven, que sostenía un pequeño Nuevo Testamento mientras caminaba, volteó hacia mí y me dijo: "Señor Finney, he robado este Testamento. He robado la Palabra de Dios. ¿Podrá Dios algún día perdonarme? No recuerdo a cuál de las niñas se lo robé. Se lo robé a alguna de mis compañeras de la escuela hace ya tanto tiempo que había olvidado que lo había robado. Se me ocurrió esta mañana; y me parece que Dios nunca va a perdonarme el que haya robado su Palabra." Le aseguré que no había razón para desesperarse. "Mas, ¿qué debo hacer? No recuerdo cómo lo conseguí"--dijo. Le respondí: "Manténgalo como un recuerdo constante de sus antiguos pecados y úselo para lo bueno que vaya a extraer de él". Ella continuó diciendo: "Si tan solo pudiera recordar de dónde lo saqué, de inmediato lo restauraría". "Bien"--le dije--"Si usted llega a recordar cómo lo obtuvo haga la restitución inmediata, ya sea restaurándolo o dándole a la joven de quien lo tomó otro Nuevo Testamento igual de bueno". "Lo haré"--respondió la joven. Todo este proceso me afectaba mucho, sin embargo, a medida que continuó, el estado mental que resulto de aquellas transacciones fue verdaderamente maravilloso. Una humildad profunda, un conocimiento hondo de ella misma y de su propia depravación, un corazón quebrantado, una constricción de espíritu, y por último una fe, un gozo, un amor y una paz que fluían como un río subsiguieron y ella quedó convertida en una de las jóvenes cristianas más maravillosas que jamás he visto.

Cuando se acercó el momento en el cual debía de abandonar Nueva York pensé que sería bueno que alguien de la iglesia se relacionara con la joven para que pudiera velar por ella. Hasta ese momento todo lo que había sucedido lo había mantenido en secreto, pero siendo que estaba pronto a marcharme le conté los hechos al hermano Phelps y la narración de los mismos le afectó mucho. Me dijo: "Hermano Finney, presénteme con la joven. Yo seré su amigo y velaré por ella para bien". Así lo hizo, como supe más tarde. Creo que no he visto a la joven en muchos años, de hecho, creo que no la he visto desde que le relaté el asunto al señor Phelps. Sin embargo, cuando regresé por última vez de Inglaterra y visité a una de las hijas del señor Phelps, quien para entonces era ya una dama casada que residía en Nueva York, en el curso de la conversación aquel caso de la joven fue mencionado por ella. Entonces le pregunté: "¿Le presentó su padre a aquella joven dama?". Ella respondió: "¡Oh sí! Todas la conocemos". Con esto entiendo que se refería a todas las hijas de la familia. "¿Y qué sabe de ella?"--indagué. "Pues ella es una de las cristianas más fervientes. Está casada y su esposo tiene negocios en esta ciudad. Es miembro de la iglesia y vive en tal calle"--Dijo señalando hacia el lugar, que no estaba muy lejos de donde nos encontrábamos. Le pregunté: "¿Ha mantenido ella siempre un carácter cristiano constante?" La respuesta fue: "¡Oh, sí! Es una excelente mujer de oración". De alguna manera se me ha informado--mas no recuerdo ahora la fuente de esa información--que aquella mujer dijo que desde el momento de su conversión nunca más tuvo la tentación de robar y que nunca jamás ha vuelto a saber cómo se siente el deseo de hacerlo.

El avivamiento preparó en Nueva York el camino para la organización de las Iglesias Presbiterianas Libres en la ciudad. Aquellas iglesias se compusieron más tarde en su mayoría por los convertidos de aquel avivamiento. Muchos de ellos pertenecieron a la iglesia en la calle Prince. Después de que dejé la congregación de la calle Prince, el Reverendo Herman Norton fue establecido como pastor. Cuando a su vez él partió por alguna razón, la casa de adoración se vendió y finalmente la iglesia quedó desintegrada. Sus miembros se unieron a otras iglesias.

En este punto de mi narrativa, para que las cosas que debo decir de ahora en adelante sean inteligibles, me es necesario narrar una circunstancia relacionada con la conversión del hermano Lewis Tappan, y su conexión posterior con mis labores. Los hechos que voy a narrar ocurrieron antes de que llegara a conocerle personalmente y el mismo Lewis Tappan me los relató. Este hermano era unitario y vivía en Boston. Su hermano Arthur, para entonces un comerciante con un negocio muy extenso de telas en Nueva York, era un hombre de fe ortodoxa y un cristiano ferviente. Los avivamientos a lo largo del centro de Nueva York había producido un alto grado de excitación en medio de los unitarios; y los diarios--especialmente el diario unitario--tenían mucho que decir en contra de los mismos. Particularmente circulaban historias extrañas acerca de mi persona en las que se me representaba como un fanático medio loco. Tales historias habían llegado a los oídos de Lewis Tappan por boca del reverendo Henry Ware Junior, un ministro líder entre los unitarios de Boston. Tappan las había creído. Estas mismas historias habían sido también acreditadas por muchos de los principales unitarios de Nueva Inglaterra, a lo largo del estado de Nueva York.

Mientras tales historias se encontraban circulando, Lewis Tappan visitó a su hermano Arthur en Nueva York, y allí tuvieron una conversación acerca de los avivamientos. Lewis llamó la atención de Arthur a los fanatismos extraños relacionados con los avivamientos, y especialmente a aquello que había escuchado acerca de mí. Afirmaba que yo me anunciaba públicamente como el "General Brigadier de Jesucristo." Este y reportes semejantes circulaban en aquel tiempo y Lewis insistía en su veracidad. Arthur desacredito aquellas informaciones por completo y le dijo que eran tonterías y una completa falsedad y que no debía creer ninguna de ellas. Lewis, confiando en las declaraciones del señor Ware, propuso apostar quinientos dólares a que él podía probar que los reportes eran ciertos, especialmente aquel de que yo me hacía llamar "General Brigadier de Jesucristo". A esto Arthur respondió: "Lewis, sabes que no debo apostar, pero te diré lo que haremos. Si puedes probar por medio de un testimonio creíble que aquello es verdad, y que los reportes acerca del señor Finney son ciertos, te daré quinientos dólares. Hago esta oferta para motivaste a investigar. Quiero que sepas que esas historias son falsas y que la fuente de la cual provienen no es confiable". Al no tener duda de que le sería posible traer pruebas, en vista de que aquellas cosas eran tan confiadamente aseguradas por los unitarios, Lewis le escribió al Reverendo señor Pierce, quien era ministro unitario en Trenton Falls, Nueva York, y a quien el señor Ware le había mencionado. En la carta le autorizó gastar quinientos dólares, de ser necesario, en la procura de un testimonio suficiente que permitiera asegurar que la historia era cierta, y que pudiera conducir a una condena en una corte de justicia.

De acuerdo que esta solicitud el señor Pierce emprendió la búsqueda de tal testimonio, mas después de muchos esfuerzos solo pudo hallar lo contenido en un pequeño periódico universalista impreso en Buffalo, en el cual se afirmaba que el señor Finney proclamaba ser un General Brigadier de Jesucristo. En ningún lado pudo conseguir la menor prueba de que estas cosas reportadas como salidas de mi boca eran ciertas. Todos habían escuchado--y todos creían--que en algún lugar yo había hecho tales declaraciones, pero al seguir las indagaciones en un pueblo tras otro por medio de correspondencia, no pudo confirmar que hubieran sido realmente dichas en ningún lado. Estas cosas, y otros asuntos, según Lewis Tappan, fue lo que lo guió a reflexionar seriamente en la naturaleza de la oposición y en la fuente de la que provenía. Sabiendo como los unitarios habían insistido tanto en aquellas historias y la forma en la que las habían usado para oponerse a los avivamientos en Nueva York y en otros lugares, su confianza en ellos se vio grandemente conmovida. Con esto sus prejuicios en contra de los avivamientos y de la gente ortodoxa se ablandaron, y su confianza en la oposición presentada por los unitarios a los avivamientos se conmovió por completo. Así fue guiado a revisar las publicaciones teológicas de los ortodoxos y de los unitarios con mucho cuidado y seriedad, lo que resultó en su abandono de las perspectivas unitarias para abrazar las ortodoxas. La madre de los Tappan era una mujer muy piadosa y de oración y nunca había tenido la menor simpatía por el unitarismo. Esta mujer había vivido una vida de mucha oración y había dejado en sus hijos una impresión muy fuerte.

Cuando la confianza de Lewis Tappan con respecto a las doctrinas unitarias y su oposición a los avivamientos y a las medidas usadas para la conversión de los hombres quedó conmovida, sus oídos fueron abiertos a la verdad y esto resultó en su conversión a Cristo. Antes había caído fuertemente en la corriente de oposición, confiado de que las extravagancias que supuestamente tenían lugar en aquellos avivamientos eran ciertas y que el unitarismo también era verdadero. Su hermano Arthur estaba ansioso por que Lewis hallara confianza en la creencia ortodoxa, y por llevarlo a recibir influencia evangélica y así asegurar su conversión. Tan pronto quedó convertido se volvió firme y celoso--tanto como lo había sido en su oposición--en su apoyo a las perspectiva ortodoxas y a los avivamientos de la religión.

Lewis Tippan llegó a Nueva York y entró en sociedad con Arthur, sino me equivoco, inmediatamente después de su conversión. Llegué a relacionarme con él--y de hecho, me relacioné mucho con su hermano Arthur. Cerca del tiempo en el cual dejé Nueva York, después de mis primeras labores en las calles Vandewater y Prince, el hermano Tippan y otros buenos hermanos se sintieron descontentos con el estado de las cosas en Nueva York y después de mucha oración y consideración, concluyeron que debían organizar una nueva congregación, e introducir nuevos medios para la conversión de los hombres. Obtuvieron un lugar para sostener adoración y llamaron al reverendo Joel Parker, quien era para entonces pastor de la Tercera Iglesia Presbiteriana de Rochester, para que fuera en su ayuda. El hermano Parker arribó en Nueva York y empezó sus labores, creo que más o menos para el tiempo en el cual yo concluía mis labores en la calle Prince. Con esto dejó vacante el púlpito en su iglesia en Rochester. Así formaron la Primera Iglesia Presbiteriana Libre de Nueva York por aquel entonces, y el reverendo Joel Parker fue su pastor. Trabajaron especialmente en medio de aquella clase de la población que no tenía el hábito de asistir a reuniones en ninguna parte, y tuvieron mucho éxito. Luego de esto condicionaron el piso superior de algunos almacenes en la calle Dey para poder mantener a una congregación de buen número y allí continuaron sus labores.

 

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