LA VERDAD DEL EVANGELIO

 EL AMOR:

LA BASE DE TODO

por J.W. JEPSON

 

Reservados todos los derechos, incluyendo el derecho de otorgar el siguiente permiso y de prohibir el abuso del mismo.

El Autor concede permiso para reproducir parcialmente o en su totalidad el texto de este libro siempre y cuando no se haga ningún cambio o alteración*, se incluya el nombre del autor, y se mantenga la información de los derechos de autor. Este permiso es exclusivamente otorgado cuando la reproducción sea con propósitos de ministerio y sin fines de lucro. *Se confiere el permiso de publicar fragmentos y versiones resumidas.

 

Capítulo 1: Un hombre extraordinario

Capítulo 2: Los principios no cambian

Capítulo 3: Hay alguien al frente de todo

Capítulo 4: ¿En qué lugar cuadro yo?

Capítulo 5: ¿Para qué vale la pena vivir en realidad?

Capítulo 6: No Podemos Marchar en direcciones opuestas al mismo tiempo

Capítulo 7: Hablemos del amor

Capítulo 8: El yo puede ser una palabra ofensiva

Capítulo 9: Todos nos dirigimos hacia algún lugar

Capítulo 10: No le eschemos toda la culpa a Adán

Capítulo 11: Dios acudió a rescatarnos

Capítulo 12: Necesitamos un cambio

 

Capítulo 1

Un hombre extraordinario

En el pequeño pueblo fronterizo de Adams, en el occidente de Nueva York, un joven abogado caminaba de un lado para otro en su oficina. Estaba preocupado, profundamente preocupado.

Afuera, los árboles cambiaban su color verde de verano por el rojo, el dorado y el castaño del otoño. El aire tenía un filo penetrante en aquella mañana de octubre. Todas las señales de la naturaleza indicaban claramente que el año llegaba a su fin. Pronto, el año 1821 habría pasado a la historia.

Sin embargo, la atención de Charles G. Finney aquel día no estaba concentrada en las condiciones meteorológicas ni en la época del año. Las cuestiones que lo perturbaban tan profundamente, se relacionaban con cosas que se hallan más allá del tiempo.

Dejó de pasearse y se volvió a sentar para leer un libro que estaba abierto sobre su escritorio. Finney había cumplido recientemente los 29 años de edad. Durante 26, le había prestado poca atención a la Biblia, pero eso fue antes de comenzar a estudiar derecho.

Al notar que los antiguos autores de derecho apelaban frecuentemente a las Escrituras, Finney decidió conseguirse una Biblia y leer personalmente los pasajes que se citaban en los textos de derecho.

Mientras tanto, comenzó a asistir a la iglesia presbiteriana local. Allí oyó la predicación del reverendo George W. Gale, pastor que había recibido su formación en Princeton.

Gradualmente llegó a estar consciente de la tremenda importancia que tienen los asuntos eternos. Lo abrumaba una fuerte convicción de pecado. Esta situación mental duró algún tiempo, y hubo ocasiones en que llegó a ser casi insoportable. Finalmente, el domingo 7 de octubre por la noche, decidió buscar sin más dilación la salvación de su alma.

Llegó el lunes, y luego el martes. Su angustia aumentó. Oraba y leía la Biblia. Cada vez que oía que alguien se acercaba a la oficina, tiraba sus libros de derecho de Blackstone sobre la Biblia, para que el visitante no se diera cuenta de que la había estado leyendo.

El martes por la noche, los nervios de Finney estaban a punto de ceder ante la presión de su conflicto espiritual, pero logró resistir toda la noche.

A la mañana siguiente se levantó temprano y salió hacia la oficina. Cuando iba llegando, lo detuvo una voz interna con la siguiente pregunta: "¿Qué estás esperando?"

De pronto se dio cuenta, allí de pie en medio de la calle, de que la salvación no viene por medio de nuestras propias obras, sino a través de la obrra que Cristo consumó a favor nuestro, aceptada como don gratuito de Dios.

"¿La aceptarás hoy? ¿Ahora mismo?", resonó la pregunta en la mente de Finney.

"¡Sí, la aceptaré hoy, o moriré en el intento!" respondió.

Tímidamente, caminó hacia los bosques situados al norte del pueblo. Cuando se halló fuera de la vista de la aldea, trató de orar. Pero a cada instante le parecía oír que alguien se acercaba.

Entonces lo comprendío todo: era demasiado orgulloso para que lo vieran orando. Le daba vergüenza que lo vieran de rodillas haciendo las paces con Dios. Al comprender su orgullo pecaminoso, gritó que no abandonaría aquel lugar, aunque todo el mundo lo viera.

Finney se había quebrantado delante del Señor. Pronto recordó la promesa de Jeremías 29:13: ". . . y me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón." Inmediatamente se apropió de esta promesa por fe. Dios no puede mentir; así que decidió en ese momento y en ese lugar confiar en su Palabra.

A medida que le vinieron a la mente otras promesas de las Escrituras, su corazón las fue recibiendo. Pronto lo sintió repleto; la angustia había desaparecido: tenía paz con Dios.

Esa noche, Dios lo bautizó en el Espíritu Santo en una forma poderosa. Finney describe esa experiencia de la siguiente manera:

. . . El Espíritu Santo descendió sobre mí de tal manera que parecía pasar a través de mi cuerpo y de mi alma. Sentía la impresión, que pasaba a través de mí como una onda eléctrica. En realidad parecía como si me estuvieran penetrando una y otra vez unas ondas de amor líquido; no sabría expresarlo de otra forma. Parecía como si fuera el mismo aliento de Dios. Puedo recordar claramente que parecía como si me estuvieran abanicando unas alas inmensas.

No hay palabras que puedan expresar el maravilloso amor que se derramó abundantemente en mi corazón. Lloré con fuertes clamores, lleno de gozo y amor. Y no lo sé, pero debo decir que literalmente grité los indecibles sentimientos de mi corazón.1

A Finney le llegó de inmediato el llamamiento de Dios a predicar el Evangelio. Estaba seguro de ello, y deseaba cumplirlo.

Un incidente bien conocido demuestra cómo se sentía al respecto. Uno de los diáconos de la iglesia lo había contratado para que le sirviera de abogado en un litigio que tenía pendiente. En la mañana en que se iba a ventilar el caso en el tribunal, el diácono le recordó su compromiso. Finney le contestó: "Tengo un contrato con el Señor Jesucristo para defender su causa, así que no puedo defender la suya".2

La conversión de Finney y su testimonio a favor de Cristo tuvieron un profundo efecto en el pequeño pueblo. Algunos de sus amigos y socios más allegados se convirtieron casi de inmediato. En diversas ocasiones, se limitaba a decir unas pocas palabras acerca de su relación personal con Dios, y la persona se marchaba a los bosques y buscaba a Dios para salvación.

Finney comenzó estudios teológicos bajo la dirección de su pastor, el reverendo Gale. Sin embarbo, la experiencia resultó frustrante, tanto para el maestro como para el alumno. El calvinismo exagerado era la teología popular de esos tiempos. Cuando el buen ministro trató de presentarle esos conceptos a Finney, su aguda mente analítica no pudo aceptarlos, ni como bíblicos, ni como lógicos.

Según él comprendía el asunto, el hombre tiene algo más que hacer en su conversión, que esperar pasivamente a que Dios lo cambie. El pecador tiene un libre albedrío. Es pecador por decisión propia. Mediante el ejercicio de su libre voluntad, puede arrepentirse de sus pecados y recibir a Jesucristo como su Salvador y Señor. Dios le ordena que haga esto ahora mismo.

Por amor, Dios está haciendo cuanto puede para persuadir al pecador de que cambie su propio corazón. Pero nunca lo obligará. El es totalmente responsable de ser pecador. Sus propios deseos lo tienen tan dominado, que no se arrepentirá a menos que el Espíritu Santo lo persuada poderosamente para que lo haga. La influencia divina está destinada a lograr que el pecador haga la decisión de someterse a Dios y creer el Evangelio, pero al pecador le toca hacer esa decisión.

Y así, armado con estas convicciones, y con el intenso amor hacia Dios y las almas que ardían profundamente en su interior, Charles Grandison Finney se dedicó a predicar el Evangelio.

Inicialmente, pensó que sólo estaba capacitado para hacer una obra de evangelización regional, entre los colonos de la frontera.

La estrategia de Finney en la predicación consistía en apelar a la razón: imprimir las afirmaciones de Cristo en la mente de sus oyentes. Sin embargo, sabía perfectamente bien que la persuasión no bastaría para ablandar la terquedad de los inconversos. Esta labor se la confiaba por completo al Espíritu Santo. Esa era la razón por la que oraba tanto y con tan gran fervor. Oraba con fe y por tanto, su oración era eficaz.

Las cosas comenzaron a suceder de inmediato. Cuando les hizo una invitación a los habitantes de Evans Mills, para que indicaran públicamente si querían aceptar a Cristo o rechazarlo, se quedaron atónitos. ¡Ningún predicador los había enfrentado jamás con una exigencia así! Se pusieron de pie airados y se marcharon de la casa donde estaban reunidos. Finney se fue a orar.

A la noche siguiente, el auditorio estaba atestado. Finney predicó una vez más. El predicador, dando por sentado que el día anterior ellos le habían indicado su intención de rechazar a Cristo, les presentó las consecuencias de su decisión. Muchos de sus oyentes se sintieron profundamente afligidos, al darse cuenta de su estado espiritual, y durante la noche, estas almas alarmadas estuvieron acudiendo a él en busca de ayuda. Estaban perdidos si no tenían paz con Dios, y lo habían llegado a comprender de pronto.

Las conversiones se multiplicaban. Los fuegos del avivamiento se extendieron a una pequeña aldea alemana (en Estados Unidos) llamada Antwerp; luego a Perch River, Brownville, Le Rayville, Governeur, DeKalb y Western. Algunas veces, era la comunidad casi entera la que se rendía al Señor Jesucristo. Algunas conversiones eran impresionantes. La conmoción aumentó a medida que el público fue despertando espiritual y moralmente. ¡El Espíritu estaba obrando poderosamente!

Un avivamiento de esa naturaleza no podía pasar inadvertido durante mucho tiempo. Pronto, las iglesias del este comenzaron a tener noticias acerca de los extraordinarios acontecimientos que estaban ocurriendo al oeste de Nueva York, sobre todo en el pueblo de Western. Cuando el avivamiento llegó a Western, la iglesia establecida en el este se dio cuenta de ello.

Las noticias se difundieron, y los relatos sobre lo que estaba ocurriendo, crecieron enormemente. Algunos relatos eran reales; otros habían sido deformados.

Como el clima teológico era extremadamente calvinista, era inevitable que surgieran fuertes objeciones. ¡Se les estaba diciendo a los pecadores que podían arrepentirse ahí mismo, si querían! ¡Se les estaba diciendo que ellos eran los que tenían la culpa de no ser cristianos! ¡Herejía! ¡Pelagianismo! ¡Salvación conseguida por sí mismo! ¡Emocionalismo!

¿No sabía acaso Finney que los pecadores no pueden hacer nada con respecto a su propia salvación? ¿No sabía que cada uno tiene que esperar pasivamente, a ver si Dios lo quiere regenerar, ante de poder saber si es elegido o no?

Sin embargo, no todas las reacciones eran negativas u hostiles. Algunos pastores influyentes que tenían sus iglesias en las cuidades principales, reconocieron que la predicación de Finney y sus métodos estaban dando en el mismo blanco.

Así fue como Finney fue invitado a Roma, Nueva York. Inmediatamente el poder de Dios se apoderó del pueblo. Los pecadores endurecidos fueron derribados bajo el impacto de su predicación. En todas las clases sociales, las personas fueron afectadas por igual. Los afanes egoistas fueron abandonados y la gente comenzó a buscar primeramente el reino de Dios y su justicia.

Entre tanto, en Utica, el espíritu de oración intercesora se apoderó de una cristiana influyente. La mundanalidad de la iglesia y el descuido de los pecadores la afligían profundamente. Pronto se enteró el pastor de la carga de oración que sentía, y reconoció que era obra de Dios. En la fe de que Dios estaba a punto de producir un avivamiento en Utica, mandó a llamar a Finney. Pronto llegó éste y comenzó a trabajar a favor de las almas. En pocas semanas, quinientas personas se convirtieron a Cristo.

Durante el avivamiento de Utica, el predicador fue invitado a visitar una hilandería situada a unos pocos kilometros al oeste de la ciudad. Aceptó ir a una aldea cercana para predicar allí por la noche, y luego llegar a la hilandería el día siguiente. Permitamos que el mismo Finney nos diga lo que ocurrió:

 

A la mañana siguiente, después del desayuno, fui a la hilandería, para echarle una mirada. Mientras la recorría, observé que había mucha agitación entre los que estaban ocupados trabajando en los telares, las máquinas de hilar y otros instrumentos de trabajo. Al pasar por una de las secciónes, donde había un gran número de chicas atendiendo sus tejidos, observé que un par de ellas me miraban y hablaban animadamente. Pude comprender que estaban muy agitadas, aunque las dos se rieron. Lentamente, me dirigí hacia ellas. Cuando vieron que yo me acercaba, se mostraron muy emocionadas. Una de ellas estaba tratando de atar una fibra qué se había roto, y observé que las manos le temblaban de tal modo qué no podía arreglarla. Me acerqué lentamente mirando a cada lado de la maquinaria mientras iba pasando, pero observé que esta joven se sentía cada vez más agitada, y no podía proseguir con su trabajo. Cuando estuve más o menos a unos dos metros de ella, la miré solemnemente. Ella se dio cuenta, se sintió vencida y hundida, y rompió a llorar. La impresión se difundió casi como la pólvora y en un instante, casi todos los que se hallaban en aquel sitio estaban llorando. Este sentimiento se difundió por toda la fábrica. El señor W., propietario del establecimiento, que estaba presente, cuando vio el estado de cosas, le dijo al superintendente: 'Detenga el telar, y permita que la gente atienda la religión, porque es más importante la salvación de nuestras almas que el funcionamiento de la fábrica'. De inmediato se cerró la puerta y la fábrica se detuvo, pero . . . ¿dónde podríamos reunirnos? El superintendente sugirió que la sala de las máquinas de hilar era grande: y arrinconándolas, nos podíamos reunir allí. Así lo hicimos, y pocas veces he asistido a un culto más lleno de poder que aquél. Se desarrolló en forma poderosa. El edificio era grande, y había mucha gente, desde el desván hasta el depósito. El avivamiento pasó por el telar con un poder asombroso, y en el curso de pocos días, casi todos los que trabajaban allí se habían convertido esperanzadamente, con optimismo.3

 

Mientras estaba en Utica, Finney se dio cuenta de la naturaleza y amplitud de la oposición que se estaba levantando en contra suya en la zona del este. Los informes que recibía, indicaban claramente que muchas de las objeciones en contra del avivamiento se basaban en una mala información. No obstante, se negó a apartar la atención de la obra que tenía entre manos, y les dejó a otros la tarea de refutar aquellas malas interpretaciones.

Como resultado del avivamiente de Roma y Utica en 1826, las iglesias presbiterianas del Presbiterio de Oneida recibieron tres mil conversos.

De Utica, Finney pasó a Auburn, Troy, New Lebanon, Stephentown, Wilmington y Filadelfia.

A pesar de una oposición bien organizada, dirigida por hombres influyentes, las ciudades más grandes del este comenzaron a abrirle los púlpitos. Los pastores que lo invitaban, tenían un amor de Dios y de las almas tan grande, que vencían las objeciones que tenían contra el hincapié que hacía Finney en el libre albedrío del hombre. Por eso Dios bendijo su actitud cristiana de amplitud de mente.

Más o menos durante año y medio, Finney cumplió su ministerio en Filadelfia con gran poder. Los resultados que se produjeron en la ciudad fueron más profundos y de mayor alcance. La mayor parte de la población era más instruida, e intelectualmente respondía mejor a la profunda lógica de los sermones de Finney, así que los resultados fueron más permanentes.

De Fildelfia, pasó a otras dos ciudades de Pensilvania: Reading y Lancaster. En ambras era urgente la necesidad de un avivamiento. Los que profesaban ser cristianos eran muy mundanos, y el público era muy descuidado con respecto a los asuntos eternos. Pero Dios bendijo su Palabra y ambas ciudades despertaron.

En 1830, Finney regresó al estado de Nueva York. Durante un breve período de avivamiento en Columbia, casi todos los habitantes del pueblo se convirtieron.

Luego, el famoso filántropo cristiano Anson G. Phelps lo invitó para que fuera a la ciudad de Nueva York. Phelps era una persona profundamente espiritual, al mismo tiempo que era sumamente próspero en los negocios. Puso tanto su persona como su bolsillo a disposición del avivamiento. Alquiló una iglesia que estaba desocupada en Vandewater Street y Finney comenzó a predicar allí. La gente se fue convirtiendo, y pronto se formó una congregación. Poco después, compró un templo que se hallaba en Prince Street, donde Finney y muchos de los que se habían convertido organizaron otra iglesia más.

En 1830, Finney recibió una invitación de Rochester, Nueva York, para trabajar allí en favor de las almas. No le parecía que Rochester fuera un campo muy prometedor para él. Más bien quería volver a la ciudad de Nueva York o a Filadelfia. El asunto lo mantuvo perplejo por algún tiempo. Finalmente comprendió que los problemas de Rochester constituían parte de la misma razón por la cual él debía ir allí, así que los Finney empacaron todo en baúles, y se marcharon para Rochester.

Su decisión resultó muy acertada. Se produjo un tremendo avivamiento. La mayoría de los líderes de la comunidad, incluso un buen número de abogados, se convirtieron.

Las noticias de lo sucedido en Rochester se difundieron por toda Nueva Inglaterra. Comenzaron a acudir personas procedentes de lejos y de cerca. El doctor Lyman Beecher, quien era el que había dirigido el primer movimiento de oposición contra Finney, le confesó posteriormente que como consecuencia de ese avivamiento, cien mil convertidos se agregaron a las iglesias en el espacio de un año. Se dice que la cárcel de Rochester permaneció vacía durante varios años.

Finney trabajó hasta agostarse en Rochester. Los médicos del lugar pensaron qué tenía "consunción" (tuberculosis) y que se estaba muriendo. Sus amigos le rogaban que descansara, pero en vez de descansar, regresó a Auburn. La invitación procedía de los mismos que habían dirigido la oposición cuando había estado allí la primera vez. En seis semanas se convirtieron quinientas personas. De Auburn se marchó a Búfalo, donde también el avivamiento produjo impacto en las clases influyentes.

En 1831, fue a Providencia, en el estado de Rhode Island, para predicar allí durante tres semanas. Luego, Boston le abrió sus puertas. Los pastores cooperaron ampliamente, y el avivamiento comenzó de inmediato. En aquellos momentos fue cuando Finney comprendió que estaba totalmente agotado a causa del intenso trabajo, y decidió aceptar una invitación de la Segunda Iglesia Presbiteriana Libre de la ciudad de Nueva York para trabajar de pastor. Es asombroso: tomar como descanso el trabajo pastoral en una iglesia de Nueva York.

Lewis Tappan y otros alquilaron un teatro de la Calle Chatham, y en abril de 1832, la familia Finney se mudó otra vez a la gran ciudad.

El avivamiento estalló, y también el cólera. El mismo Finney cayó víctima de esta enfermedad y pasó el invierno recuperándose, tanto de ella como de las primitivas prácticas médicas de aquellos tiempos. Finalmente pudo recuperarse y continuar su trabajo.

Le gente que trabajaba con el pastor Finney comprendía el poder de la página impresa. Pronto estuvieron ocupadas las imprentas y la literatura de avivamiento floreció en la ciudad de Nueva York, esparció su deleitosa fragancia por toda la nación, y atravesó el océano, llegando a Europa. El Evangelista, de Nueva York, comenzó a ser publicado como "órgano oficial" para la defensa y promoción de los avivamientos. Cuando se publicaron las Conferencias sobre avivamientos, de Finney, se vendieron doce mil copias tan pronto como salieron de la imprenta. Dondequiera que se leían y se aplicaban, se producía el avivamiento.

Finney se mudó al Tabernáculo situado en Broadway, y allí continuó su predicación.

Al mismo tiempo, en Ohio, al oeste, algo estaba ocurriendo. Un grupo de jóvenes qué estaban estudiando para el ministerio habían abandonado el Seminario Lane, por el hecho de que la dirección les había prohibido discutir sobre la esclavitud. Estos jóvenes estudiantes se dirigieron a Oberlin. En esos días, Oberlin no era más que un claro en medio del bosque, unas pocas viviendas, un plano para la contrucción de un colegio universitario y un solo edificio escolar. Estos estudiantes disidentes del Seminario Lane, la mayoría de los cuales se habían convertido con el ministerio de Finney, ahora querían estudiar para el ministerio bajo la dirección del gran predicador en persona, aunque eso significara "pasar trabajos" en barracas en medio de aquellos parajes aislados.

Llamaron a Finney para que acudiera a Oberlin. ¿Qué debía hacer? Después de luchar con el asunto durante algún tiempo, decidió pasar sus veranos enseñando en Oberlin. Arthur Tappan, un próspero comerciante, le abrió su gran corazón y le ofreció recursos abundantes para sostener el proyecto hasta donde fuera necesario. Esto sucedió antes de que la depresión de 1837 lo llevara a la ruina. En el verano de 1835, Finney llevó a su familia a Oberlin, y con ella, una carpa de 30 metros de diámetro.

No obstante, aceptó la invitación con dos condiciones: (1) habría completa libertad académica para discutir la esclavitud; y (2) no habría discriminación racial.

Se difundió la noticia de que Finney iba a establecerse en Oberlin. Muchos otros estudiantes hicieron su solicitud de ingreso, y cuando comenzaron las clases, había cerca de un centenar de ansiosos jóvenes presentes. En los años siguientes, muchos jóvenes recibieron su educación teológica y su preparación para el ministerio cristiano bajo la dirección de Charles G. Finney. Oberlin creció, y Finney también. Su influencia se expandió a través de sus estudiantes, su predicación y sus escritos.

En 1842 regresó a Rochester, donde en un culto, un grupo de abogados se levantó espontáneamente y pasó al frente en bloque para aceptar a Cristo como Salvador.

La serie de avivamientos, conversiones y victorias continuó su marcha. Finney trabajaba con ardor: enseñaba en Oberlin, pastoreaba la Primera Iglesia de Oberlin, dirigía reuniones de avivamiento en los Estados Unidos y en Inglaterra y escribía abundantemente. En 1857 y 1858, un gran avivamiento se extendió por todo el norte de los Estados Unidos. Brotaron cultos de oración desde Omaha hasta Boston. Durante el momento de mayor auge, se convertían unas cincuenta mil personas por semana.

En algunas de las ciudades donde la influencia de Finney había sido más grande, la mayoría de la población adulta estaba compuesta por cristianos nacidos de nuevo. En algunas aldeas de los alrededores de Boston, no se podía hallar ni un solo pecador.

Finney continuó sus labores según se lo permitía la salud, hasta su muerte, que tuvo lugar en las primeras horas de la mañana del 16 de agosto de 1875, cuando ya casi tenía 83 años de edad.

En 50 años de ministerio, Charles G. Finney ganó aproximadamente medio millón de personas para el Señor Jesucristo. Se han escrito volúmenes acerca de su vida y su ministerio, del tiempo durante el cual ejerció dicho ministerio, y de la gran influencia que tuvo en el siglo XIX en los Estados Unidos, todavía podrían escribirse más volúmenes.

Sin embargo, nuestra principal preocupación consiste en averiguar qué era lo que Finney creía y predicaba, y que producía un efecto tan poderoso en sus oyentes, especialmente en los auditorios más educados e inteligentes. No nos interesan los sermones en sí, sino los profundos principios y la filosofía sobre los cuales estaban basados.

¿Cuáles eran los claros conceptos bíblicos que presentaba Finney con una lógica tan apremiante que lograba el apoyo pleno del Espíritu Santo? ¿Cuáles eran los grandes principios que les eran tan profundamente inspirados a los nuevos convertidos, que la mayoría de ellos se mantenían fieles al Señor Jesuscristo y se transformaban en obreros eficaces de la iglesia?

Sí, Finney fue un hombre de una fe y una oración muy profundas. Pero así han sido otros, y han logrado resultados menos impresionantes. También es cierto que tuvo muchos ayudantes, pero otros también los han tenido.

Pudiera decirse mucho acerca de los factores sociales y políticos del momento, y con respecto a la naturaleza de la joven nación. No obstante, nada de esto explica las diferencias del ministerio de Finney en cuanto a su calidad.

¿Dijo algo nuevo y significativo? ¿Presentó algunos principios que son válidos en toda época, y que la sociedad en general y la iglesia en particular necesitan conocer desesperademente en el día de hoy?

Muchos creemos que sí.

En 1846, Finney escribió su obra más importante. La tituló Conferencias sobre teología sistemática. Esta declaración de principios llevada a la práctica, fue la que produjo tales resultados.

¿Tenemos acceso a esos principios hoy?

Afortunadamente, sí, aunque por alguna razón los hemos descuidado. Este descuido es una de las tragedias de nuestro tiempo.

Por supuesto que a la gente le gusta hablar acerca de la gran vida de Finney y de los avivamientos. Sin embargo, no son muchos los que están dispuestos a estudiar su teología con mente abierta para descubrir la razón real: la verdad lógica y bíblica que liberó a tantas personas.

El ministerio dinámico de Charles G. Finney es una elocuente demostración práctica de los principios que se establecen en su Teología. De igual modo, su Teología fluyó del intelecto gigante y del noble corazón de este principe de los ganadores de almas. Finney no fue ni un lógico frío, ni un teólogo muerto: su ministerio lo demuestra.

Así que, cuando un hombre que ganó medio millón de almas para Cristo nos dice cuáles son los principios básicos, debemos examinar esos principios con sumo cuidado.

Eso es lo que vamos a hacer conjuntamente a continuación.

 

Capítulo 2

Los principios no cambian

Nunca olvidaré un día en que estuve en la oficina de graduados de una Universidad Estatal de Oregón, conversando con el decano de la escuela. Yo acababa de graduarme y estábamos discutiendo acerca de mi formación posterior.

Al poco rato de estar hablando, el decano se inclinó hacia adelante y con una sonrisa pusilánime me dijo: "De todos modos, la verdad no existe."

Como única réplica, le dirigí una sonrisa que manifestaba mi desacuerdo.

Sólo fue un momento de la conversación, pero no lo olvidaré nunca.

¿Por qué?

Porque la actitud del decano parece representar el dilema de nuestra vacilante sociedad.

Cuando se trata de los asuntos fundamentales, ¿hay alguna cosa auténticamente verdadera? ¿Podemos agarrarnos a algo sólido y decir con firmeza: "Esto es real"? ¿O sólo son relativos todos los postulados, las ideas, las premisas y los principios? ¿La moralidad es sólo el consenso social de un momento? ¿Es la doctrina cristiana en el mejor de los casos, mera tradición, y en el peor, pura superstición?

Preguntemos esto en otros términos equivalentes: ¿Existen principios absolutos?

Estas son las preguntas que se están haciendo muchas personas que piensan. Y bien deben hacérselas, porque lo que está en juego es el significado de la vida misma.

Algo que está en lo profundo del intelecto humano nos dice que los principios absolutos tienen que existir. Tienen que estar en alguna parte. El hombre no puede vivir sin ellos sin perder su cordura, ni los demás elementos distintivos de su humanidad. La razón exige que haya principios absolutos, porque éstos lo integran todo. Sin ellos, todo estaría en un estado de desintegración.

El hombre que piensa, se mira a sí mismo, mira a su mundo y dice: "Todo debiera tener sentido; debiera estar lleno de significado. Todos los elementos están presentes". Lo único que le falta es hallar los principios absolutos, para que el caos se convierta en cosmos. Tiene que haber una esencia, una realidad fundamental, un conjunto subyacente de verdades y principios inmutables.

¿Entonces, hacia dónde mirar? ¿Hacia la filosofía, la ética o la religión en sus definiciones más amplias? El hombre moderno lo ha hecho, pero muy a menudo ha encontrado disonancias en vez de armonía.

El hombre occidental se dedica a la tecnología. En las ciencias físicas, las cosas están regidas por "leyes" practicables, pronosticables, armoniosas. Pero saber el "cómo" no es un sustituto del conocimiento del "porqué". El hombre tiene que conocer ese porqué, y ninguna suma de conocimientos sobre el "cómo" puede ofrecerle la respuesta.

Buscando a tientas para hallar la salida de este dilema, muchos occidentales están experimentando con la parasicología, el ocultismo y la metafísica de las religiones orientales. Rechazan el materialismo plástico, y esperan hallar principios universales inmutables en lo preternatural, o dentro de su propia mente y sus emociones. Pero para aquéllos que rechazan la realidad y la finalidad del Dios que se reveló de manera autorizada y personal en la Biblia, pocas cosas pueden ser más vagas que lo metafísico, o más cambiables que las emociones humanas. Al soltarse del ancla de la revelación cristiana, quedan a la deriva en las aguas tenebrosas y peligrosas de un mundo sobrenatural que no entienden, y del que no pueden escapar por su propia cuenta.

También está el epicúreo o hedonista. Esta es la persona que acepta las premisas del materialismo, y procede a escapar de la humanidad racional buscando el placer. Cree que es un animal carente de sentido y trata de vivir como tal. Es la filosofía de los parachoques de automóviles y los anuncios de cerveza: "Si te hace sentir bien, hazlo"; "Sólo se vive una vez". Así que vive, derrocha tu existencia en pasiones egoístas. La Biblia describe este estado como la filosofía del "come, bebe, regocíjate"; la filosofía del necio (vea Lucas 12:16-21).

Nosotros, en cambio, nos apartamos de estos engaños para adherirnos a algo que satisface las demandas tanto de la realidad como de la razón, a la vez que satisface también los anhelos del alma humana: los principios bíblicos.

 

LA LEY MORAL

Sabemos que el mundo físico opera en conformidad con leyes definidas. Si esto no fuera cierto, no hubiéramos podido colocar hombres en la Luna.

A muchos pudiera caerles, de sorpresa, sin embargo, saber que la moralidad también opera en conformidad con principios definidos: las leyes morales.

El laboratorio en que se observa la actuación de las leyes morales, no está equipado con tubos de ensayo, ni con mecheros Bunsen, ni con ejemplares embalsamados. En vez de todo ello, está poblado con personas reales, agentes morales que viven, se mueven, aman, sufren, luchan, esperan y algunas veces se regocijan.

Es cierto que hay quienes intentan explicar la conducta humana atribuyéndola a causas físicas solamente (células cerebrales, asociaciones de estímulo y respuesta). Sin embargo, los valores humanos y las acciones morales están mucho más allá de las consideraciones físicas.

Es verdad que la ley física y la ley moral operan en conjunto. Se afectan mutuamente. No obstante, están separadas, son distintas la una de la otra y operan en diferentes áreas. Esto tiene una importancia fundamental.

La ley física no rige la actuación moral, ni la ley moral gobierna directamente las acciones físicas. La ley moral gobierna a las personas que viven en el mundo de la sustancia, pero no gobierna a la sustancia misma. Gobierna la moralidad y las relaciones morales, incluso lo que las personas hacen con su mundo físico.

Recordemos, pues, que hay dos clases de leyes en acción: la ley física y la ley moral. La ley física es una "norma de acción"; en tanto que la ley moral es una "norma para la acción".

La ley física domina todo lo que no es inteligente, lo que es involuntario, incluso la materia y los estados y acciónes involuntarios de la mente. Todo está bajo la ley física, excepto el libre albedrío y lo que es causado por él. La ley física es la ley del orden automático, la necesidad y la fuerza. Es la ley de LA CAUSA Y EL EFECTO.

La ley moral es la que rige al libre albedrío y a todo lo que es causado por él. Es la ley de la inteligencia, de la libertad de la elección responsable. Opera mediante persuasión, y no mediante coerción. No fuerza, sino que le muestra a la inteligencia los valores que ha de elegir y las consecuencias de la libre elección. Esta es la única forma en que la ley moral y el gobierno moral tratan de guiar la libre elección. Esta se mueve de acuerdo con la motivación y gobierna mediante la razón.

Si un agente moral no quiere ser gobernado por la razón, pueden aplicársele restricciones externas para salvaguardar la sociedad. Sin embargo, en su sentido más estricto, la ley moral sólo opera en el área del libre albedrío. Cualquier cosa que no esté bajo la acción de la libre voluntad, o que no sea resultado de la misma, se halla bajo la ley física, y no bajo la ley moral. Es necesario tener esto siempre en mente.

Por ejemplo, José decide robarle el reloj a Guillermo. Maquina la manera de hacerlo. Espera el momento oportuno. Cuando éste llega, lleva a cabo su plan. Extiende la mano y toma el reloj. Rápidamente, los pies lo apartan de la escena del crimen y se pierde entre la multitud.

Ahora bien, ¿dónde se aplica directamente le ley moral en este caso? ¿En su excitación emocional mientras planificaba el robo? ¿En el movimiento de la mano para agarrar el reloj? ¿En la acción muscular del cuerpo cuando salía huyendo?

No.

¿Acaso la mano de José se extendió por su propia cuenta y agarró el reloj de Guillermo contra su voluntad? ¿Puede decir: "No sé qué hacer con esta mano ladrona que tengo, que siempre está hurtando cosas en contra de mi voluntad"?

Por supuesto que no. La mano de José no puede tomar nada, a menos que José quiera. Dicho esto en otros términos equivalentes, el pecado del robo ocurre en el corazón de José (decisión): no en su mano.

De modo que la ley moral se aplica directamente a las decisiones que encierra el hecho: en primer lugar, la decisión de cometer el acto y en segundo, las que exigen la realización del hecho, que son continuación de la primera. Los pensamientos, las emociones y las acciones físicas son resultados directos e indirectos que surgen necesariamente como consequencia de las decisiones. Estos resultados están regidos por una ley física: la "ley de la necesidad", la ley del orden automático. Sólo derivan su carácter moral de las decisiones; de la voluntad que los produjo.

En otras palabras, la culpa está en el corazón; es decir, en la voluntad, en la intención, en el propósito. Lo que está en el corazón es lo que se lleva a cabo en la vida. "Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte" (Santiago 1:15). La concupiscencia, o deseo, concibe en el momento en que logra el consentimiento de la voluntad.

 

LOS ATRIBUTOS ESENCIALES DE LA LEY MORAL

La ley moral tiene varios atributos, o características permanentes. Examinémoslos en la forma en que Finney los enumeró:

1. Subjetividad. Hay, y tiene que haber, una idea de la razón que se desarrolla en la mente del sujeto.4

Para ser un agente moral libre, el individuo tiene que tener algún discernimiento interno de lo bueno y lo malo. Esto significa que debe tener alguna compresión de los valores y en consecuencia, estar bajo la obligación moral personal de escoger esos valores. Este es el punto en que la conciencia comienza a operar, al llegar el "uso de razón".

2. Objetividad. La ley moral puede ser considerada como una norma de deber prescrita por el Legislador supremo y externa a la persona.5

Como Dios es omnisciente e infinitamente sabio, sabe con certeza total lo que es beneficioso y lo que es perjudicial. Por tanto, como supremo Legislador, tiene el derecho y la obligación de revelar la norma del deber y mantenerla.

3. Libertad. El precepto . . . no puede poseer un elemento o atributo de fuerza en el sentido de que haga inevitable la conformidad de la voluntad con dicho precepto. Esto lo haría confundirse con la ley física.6

No se puede forzar el amor. Este es voluntario por su misma naturaleza. Si la obediencia no es voluntaria; si no viene del corazón, no tiene nada de obediencia. Así sucede también con el pecado. No se puede obligar a nadie a pecar. Se puede persuadir, pero no se puede obligar. De modo que, aunque lo utilicemos, el termino "agente moral libre" es redundante, puesto que la elección moral es libre por su misma naturaleza. En su Prefacio, Finney declara:

Especialmente insisto en cuanto a las consecuencias lógicas de la admisión de estos dos principios: que la voluntad es libre, y que el pecado y la santidad son actos voluntarios de la mente.7

4. Idoneidad. Tiene que ser la ley de la naturaleza: esto es, su precepto debe prescribir y requerir sólo aquellas acciones de la voluntad que son convenientes a la naturaleza y a las relaciones de los seres morales; nada más, ni nada menos.8

La ley moral exige exactamente lo que requieren de manera natural la mayor gloria de Dios y nuestro supremo bien. La santidad es natural, beneficiosa, sana y razonable. El pecado es antinatural, perjudicial, desgarrador, disipador e irracional.

5. Universalidad. En condiciones y circunstancias iguales, requiere, y debe requerir de todos los agentes morales lo mismo, sea cual fuere el mundo en que se hallen.9

La obligación moral de amar a Dios con todo el corazón, y al prójimo como a nosotros mismos se aplica en todas partes, en todas las naciones y culturas; en el cielo, en la tierra y en el infierno. El amor es la obligación universal. Si en ciertas culturas se permiten algunas violaciones con respecto al bien y al bienestar de los demás, no por ello se justifican, sean el robo, la inmoralidad, el asesinato o cualquier otro tipo de violación. Aun los miembros de las culturas que permiten tales cosas, saben que no quieren que se les haga a ellos lo que les parece culturalmente aceptable hacerlas a otros. Las palabras de Jesús son universales e inmutables: "Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas" (Mateo 7:12).

6. Imparcialidad. La ley moral no hace acepción de personas. . . Exige lo mismo de todos. . . 10

Así como la ley moral se aplica en todas partes, se aplica igualmente a todos los agentes morales. Si podemos percibir los valores; es decir, si tenemos razón y entendimiento, somos agentes morales responsables. No hay agente moral alguno que esté exento de la ley moral. Ninguno está por encima de la obligación de amar; ni siquiera el mismo Dios. En efecto, cuanto más grandes sean nuestra razón y nuestro entendimiento, tanto mayor es nuestra obligación moral de conformar todo nuestro ser a ellos. Mientras más clara sea nuestra comprensión de lo que es valioso para Dios y para los demás, mayor es nuestra responsabilidad de seguirlo por amor a El y por amor a los demás.

¡Qué bello es el amor de Dios! El tiene una inteligencia infinita, y un conocimiento perfecto de lo que es verdaderamente mejor para todos, y su gran corazón se conforma perfectamente a su inteligencia y a su conocimiento. Dios busca el bien supremo con un corazón perfecto. ¡Qué grandeza la de su santidad! ¡Qué perfección la de su personalidad!

7. Practicabilidad. Lo que el precepto exige tiene que ser posible para el sujeto. Aquello que exige una imposibilidad natural no es, y no puede ser, ley moral. . . . No tiene sentido hablar de incapacidad para el cumplimiento de la ley moral.11

Todo lo que requiere la ley moral es posible. Recordemos que ésta se aplica al libre albedrío; a lo que podemos hacer cuando decidimos hacerlo. Lo que no podemos hacer cuando decidimos, está fuera de la jurisdicción de la ley moral y de la obligación moral.

La ley moral no puede exigir imposibilidades naturales porque nadie está moralmente obligado a realizarlas. Si Dios exige una imposibilidad natural, es porque su gracia y su poder lo harán posible. En ese caso, nuestra obligación moral es la de actuar con fe.

No existe la imposibilidad moral. La expresión "imposibilidad moral" es una contradicción de términos. Si hay algo que sea imposible, no puede exigirlo la ley moral. Si algo es moral, es porque la persona está obligada a hacerlo y puede hacerlo; de otro modo, no se clasificaría como moral.

La única imposibilidad es la siguiente: no podemos hacer lo que rehusamos hacer, así como sólo podemos hacer lo que decidimos hacer. Pero esta imposibilidad sólo se aplica a la acción externa; no al corazón. La negación es una elección deliberada. El pecador no puede vivir para Dios mientras se niegue a hacerlo. En esto consiste el pecado.

8. Independencia. Es una idea eterna y necesaria de la razón divina. Es la norma eterna y autoexistente de la conducta divina; la ley que la inteligencia de Dios prescribe para El mismo . . . Como ley, es totalmente independiente de su voluntad, en la misma forma en que lo es su propia existencia.12

La voluntad de Dios siempre exige lo que la misma ley del amor ya exige, basada en los valores que imponen la obligación en sí mismos y por sí mismos.

Los intereses de Dios son infinitamente valiosos. Por esta razón, debo elegirlos como supremos. Tengo que amar a Dios por El mismo, y no sólo por consideración a su voluntad. Por supuesto, Dios quiere que lo amemos a El por encima de todas las cosas, y a los demás como a nosotros mismos. Pero debemos hacer esto por lo que Dios mismo es, y por lo que son los demás, y no sólo porque sea ésa su voluntad.

Esto hace que la voluntad de Dios sea muy preciosa, porque es la única manera en que podemos asegurar en forma adecuada estos intereses infinitamente valiosos. La voluntad de Dios es el medio necesario para llegar a su valioso fin, pero no es el fin en sí mismo. Volveremos a este tema posteriormente.

9. Inmutabilidad. La ley moral nunca puede cambiar, ni ser cambiada.13

¿Qué es lo que exige la ley moral? "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas" (Mateo 22:37-40). La ley moral le exige ni más ni menos que esto a todo agente moral. Nadie puede hacer más, y moralmente, nadie puede hacer menos. Si un genio sufre un golpe en la cabeza y se convierte en un retardado mental, tiene menos mentalidad que antes, pero aún puede amar a Dios con todo lo que le queda. Simplemente, se nos exigirá responsabilidad en conformidad con el grado de iluminación moral que poseamos.

10. Unidad. La ley moral sólo les propone la búsqueda de un fin supremo. A Dios y a todos los agentes morales. Todas sus exigencias . . . se resumen en una palabra: amor, o benevolencia. La ley moral es la idea de la consagración perfecta, universal y constante de todo el ser al bien supremo de todo lo que existe.14

La obediencia parcial a la ley moral es imposible. O amamos a Dios con todo el corazón y a nuestro prójimo como a nosotros mismos, o no los amamos. A menudo lo hacemos con un conocimiento y un entendimiento muy distantes de la perfección. Pero obedecemos con un corazón perfecto según el conocimiento que tenemos; de lo contrario, no obedecemos en absoluto. Jesús digo: "Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro" (Mateo 6:24).

11. Oportunidad. Aquello que es lo más conveniente de todo, es oportuno. La ley moral exige lo que sea más oportuno. . . . Podía no estar de acuerdo con la letra, pero nunca con el espíritu de la ley moral. . . . Aquello que el supremo bien del universo exige claramente, es ley: es lo oportuno y lo más conveniente. De la misma manera, lo que sea claramente inconsecuente con el bien supremo del universo, es ilegal por no ser conveniente, ni oportuno, y debe ser prohibido por el espíritu de la ley moral. . . . Los preceptos bíblicos siempre revelan qué es lo que conviene verdaderamente, y en ningún caso tenemos la libertad de desechar el espíritu de un mandamiento, por suponer que las conveniencias así lo exigen. . . . Aquello que sea lo más oportuno, es bueno, y lo bueno es siempre lo más oportuno.15

Oportuno es todo aquello que sea útil y beneficioso. La ley moral nunca exige lo irrazonable o perjudicial. Después de considerar todas las cosas, siempre exige lo mejor. Eso, y sólo eso, es lo único bueno.

Por ejemplo, el límite de velocidad fijado en una vía, es el que se considera mejor para todos los que transitan por ella. Por esa razón, estamos moralmente obligados a obedecerlo. Sin embargo, surgen las emergencias que nos colocan en la obligación moral de quebrantar dicho límite como cuando tenemos que llevar urgentemente a un paciente hacia el hospital, y no hay tiempo para llamar una ambulancia, porque los minutos cuentan en una carrera en la cual se arriesga una vida.

Esto no nos autoriza, sin embargo, a estar siempre haciendo nuestras propias interpretaciones personales de la ley. La mayor parte de las normas y los reglamentos fueron colocados en su lugar por personas que sabían lo que hacían, y no deben ser quebrantados, a menos que el bien supremo lo exija. No estamos presentando una moral que exija la situación. Podemos pasar por alto las leyes y los reglamentos temporales cuando las consideraciones morales claramente nos lo exijan, pero no podemos desobedecer los principios absolutos con el mismo pretexto. Como el bien supremo es inherente a los principios absolutos, la violación de éstos siempre lo destruye. Por tanto, afirmar que pudiera existir una situación en la que uno estaría moralmente obligado a pasar por alto los principios absolutos, es contradictorio y absurdo. Los principios absolutos siempre serán el marco de la ley y la obligación moral.

Las indicaciones que da la Biblia siempre constituyen el curso de acción más sabio y beneficioso en cualquier situación. Siempre son lo que el amor exige realmente.

12. Exclusividad. La ley moral es la única norma posible de obligación moral. . . . Es, y tiene que ser, la ley del amor, o de la benevolencia. Esta ley señala lo único correcto, y ninguna otra cosa lo es, ni puede serlo.16

Toda ley válida tiene que ser expresión y aplicación de la ley moral. Como guía para las decisiones y las acciones de los seres morales, ninguna ley puede invalidar la ley moral, ni reemplazarla, ni siquiera coexistir con ella. La ley moral, esto es, la ley del amor, es la única norma legítima de conducta moral.

Ahora bien, ¿todo esto es sólo teórico o idealista? De ninguna manera. Es tan práctico e importante como comer o beber. En realidad, afecta a todos los aspectos de la vida, como pronto veremos.

 

Capítulo 3

Hay alguien al frente de todo

Cada nueva nave espacial que se envía para determinar si hay "vida" en alguna otra parte del universo, me hace recordar la historia del marinero que naufragó, fue empujado por las olas a una playa, y se pasó los primeros días vagando por la isla y gritando: "¡Holaaa! ¿Hay alguien aquí?"

Como el hombre moderno niega la existencia y la providencia de un Dios personal, comienza a sentirse terriblemente solo en el universo.

Afortunadamente, se han escrito y se seguirán escribiendo muchos libros sobre las abrumadoras evidencias de una actividad divina y unos planes específicos en la creación. Todos deberíamos conocer estas evidencias.

Mire a su alrededor. Lea. ¡Piense! Toda la complejidad y la intencionalidad que son evidentes en la naturaleza no pudieran haber ocurrido simplemente por la operación casual de fuerzas ciegas, sin inteligencia. Las posibilidades en contra alcanzan cifras astronómicas.

Hay alguien detrás de todo esto, y no está ocioso. ¡Tiene poder e inteligencia para crear un universo de unas dimensiones que dejan atónito y lo gobierna mediante leyes físicas asombrosas por su complejidad, precisión y seguridad! Y también gobierna moralmente su universo.

Dios todopoderoso tiene para su creación un propósito moral por sobre todo, y su gobierno moral es tan amplio, activo y benevolente como ese propósito. He aquí una buena definición de la naturaleza y el propósito del gobierno moral de Dios:

El gobierno moral de Dios consiste en la declaración y administración de la ley moral. Es el gobierno del libre albedrío a base de motivaciones, a diferencia del gobierno de la sustancia a base de fuerza. . . .17

Todos sabemos cómo opera el control o gobierno físico. Empujamos un botón o halamos una palanca y una máquina, un circuito, o algún otro artefacto entra en operación. Le damos vuelta al volante y el carro gira. Pisamos el acelerador y el carro se mueve. Pisamos los frenos y se detiene.

Así es el control físico.

En cambio, el control moral opera de otro modo. Es posible que sepamos suficiente acerca de la naturaleza sicológica de las personas--aquello que las hace reaccionar--como para manipular sus emociones y conducta mediante ciertas palabras y acciones. Puede que una esposa consiga lo que quiera de su marido, a base de llorar. Pero con esto aún está siguiendo la ley del orden, una "ley de necesidad". No es una persuasión moral lograda apelando a la razón, sino una manipulación a base de la aplicación de una motivación externa (estímulo).

El gobierno moral opera basado en un principio completamente diferente. Trata de conseguir una obediencia voluntaria e inteligente a la ley moral mediante la motivación interna. Le presenta valores a la razón y le pide a la voluntad soberana de la persona que acepte esos valores y viva en conformidad con ellos. Es cierto que se usan las motivaciones externas (la estimulación de ciertas emociones, la promesa de recompensa y la amenaza de castigo) para hacer más fácil la elección de esos valores y disminuir el atractivo de las emociones y circunstancias contrarias, pero el gobierno moral es esencialmente un llamado a la razón, que lleva en sí mismo las consecuencias inherentes a la aceptación o el rechazo de ese mismo llamamiento.

Ya estamos en condiciones de hablar acerca de la razón de que exista el gobierno moral. Todo gobierno tiene que basarse en una razón válida. Si no es así, no tiene derecho de existir. Nadie tiene el derecho de ejercer autoridad sobre los demás, a menos que haya una base para ese derecho.

¿Descansa el gobierno moral sobre una base sólida? ¿Hay una razón obligatoria para que Dios le ejerza sobre su universo, e incluso sobre los habitantes de este planeta?

Claro que sí: el derecho de Dios a gobernar el corazón se basa en un fundamento muy sólido. Nunca tendremos un mundo en el que todos estén de acuerdo. Aunque todos fueran virtuosos y vivieran según la luz que poseen, no todos tendrían el mismo grando de luz o de conocimiento. Nada nos garantizaría que no terminaríamos por ir a la deriva en medio de la ignorancia. Por eso, necesitamos que alguien revele, establezca y sostenga una ley moral y un orden moral. Necesitamos un gobierno moral. Esta necesidad de que haya un gobierno moral es la base de su existencia.

La razón fundamental del gobierno moral, por tanto, es su necesidad como medio indispensable para lograr el sumo bien. Sin él, habría una desintegración moral. La anarquía moral resultante sería una catástrofe intolerable para todo el universo. ¿Quién querría vivir en una sociedad en la que el bienestar de sus miembros no sea mantenido mediante una apropiada autoridad moral adecuada?

De manera que necesitamos el gobierno moral para que se sostenga el orden moral para bien del universo.

Ahora bien, ¿quién tiene el derecho de gobernar? Obviamente, Aquel que esté mejor calificado para hacer el trabajo. Ese es Dios, por supuesto. Tenemos todas las razones para creer que Dios es el Gobernante moral del universo. ¿Un Dios de amor crearía seres necesitados de supervisión moral para luego irse y negarse a ofrecerles esa supervisión? Por supuesto que no. Todo lo que Dios hace demuestra a las claras su determinación de sostener el orden moral. El nos dio su Palabra, la Biblia, para mostrarnos el camino. Nos envió a su Hijo para que muriera por nosotros, a fin de salvarnos de nuestros pecados y de nuestra condición de pecadores. Ahora está aquí su Espíritu Santo, haciendo todo lo moralmente posible para mover a los corazones humanos hacia Dios y hacia la justicia; es decir, todo lo que no viole el libre albedrío del hombre.

Vemos claramente que la soberanía de Dios sobre el universo es justa y legítima. El gobierna porque nuestro bien lo requiere, y no solamente porque su poder le permite imponernos su autoridad.

Si Dios no nos amara, no se molestaría en dedicar sus energías infinitas a proporcionarnos con fidelidad el amplio y complejo gobierno moral que necesitamos tan desesperadamente. Pero lo cierto es que trabaja diligentemente para nuestro bien, aunque la mayoría de los habitantes de la Tierra estén en abierta rebelión contra un gobierno tan justo y benevolente. ¡Cuán grande es el amor de Dios! El es el único que está capacitado para gobernar el universo. Por esa razón, tiene el derecho y la obligación de gobernar.

¿Qué implica esto? Lo siguiente:

A. . . .el deber u obligación de gobernar. En este caso, no puede haber derecho sin la correspondiente obligación, pues el derecho a gobernar se funda en la necesidad de un gobierno, y la necesidad de gobierno impone la obligación de gobernar.

B. . . .la obligación de obedecer por parte del súbdito. El gobernante no puede tener el derecho o el deber de gobernar, a menos que el súbdito tenga el deber de obedecer. El gobernante y los súbditos necesitan por igual el gobierno, como medio indispensable para promover el supremo bien.

C. . . .el derecho y el deber de dispensar las recompensas y los castigos necesarios. . . cada vez que el interés público lo demande. . . .

D. . . .la obligación tanto por parte del gobernante como de los gobernados . . . de hacer cualquier sacrificio personal y privado, exigido por el supremo bien publico. . . .

E. . . .el derecho y el deber de emplear toda fuerza indispensable para el mantenimiento del orden . . . y el sostenimiento de la supremacía de la ley moral. . . . Negar este derecho es negar el derecho a gobernar.18

Repetimos que el bien de todos depende del gobierno moral de Dios, y que El es fiel en su benevolente administración, siempre actúa buscando el sumo interés de sus criaturas.

¡Cuán bueno y razonable es obedecerle de corazón! ¡Cuán perverso e irrazonable es rebelarse de corazón contra su legítima autoridad sobre nuestra vida! La decisión egoísta del hombre, de ser independiente de la santa voluntad y del santo gobierno de Dios, es sumamente destructiva. El individuo que se niega a permitir que Dios gobierne sobre el trono de su corazón, es el peor enemigo de sí mismo, además de ser enemigo del supremo bien del universo.

 

EL LIMITE DEL DERECHO A GOBERNAR

Es importante definir el límite del derecho a gobernar.

Puesto que este derecho se basa en la necesidad de un gobierno, se deduce que no puede ir más allá de la necesidad.

Dios es el Creador, y el único capacitado para gobernar el universo que creó. Si no lo fuera, no tendría derecho a gobernar, por mucho que el universo lo necesitara. Por otra parte, no importa cuán capacitado esté Dios para gobernar: no tendría derecho, a menos que el universo necesitara ser gobernado. El hecho de que necesite ser gobernado es la base del derecho que Dios tiene para hacerlo, y su capacidad única constituye la condición de su derecho a gobernarlo.

Esto significa entonces que Dios no es un abusador, que nos gobierna sólo porque tiene poder para hacerlo. Hay una razón obligatoria para que El nos gobierne y para que nosotros lo obedezcamos. ¡Necesitamos a Dios, y no podemos estar sin El!

Cuando el gobierno se basa en cualquier otra cosa que no sea su necesidad para el bien de todos, los gobernantes ejercen su autoridad sin límites. Veamos el desfile de la historia. Reyes, generales, césares, prelados y emperadores marchan a través de sus páginas. ¿Cuántos de ellos gobernaron para el bien del pueblo? ¿Cuántos siguieron el principio de que su derecho a gobernar no iba más allá de la necesidad real que el pueblo tenía de ese gobierno?

Mientras usted trata de recordar algunos nombres, considere, por favor, el triste relato. Desde el antiguo Nimrod hasta las noticias de anoche, ¿que es lo que ve? Una larga fila de monarcas, tiranos y demagogos que gobernaron para lograr sus propios fines, basados en el poder y en la fuerza. Sólo de vez en cuando hallará un gobernante que haya estado dedicado al bien supremo del pueblo y que haya limitado su poder a las necesidades reales de la ciudadanía.

En contraste, observe ahora la majestuosidad del gobierno moral de Dios.

Ahora bien, es cierto que Dios es soberano. El no le pide permiso a nadie para gobernar su universo. Ni le pide a nadie consejo sobre como hacerlo. Sin embargo, la soberanía de Dios, aunque sea total, no es arbitraria. La autoridad de Dios y su deber de gobernar se basan en la necesidad de un gobierno moral y están condicionados a su capacidad única para gobernar.

Dios está cumpliendo su obligación moral de gobernar. Su soberanía es dirigida por su infinito amor y su infinita sabiduría. En todo lo que hace, Dios actúa según su propósito de lograr el sumo bien para nosotros y la suprema gloria para sí, mediante los medios mejores, más sabios y más justos que sean posibles. Verdaderamente, "Dios es amor" (1 Juan 4:8).

La sumisión amorosa a la soberana voluntad de Dios es el único curso moral de acción justificable para las criaturas racionales. El pecado es la forma más baja de traición que jamás se haya introducido en el universo: recordemos que todos los que se niegan a obedecer a Dios, están obrando directa y violentamente contra el bien del universo, de su comunidad, el de su familia, y su propio bien personal.

 

Capítulo 4

¿En qué lugar cuadro yo?

A la mayoría de las personas no les agrada. Hacen cuanto sea posible para evadirla. La niegan. Se la atribuyen a alguna otra persona. Tratan de escaparse de ella, esparciéndola por toda la sociedad en forma colectiva. Las desafía; las hace sentirse incómodas, perturba el pequeño mundo que se han creado para sí mismas; interfiere con su estilo de vida.

¿De qué estamos hablando?

¡De la responsabilidad moral personal!

No es de extrañarse que muchas filosofías refinadas hayan llegado a ser tan populares. Hay una escuela filosófica que sostiene que el hombre es sólo una maquina. (¿y quién oyó jamás que una máquina sea moralmente responsable de algó?). Los partidarios de la asociación estímulo-respuesta, les echan toda la culpa a los estímulos recibidos del exterior ("la sociedad me obligó a hacerlo; mi ambiente social y físico me estimuló y tuve que responder en la forma en que lo hice").

Tal vez se le eche la culpa a la herencia ("son mis glándulas, ¿sabes?"); o a la influencia de los padres ("cuando yo era niño, mi madre me dominaba"). Otras veces, el argumento suena a teología ("eso se debe a mi naturaleza pecaminosa") o a religión ("fue el diablo el que me hizo hacerlo").

Cualquier pretexto que se le ocurra, alguien ya ha pensado en él antes.

Por supuesto, estas cosas influyen en nosotros o nos estimulan. Sin embargo, no nos obligan a hacer esto o aquello. La elección sigue siendo nuestra. No somos producto de estas influencias, a menos que decidamos serlo.

Somos más que una máquina o un animal. Nuestros pensamientos, sentimientos, actitudes, valores, esperanzas, gozos, tristezas y afectos no son tan sólo unos complejos procesos electroquímicos. Hay una parte espiritual de nuestro ser que sólo posee el hombre. Una de sus funciones es la facultad de hacer una elección autodeterminada e inteligente, en conformidad con la razón o en oposición a ella. Como estas decisiones son generadas por nosotros mismos, somos personalmente responsables de ellas. Estamos moralmente obligados a elegir inteligentemente en conformidad con la voluntad de Dios y con su Palabra.

 

LAS CONDICIONES DE LA OBLIGACIÓN MORAL

Hay varias formas de obligación: la obligación de elegir un fin supremo (meta) para la vida; la de elegir las condiciones necesarias para lograr este fin y la de hacer esfuerzos para lograrlo.19

Un poco más adelante, hablaremos sobre el fundamento o base de la obligación moral. En este momento, exploremos las condiciones de la obligación moral, es decir, las dos condiciones para que la persona se halle bajo obligación moral.

Lo primero es ser un agente moral. La persona tiene que ser agente moral para tener obligaciones morales personales. ¿Qué necesita tener una persona para ser un agente moral?

Los atributos del agente moral son intelecto, sensibilidad y libre albedrío.

El intelecto incluye . . . la razón, la conciencia y la autoconsciencia.

La sensibilidad es . . . el sentimiento.

El libre albedrío es . . . la facultad de elegir, o negarse a elegir, . . . de acuerdo con la obligación moral.

A menos que la voluntad sea libre, el hombre no tiene libertad; y si no tiene libertad, no es agente moral; es decir, es incapaz de realizar la acción moral y también de tener del carácter moral.20

De manera que la capacidad de ser agente moral es la primera condición para que exista obligación moral. Para ser capaz de tomar decisiones responsables, debo tener (1) un intelecto que funcione, (2) sentimientos que me digan que la felicidad es valiosa (bien sea mi propia felicidad, o la de otra persona), y (3) capacidad para elegir sin coerción. Estas tres condiciones me convierten en un agente moral.

No obstante, para que mis deciones puedan tener un carácter moral, necesito tener algo más:

La segunda condición para que haya obligación moral es el entendimiento, o sea, tanto conocimiento de nuestras relaciones morales como para que pueda desarrollarse la idea de obligatoriedad.21

¿Qué significa esto? Simplemente, que tenemos que comprender lo que es valioso en sí mismo, y que debemos elegirlo por cuanto es intrínsecamente valioso.

Dicho esto en otros términos equivalentes, en el momento en que alguien comprende que la felicidad de Dios es supremamente valiosa, y que la felicidad de los demás es tan valiosa como la suya, en ese momento tiene entendimiento, luz. Entonces sabe para qué tiene que vivir, y por tanto, queda bajo obligación moral.

¿Obligación de hacer qué? De amar a Dios con todo su corazón, y a su prójimo como a sí mismo. En la medida en que aumente el conocimiento, aumenta también el entendimiento. Esto es, cuanto más entienda cómo agradar a Dios y hacer el bien a los demás, y cómo afectan sus palabras y obras a los demás en la vida práctica de cada día, tanto más entendimiento tendrá.

La obligación moral no puede ir más allá de nuestro conocimiento, pero va hasta dónde llega éste. Exige que vivamos en conformidad con todo el entendimiento que tenemos, y que obtengamos toda la luz que podamos.

El amor no puede hacer más, pero tampoco puede hacer menos. Nadie espera que una bombilla de 100 vatios brille como si tuviera más de 100 vatios, pero tampoco menos.

Entonces, cuando llegamos a estar conscientes del valor de aquello para lo cual debemos vivir, estamos conscientes de nuestra obligación moral personal y del desarrollo de un sentido de lo bueno y lo malo.

Los seres humanos distinguimos el bien del mal por cuanto conocemos los valores. Es decir, sabemos para qué debemos vivir, y también si estamos viviendo para ello o no.

Sin embargo, el punto de vista secular y materialista sobre el origen de la naturaleza del hombre ha hecho surgir la teoría de que éste, al igual que su ambiente físico, no tiene capacidad causativa ni libre albedrío. Considera que la conducta del hombre está determinada por fuerzas físicas y sociales que se hallan fuera de su control. Esta teoría es popular, por supuesto, por cuanto le concede al hombre moderno un escape racional con respecto a la responsabilidad moral en su conducta.

Pero no deja de ser una teoría. En la práctica, aun el más dogmático que es partidario de la teoría del behaviorismo se responsabiliza a sí mismo y a los demás por sus acciones. Si fuera consecuente y aplicara sus teorías a la práctica, la gente pondría en tela de juicio su sinceridad o su equilibrio mental.

 

LA AMPLITUD DE LA OBLIGACIÓN MORAL

Una vez establecidas las exigencias para que seamos moral y personalmente responsables, investiguemos de qué somos moralmente responsables. Es decir, ¿qué es lo que implica la obligación moral?

Comencemos eliminando aquellas cosas que no están directamente bajo la obligación moral.

La acción física en sí no es ni buena ni mala. Lo bueno o malo está en el motivo que nos llevó a mover nuestros músculos y nuestro cuerpo en determinada situación. Algunas acciones corporales son puramente reflejos. Detrás de ellas no hay ninguna elección deliberada, ni propósito alguno.

En el momento en que se hace la decisión en el corazón, se determina su carácter moral, bien sea que la persona tenga la oportunidad de llevarla a la práctica o no.

¿Cuándo se convierte un individuo en asesino? ¿Cuando mueve el gatillo, o cuándo toma la decisión de llevar a cabo el hecho? La respuesta es clara: la persona se hace culpable de asesinato en el momento en que toma la decisión (ver 1 Juan 3:15). Así lo enseño Jesús: "Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón" (Mateo 5:28).

Los sentimientos tampoco se hallan directamente bajo la obligación moral. No están directamente dentro de nuestra facultad de elección. Por esa razón, nuestra moralidad no depende de la manera como nos sentimos. Depende, sin embargo, de lo que hacemos con nuestros sentimientos (hablaremos acerca de esto más adelante).

Las dolencias mentales involuntarias y las acciones de ese mismo tipo tampoco están bajo obligación moral. Nadie es culpable de haber robado un banco por el solo hecho de que soño haberlo hecho. De igual manera, el que una persona sueñe que se hace cristiana, no la hace cristiana.

Las decisiones y acciones de las personas que no saben lo que están haciendo (los maniáticos, los bebés, los sonámbulos) no se hallan bajo responsabilidad moral. Las acciones de las personas que están en edad senil a menudo caen dentro de esta categoría.

Ahora viene la gran pregunta: ¿a qué se aplica directamente la responsabilidad moral?

La respuesta es sencilla: se aplica directamente a nuestros motivos finales, los que determinamos dentro de nosotros mismos personal y libremente y con conocimiento.

Ahora bien, todo agente moral que tenga cualquier grado de entendimiento, ha escogido un fin o propósito supremo, y vive para cumplirlo. Puesto que ha elegido ese motivo final, va eligiendo también los medios conocidos para lograr ese fin, y trabaja con eso medios.

Es cierto que podemos abandonar este fin y elegir el opuesto. Pero mientras escojamos realmente un fin en particular, no podemos negarnos deliberadamente a tratar de alcanzarlo. Elegir un fin es lo mismo que decidirnos a tratar de lograrlo por todos los medios disponibles. Negarse a ir en pos de la meta es lo mismo que abandonarla.

Así que, si realmente amamos a Dios, viviremos para El. Si nos negamos a obedecerle, es que no lo amamos.

Claro que pudiéramos experimentar ciertos sentimientos con respecto a El o hacia El. Pero éstos en sí son involuntarios y no tienen carácter moral. Nuestra moralidad no está determinada por lo que sentimos, sino por aquella cosa o aquella persona para la cual vivimos. Eso es todo.

Por ejemplo, supongamos que usted se encuentra con un amigo en el Aeropuerto Internacional O'Hare de Chicago y le dice:

--¡Hola, Miguel! Te estás alistando para otro vuelo en el DC-8, ¿eh? ¿A dónde vas está vez?

--¡Hola, Glen! Bueno, voy para Nueva York. Es muy importante que llegue cuanto antes.

--¿Para Nueva York? Y entonces, ¿por qué tu boleto es para Los Angeles?

--Bueno, Glen, lo que sucede realmente es lo siguiente: quiero ir a Nueva York. Es decir, que esa es mi meta. Allá es donde he decidido ir, y llegaré de algún modo. Pero ahora . . . ¡ay! dispénsame, Glen. Ya tengo que salir por la Puerta No. 3 para mi vuelo a Los Angeles. Te veré después.

De manera que Glen se aparta lentamente de allí, diciéndose: "Pobre Miguel. Está chiflado. Está realmente chiflado".

¿Cuál era la meta real de Miguel? Aquella para llegar a la cual estaba buscando medios, y no la que él decía tener. Creo que la idea queda clara.

Los hombres deben ser juzgados por sus motivos; esto es, por sus designios y sus intenciones. . . . Si un hombre intenta hacer el mal, aunque por casualidad nos haga el bien, no lo excusamos. . . . De la misma forma, si intenta hacernos el bien, y por casualidad nos hace el mal, no lo condenamos ni podemos hacerlo. . . . Tal vez podamos echarle la culpa por otras cosas relacionadas con el asunto. Tal vez haya acudido a ayudarnos demasiado tarde . . . pero por haber tenido una conducta sincera y, por supuesto, espontánea, y haber tratado de hacernos el bien, no es culpable. . . .

La Biblia reconoce esta verdad. 'Porque si primero hay la voluntad dispuesta', [esto es, una voluntad o intención recta], será acepta (2 Corintios 8:12). Y además: 'Porque toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás (Gálatas) 5:14). Si la intención es buena, o si hay una mente dispuesta, se acepta como obediencia. Si no hay una mente dispuesta, es decir, si no hay una intención recta, ningún acto externo es considerado como obediencia.22

En otras palabras, el motivo es lo que realmente vale delante de Dios. Si el corazón (motivo supremo) es verdaderamente recto, todo lo demás está correcto. Pero si el corazón (motivo supremo) está mal, todo lo demás está mal también.

¿Se acuerda de los fariseos? Jesús observó sus actividades religiosas, y luego las desechó todas diciendo: "Antes, hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres . . ." (Mateo 23:5). Su motivo era egoísta, y por ello todas sus acciones religiosas lo eran también.

De hecho, en 1 Corintios 13:3 se nos informa que es posible entregar todos los bienes para darles de comer a los pobres, y entregar el cuerpo para que sea quemado, y todo eso reducirse a nada ante los ojos de Dios, si el motivo no es correcto.

¿Significa eso que "el fin justifica los medios"?

Sólo en el sentido de que el fin correcto garantice que todos los medios escogidos inteligentemente serán buenos. Si el amor es el que elige el fin, también será el que escoja los medios. El fin santifica los medios. Esto es, los medios tienen que ser consecuentes con el carácter del fin. Es moralmente imposible escoger deliberadamente y con conocimiento unos medios malos para lograr un buen fin, por la simple razón de que los medios malos destruyen los fines buenos. Nadie puede hacer esto a sabiendas.

Este es un punto fundamentalmente importante. No podemos dejar de entenderlo con claridad. Así que ilustremos todo el concepto de la siguiente manera:

 

 

(Dios o el Yo)

FIN SUPREMO

DIOS (propósito, meta, objetivo) EL YO

MEDIOS

ACCIONES

 

Ejemplo: Un estudiante trabaja con el fin de obtener dinero para comprar libros, instruirse y predicar el Evangelio, para salvar almas y agradar a Dios. Otro trabaja con el fin de obtener dinero para comprar libros, instruirse y predicar el Evangelio, para asegurarse un salario y su propia comodidad y popularidad.

Ahora bien, los fines próximos, u objetivos inmediatos en estos dos casos son exactamente iguales, aunque los fines supremos o últimos sean enteramente opuestos. El fin primero o más cercano es el de obtener dinero. El siguiente es conseguir libros, y así los seguimos hasta saber cuál es su fin último. Entonces entendemos el carácter moral de lo que están haciendo. . . . El uno es egoísta, y el otro, benevolente.23

Ahora bien, antes de poder elegir los medios y actuar inteligentemente, tenemos que escoger el fin. La elección del fin es lo que pone en movimiento a la acción moral. En efecto, se puede decir que la elección de un fin último o propósito en la vida es la gran acción moral. Todas las demás emanan de ella.

Tan pronto como el agente moral ha elegido la meta final o el fin, la voluntad abraza inmediatamente todos los medios conocidos para lograrlo, y genera acciones que estén en conformidad con él. Esto es inevitable. La elección de un objetivo supremo pone automáticamente al agente moral en movimiento hacia el logro de ese objetivo. Notemos por favor, que se dijo la elección de un objetivo supremo; no se trata del simple reconocimiento, la admiración o el deseo de ese objetivo.

Los sistemas fluviales son una buena ilustración. Cada gota de agua halla su camino hacia un riachuelo; cada riachuelo marcha hacia un arroyo más grande; cada arroyo va hacia un río tributario y el tributario entra en la corrienta del río principal. Finalmente, todo pasa por la boca del poderoso río hacia su fin o meta: el océano.

La elección se desarrolla en la misma forma. Toda elección inteligente y significativa contribuye directa o indirectamente al logro del fin último que se ha propuesto el agente moral.

Sólo hay dos fines últimos entre los cuales elegir. El uno es "el supremo bienestar de Dios y el universo"; es decir, Dios primero, y nuestro prójimo como nosotros mismos. El otro es el yo. No hay otra alternativa; no hay plano intermedio ni esquina neutral. Como objetos últimos, los dos se excluyen mutuamente; son antitéticos, antagónicos.

De modo que, si Jesucristo no está ocupando el primer lugar en su corazón, se debe a una sola razón: el yo ha usurpado el trono y está gobernando allí.

Todo esto es muy simple y evidente en sí mismo. La obligación moral se aplica directamente sólo a la elección o la motivación que son producto de un libre albedrío.

Si eso es cierto, y lo es, entonces la obligación moral se aplica indirectamente a todo aquello que es controlado de alguna manera por el libre albedrío; a todo aquello que es expresión o resultado del libre albedrío.

Por esta razón, la ley moral exige buenos pensamientos, buenas acciones y hasta buenos sentimientos. Eso es lo que produce un corazón recto en circunstancias normales.

Por otra parte, si los pensamientos, las acciones y aun los sentimientos que parecen ser buenos y justos proceden de un motivo final egoísta, no hay virtud real en ellos.

Los pecadores hacen externamente muchas cosas que exige la ley de Dios. A menos que la intención decida el carácter de estos hechos, tienen que ser considerados como realmente virtuosos. Pero cuando se halla que la intención es egoísta, entonces hay seguridad de que son pecaminosos. . . .

La obligación moral se extiende entonces indirectamente a todo lo que nos rodea, y sobre lo cual la voluntad tenga control directo o indirecto.

Hablamos de los pensamientos, los sentimientos y las acciones como puros o impuros. Con esto, sin embargo, lo que todos los hombres quieren decir realmente es que el agente es puro o impuro, digno de alabanza o digno de culpa en sus hábitos y acciones, porque los consideran como procedentes del estado o actitud de la voluntad.24

El carácter del fin determina el carácter de los medios y de las acciones. Los medios y las acciones son buenos, sólo si el fin es bueno. El corazón, o motivo, es lo que vale delante de Dios. Esto se verá más claro y más signifacativo en la medida en que procedamos a aplicar este principio a la vida diaria.

Por ahora, lo importante es destacar que el carácter moral comienza con la elección del fin, y no con la elección de los medios ni de las acciones. No luchamos con nuestras propias fuerzas para actuar bien a fin de asegurar que haya ciertas condiciones y medios con la esperanza de alcanzar un buen fin.

¡Nunca! Eso es legalismo; obras. Comenzamos por el fin correcto. Esta es la decisión que está comprendida en el verdadero arrepentimiento. Es la elección de la fe salvadora.

Por la fe, aceptamos a Jesucristo como nuestro Salvador personal y Señor. Luego, de este compromiso de fe fluye por amor una vida entera de decisiones alegres y bien dispuestas a hacer lo que le agrada a El y lo que promueve el supremo bien.

Esta es "la fe que obra por el amor" (Gálatas 5:6).

 

Capítulo 5

¿Para qué vale la pena vivir en realidad?

Los cristianos genuinos están motivados por los más altos valores posibles. El amor a Dios y a los demás demanda la plena entrega de todo su ser y los motiva al desarrollo y al empleo de todo su potencial. La más alta felicidad para Dios y el mayor bien para toda la humanidad: estos son los valores para los cuales vale le pena vivir. Estos son los valores que buscan todos los verdaderos creyentes en Cristo, y que constituyen la base de toda la moralidad.

Pero hay mucho de lo que se llama "religión" y "moralidad" que realmente no se reduce a otra cosa que a atajos; son desvíos que conducen hacia atrás, para desembocar finalmente en el yo. Sólo son sistemas de deberes religiosos, esfuerzos agotadores para hace "lo bueno", o para obedecer las normas de la iglesia, para aumentar nuestro "crédito" moral.

Tales sistemas son cortocircuitos, y la religión de cortocircuito deja a la persona en la oscuridad.

En este capítulo examinaremos la verdadera base o fundamento de la obligación moral. Para cada uno de nosotros es de vital importancia entender claramente a qué metas nos exige que apuntemos la ley moral, y cuál ha de ser nuestra gran meta final o valor definitivo en la vida.

Examinemos primero algunos errores en los cuales caen muchas personas. Después, pasaremos a definir el verdadero fundamento de la obligación moral.

Habrá notado que Finney utiliza frecuentemente la palabra "intrínseco". Intrínseco significa "en sí mismo, dentro de sí". De modo que algo que sea intrínsecamente valioso, es valioso en sí mismo. No es valioso porque sea escaso ni porque tenga demanda, sino porque tiene un valor que se halla dentro de su propia naturaleza.

También habrá notado que Finney utiliza la palabra "intención". Sin embargo, no usa esa palabra en el sentido popular de cuando hablamos de buenas intenciones, ni en el sentido que tiene la expresión: "Tengo la intención de hacerlo algún día". Más bien, utiliza esta palabra con el sentido de una elección actual, presente e inmediata. Debemos tener en cuenta esta definición.

Ahora, leamos lo que dice Finney acerca del fundamento de la obligación moral:

La base de la obligación, por lo tanto, es aquella razón o consideración intrínseca en un objeto, o que pertenece a la naturaleza del mismo, que necesita la afirmación racional de que debe ser escogido por sí mismo.

El bienestar de Dios y del universo. . . es intrínsecamente importante o valioso, y todos los agentes morales están en la obligación de elegirlo por sí mismo. La consagración total, universal e ininterrumpida a este fin. . . es el deber de todos los agentes morales.

El fin último de Dios en todo lo que hace u omite es el supremo bienestar propio y del universo. . . . Todos los agentes morales deben tener el mismo fin, y éste comprende todo su deber.

Así, se hace evidente por sí mismo que la moralidad pertenece a la intención final, y que le carácter de un hombre es igual al fin para el cual vive, se mueve y existe.

Procedamos a examinar las diversas teorías conflictivas sobre las bases de la obligación moral.

1. LA VOLUNTAD DE DIOS COMO LA BASE DE LA OBLIGACIÓN

Consideraré primero la teoría de aquellos que sostienen que. . . la soberana voluntad de Dios no sólo revela e impone la obligación, sino que también la crea. A esto respondo:

¿Obligación de hacer qué? Bueno, de amar a Dios y a nuestro prójimo. . . . ¿Es la voluntad de Dios la que crea esta obligación? ¿No estuviéramos bajo tal obligación si El no lo hubiera ordenado? ¿Debemos querer este bien, no por el propio valor que tiene para Dios y para nuestro prójimo, sino porque Dios nos lo ordena?

Si es cierto que la voluntad de Dios crea por sí misma la obligación, y no sólo la revela, entonces esa voluntad, y no el interés ni el bienestar de Dios, es la que debe ser elegida en consideración a ella misma, y debe ser el gran fin de la vida.

La razón en realidad, nos confirma que debemos querer aquello que Dios nos ordena, pero no considera su voluntad, ni puede considerarla como el fundamento de la obligación. . . . Dios me exige que trabaje y ore por la salvación de las almas. . . . Ahora bien, yo considero necesariamente su mandamiento como obligatorio; no como una exigencia arbitraria, sino como un mandamiento que revela infaliblemente los verdaderos medios y condiciones para lograr el fin grande y último, que debo desear por su propio valor intrínseco.25

La voluntad de Dios es siempre que lo amemos a El por encima de todo, y a los demás como a nosotros mismos, basados en el valor de su supremo bien y del bien de los demás.

Sin embargo, cuando una persona llega a convencerse de que la voluntad de Dios es un fin en sí misma, y no un medio para llegar al fin, el resultado es el fanatismo. Cualquier código de ética basado en esta premisa, llega a desprenderse completamente de los valores reales y prácticos.

Las Cruzadas nos ofrecen en ejemplo clásico. Tan pronto como se convencieron de que era la voluntad de Dios "rescatar el santo sepulcro", los cruzados sintieron que estaba perfectamente justificado matar a cualquiera que se les atravesara en el camino. Otro ejemplo es el fatalismo musulmán. La declaración: Alá lo quiere", llega a ser una excusa para toda clase de males y necedades.

La voluntad de Dios no es en sí misma un fin al cual todos los intereses, humanos y divinos, deban ser sacrificados. Más bien, la voluntad de Dios debe ser comprendida siempre como el curso de acción cuyo resultado es el supremo bien práctico para Dios y para el hombre, y por esa razón es la voluntad de Dios.

De modo que, las personas que se esfuerzan por "hacer la voluntad de Dios" sin tener un amor real hacia El y hacia los demás, engañan. En realidad, sólo están tratando de conseguir una razón moral para la gratificación de sus pasiones y ambiciones. No toman en consideración en realidad el bien que hacer de verdad la voluntad de Dios significaría para El y para los demás.

2. LA TEORÍA DEL INTERES PROPIO, PROPUESTA POR PALEY

Está teoría . . . considera que el interés propio es la base de la obligación moral. Sobre esta teoría, observo lo siguiente:

Si el interés propio fuera la base de la obligación moral, . . . para ser virtuoso, tengo que intentar en todo caso que mi propio interés sea el supremo bien.

Según esta hipótesis, debo considerar supremamente valioso mi propio interés siendo así que es infinitamente menos valioso que los intereses de Dios.

Con esto basta; no podemos dejar de comprender que esta filosofía es egoísta, y que es precisamente lo opuesto a la verdad de Dios.26

Sí, ciertamente; esta es una filosofía popular hoy. Es la que afirma que hay que "vivir y dejar vivir". Lo oímos cada vez que alguien nos dice: "Yo simplemente dejo a los demás en paz y me ocupo de mis propios asuntos. No me meto con ellos, y ellos no se meten conmigo."

Lo que quieren decir es lo siguiente: "Yo vivo para mí mismo, y tú vives para ti mismo; tratemos de no interferir el uno en el camino del otro".

Cada cual se preocupa sólo por sí mismo y por lo que en alguna forma esté relacionado con él mismo.

En eso no hay amor.

3. LA FILOSOFÍA UTILITARISTA

Esta sostiene . . . que la tendencia de un acto, decisión o intento por lograr un fin bueno o valioso es el fundamento de la obligación de tomar esa decisión o intención. Sobre esta teoría, digo lo siguiente:

La tendencia es valiosa, o no lo es; al igual que el fin es valioso, o no lo es.

Una decisión es obligatoria porque tiende a asegurar el bien. ¿Pero por qué asegurar el bien y no el mal? La respuesta es la siguiente: Porque el bien es valioso. ¡Ah! Entonces tenemos aquí otra razón, la razón que tiene que ser cierta; es decir, el valor del bien que la elección tiende a asegurar.

La obligación de usar medios puede y tiene que estar condicionada a la tendencia percibida, pero nunca ha de estar fundada en esta tendencia. . . . El fin tiene que ser intrínsecamente valioso, y sólo es esto lo que impone la obligación de elegir ese fin y de usar los medios para promoverlo.27

La filosofía utilitaria es el molino de las "buenas obras". Siempre está acumulando "créditos" morales. ¿Ha hecho la buena obra del día de hoy? ¡No deje que se hunda su propia imagen!

4. LA TEORÍA DEL BIEN COMO FUNDAMENTO DE LA OBLIGACIÓN

La ley de Dios no nos exige, ni puede exigirnos, que amemos al bien más que a Dios y a nuestro prójimo. ¡Que! ¿Hay algún bien de mayor valor que el supremo bienestar de Dios y del universo? ¡Imposible!

Cuando oramos, predicamos o conversamos, ¿tenemos que apuntar hacia el bien? ¿Ha de ser el amor a lo recto lo que nos mueva, y no el amor a Dios y a las almas? . . . ¿Entregó Dios a su Hijo para que muriera por el bien, por amor al bien, o para que muriera . . . por amor a . . . las almas?

La filosofía que considera constantemente al bien como fundamento de la obligación, es una filosofía sin Dios, sin Cristo y sin amor. 'Haz el bien por amor al bien mismo. . . .' Ahora bien, cuando adopta este principio, la mente . . . descubre que Dios y el ser existen y le parece recto intentar el bien de ellos. . . . ¿Pero . . . debemos querer el bienestar de ellos como fin, y por amor al mismo fin, o sólo porque es bueno? Si queremos ese bienestar por su propio bien, entonces, ¿dónde queda lo máximo: 'Desea el bien por amor al bien mismo'?28

Este sistema es lo opuesto al utilitarismo. Aquí es donde millones de personas se engañan. Se esfuerzan por hacer lo "bueno", pensando que ésa es la verdadera religión y la verdadera moralidad.

No obstante, cuando les pedimos que rindan su corazón a Dios, ¿qué responden?

"Bueno, yo trato de hacer el bien. Pago mis deudas. Hago lo posible por tratar bien a mi familia y a mi prójimo. Trato de llevar una vida pura y buena".

Siempre están tratando de buscar algo que los haga sentirse "buenos", y entretanto, el yo está entronizado en su corazón. Ni una vez son motivados por un amor verdadero a Dios y a la humanidad. Simplemente luchan por ser "buenos". Y cuando se sienten "buenos", a menudo se complacen en juzgar a los demás. Eso los hace sentirse justos, y refuerza su propia imagen moral. El mundo los califica como "buenos", y la iglesia a menudo los acepta como cristianos. ¡Almas ilusas!

5. LAS TENDENCIAS PRACTICAS DE LAS DIVERSAS TEORÍAS

Comenzaré con la teoría que considera la voluntad soberana de Dios como fundamento de la obligación moral. El resultado lógico y necesario de esta teoría es una concepción totalmente errónea tanto de la personalidad de Dios como de la naturaleza y el designio de su gobierno. Si la voluntad de Dios es el fundamento de la obligación moral, se deduce que El es un soberano arbitrario. . . . Pero si su voluntad está bajo la ley de su razón, . . . entonces no es esa voluntad el fundamento de la obligación moral, sino aquellas razones son reveladas por la inteligencia divina. . .

Hay base para la perfecta confianza, el amor y la sumisión a su divina voluntad en todas las cosas. . . . Su voluntad es ley . . . en el sentido de que es una revelación, tanto del fin que debemos buscar como de los medios por los cuales puede lograrse ese fin.

Ahora le daré un vistazo a los resultados legítimos de la teoría de la escuela egoísta.

Tiende directa e inevitablemente a la confirmación y al despotismo del pecado en el alma. Todo pecado . . . se resuelve en un espíritu de búsqueda de lo propio. . . . Esta filosofía presenta este espíritu como una virtud, y sólo exige que, en nuestro esfuerzo por buscar nuestra propia felicidad, no interfiramos en los derechos de los demás, que también buscan la suya . . . . ¿Qué? No necesito preocuparme positivamente por la felicidad de mi prójimo; . . . sin embargo, debo tener el cuidado de no obstaculizarla. ¿Por qué? Porque intrínsecamente, es tan valiosa como la mía.

Consecuencias prácticas y tendencias de la filosofía que señala el bien como base de la obligación.

Teniendo . . . en mente una ley del bien como algo distinto a la benevolencia, y tal vez opuesto a ella, ¿a qué conducta espantosa no pudiera conducirnos esta filosofía? En realidad, ésta es la ley del fanatismo.

Pone a los hombres a buscar una abstracción filosófica como fin supremo de la vida, en vez de perseguir la realidad concreta del supremo bienestar de Dios y del universo.

Finalmente, llego a la consideración de los resultados prácticos de la que yo considero que es la verdadera teoría sobre el fundamento de la obligación moral; es decir, que la naturaleza intrínseca y el valor del bien supremo de Dios y del universo constituyen el único fundamento de esa obligación moral.

Si esto es cierto, todo el tema de la obligación moral es perfectamente sencillo e inteligible.

Todo agente moral sabe, en todos los casos posibles, lo que es bueno, y nunca puede equivocarse con respecto a su deber real.

Su deber es querer este fin, con todas las condiciones y los medios conocidos para lograrlo.

Multitudes de personas que profesan ser cristianas parecen no tener idea de que la benevolencia constituye la verdadera religión; de que ninguna otra cosa la constituye. Tampoco parecen saber que el egoísmo es pecado, y que es completamente incompatible con la religión. Continúan viviendo para complacerse a sí mismas y sueñan con el cielo.29

Ningún código de conducta o sistema de ética que deje el alma bajo el control del egoísmo es moralidad auténtica. Ningún credo que no quebrante el poder del egoísmo en el corazón es verdadera religión.

Jesús dijo: "Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres" (Juan 8:32). Si la religión de una persona no quebranta las cadenas del pecado en su corazón, no puede ser la verdad, porque la verdad siempre libera al alma del poder del pecado.

Consideremos dos ilustraciones que deben ayudarnos a clarificar este punto. He aquí la primera:

 

EL YO

 

 

 

 

LA VOLUNTAD DE DIOS

("Religión" sin amor)

LA UTILIDAD

(obras)

EL BIEN Y EL DEBER
(La llamada "moralidad" o "principios")

Al comienzo de este capítulo, afirmaba que mucha de la llamada "religión" y "moralidad" no pasa de ser otra cosa que atajos, desvíos que finalmente conducen de regreso hacia el yo. Confío que ya tenga una idea mejor en cuanto al porqué. El verdadero fundamento o razón de la obligación moral es la felicidad suprema de Dios y de su creación. La felicidad de Dios es supremamente valiosa; por tanto, estamos moralmente obligados a colocarla en primer lugar en nuestro sistema personal de valores. Vivir en primer lugar para cualquier otra casa, es no vivir para Dios primero; es colocar algo que tiene una relación final con el yo por delante de Dios; eso es pecado.

¿Qué se debe decir con respecto al individuo "religioso" que tiene en cuenta la voluntad de Dios sólo por temor a las consecuencias, pero no por amor a Dios? Sólo puede haber una respuesta: en su corazón, ese individuo es un hipócrita. No quiere ofender a Dios, porque quiere que Dios haga muchas cosas a favor de él. Quiere sentir que Dios está a su lado. Pero no tiene el amor de Dios en sí. Servir a Dios sólo por razones egoístas, tiene que ser terriblemente tedioso. Para el que no ama a Jesús, ser religioso es un trabajo rutinario y aburrido.

Lo mismo es cierto con respecto a los utilitaristas, esas personas que siempre están ocupadas en hacer "el bien" y promover "la causa". Su "moralidad" consiste en la cantidad, y no en la calidad. Se esfuerzan por lograr altas cuotas; una productividad mayor. Están siempre ocupadas en las buenas causas, siempre "comprometidas en el servicio". Eso les es "muy satisfactorio" y las hace sentirse bien.

Sin embargo, si les preguntamos por qué son tan activas, se ponen intranquilas, y a menudo se colocan a la defensiva, porque en sus corazones saben que no están motivadas por un amor verdadero a Dios y al hombre.

Jesús digo: "Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad" (Mateo 7:22, 23).

Por fin, consideremos lo que nos dice 1 Corintios 13. Ese gran capítulo del amor nos enseña que es posible dar todos nuestros bienes para alimentar a los pobres, y aun entregar nuestro cuerpo para que sea quemado, sin que estemos motivados por el amor.

Las obras motivadas por la gratificación personal no tienen ningún valor moral.

El que considera que el bien es la base de la obligación, siempre está apegado a la letra de la ley, sin tener en cuenta si le hace bien a Dios o a alguna otra persona.

En la Biblia, el primer ejemplo de esta clase lo constituyen los fariseos. Jesús sanó al cojo y le dijo que se llevara el lecho a su casa. Los fariseos, sin embargo, se quejaron de que estaba cargando el lecho en sábado. En su deformada moralidad, estaba mal que Jesús sanara en sábado, pero estaba perfectamente "bien" que ellos planearan la muerte de Jesús en sábado.

Jesús resumió toda la actividad religiosa de ellos, para luego desecharla, cuando dijo: "Antes, hacen todas sus obras para ser vistos de los hombres . . ." (Mateo 23:5).

En otras palabras, su motivación era incorrecta, y cuando ésta es incorrecta, todo es incorrecto. Todo lo que hacían: su oración, su ayuno, sus diezmos, sólo eran medios para lograr un fin último egoísta: ser vistos de los hombres.

Los que consideran el bien como base de la obligación moral están motivados por una preocupación por el "bien" que los satisface a ellos mismo, y no por un amor real a Dios y al hombre. Si las personas sólo creen y hacen "lo bueno", quedan satisfechas. Su posición a favor de "lo bueno" los mantiene en buenas relaciones con la iglesia y la comunidad, y refuerza su esperanza de hallarse en el camino al cielo.

No hay buenas obras, ni opiniones correctas, ni credos firmes, ni sentimientos fervientes que puedan ser morales ni cristianos, ni siquiera en el grado más ínfimo, mientras la voluntad no esté rendida a Dios.

Pero veamos otra ilustración:

 

DIOS PRIMERO

El prójimo como nosotros mismos

 

 

 

 

LA VOLUNTAD DE DIOS
LA UTILIDAD
EL BIEN Y EL DEBER

 

¡Ahora todo está claro! Cuando volvemos nuestro corazón hacia Dios y lo amamos en primer lugar, y a los demás como a nosotros mismos, la voluntad de Dios llega a ser nuestro deleite, como medio indispensable para glorificarlo; el servicio activo fluye libre y alegremente, y por primera vez estamos verdaderamente en lo cierto.

En vez de ser objetivas en sí mismas, todas estas cosas, y otras por el estilo, se convierten en medios y condiciones para promover el gran fin, la gran meta de todo corazón amante de la verdad: el supremo bienestar de Dios y de sus criaturas.

En realidad, así es de sencillo. El amor es la base de todo.

Sin embargo, muchas personas piensan que pueden ser un poco buenas y un poco malas al mismo tiempo. ¿Es posible esto? ¿Hay cierta cantidad de bondad y cierta cantidad de maldad mezcladas en todos nosotros? ¿Podemos ser parcialmente santos y parcialmente pecadores al mismo tiempo?

Ese es nuestro siguiente tema.

 

Capítulo 6

No Podemos Marchar en direcciones opuestas al mismo tiempo

Recuerdo que una vez oí la historia de un muchacho recién convertido al Evangelio, a quien se le preguntó como le iba en la vida cristiana. El muchacho respondió que había dos perros peleando dentro de él: uno era bueno y el otro malo. Cuando se le preguntó cuál de los dos ganaba la pelea, contestó: "Aquél al que y incito".

Mientras estemos en este mundo, estaremos sujetos a las tentaciones. La Biblia dice eso terminantemente. Pero las tentaciones no son pecados. Sólo son invitaciones a pecar. Nuestra moralidad depende de si aceptamos tales invitaciones o las rechazamos.

Como somos agentes morales libres, podemos elegir, y en efecto, elegimos un fin último. Pero al abrazar un fin supremo o meta, rechazamos el opuesto. No podemos elegir las dos cosas al mismo tiempo. No podemos salir de Chicago y dirigirnos a Los Angeles y a Nueva York al mismo tiempo, como quiso hacerlo el joven de que hablamos antes.

Jesús dijo: "Ninguno puede servir a dos señores . . . " (Mateo 6:24). Siempre existe la posibilidad de cambiar de señor, y a menudo existe la tentación de hacerlo; pero no podemos servir a los dos al mismo tiempo.

La obediencia no puede ser parcial en el sentido de que el sujeto pueda siempre obedecer y desobedecer al mismo tiempo.

Si, por ejemplo, el alma escoge como fin último el supremo bienestar de Dios y del universo, no puede, mientras que continúe firme en la elección de tal fin, usar o elegir los medios para lograr cualquier otro fin. . . . La única elección posible que es inconsistente con este fin, es la elección de otro fin último.30

El término "elección" en este caso significa elección inteligente: la que se hace con entendimiento.

Todos cometemos muchos errores por ignorancia, en aspectos en los que no tenemos suficiente comprensión. Podemos amar a Dios en forma suprema y pura y, sin embargo, hacer por ignorancia cosas que no estén en conformidad con su interés supremo. Pero a medida que crecemos en la gracia y en el conocimiento, vamos viviendo para Dios de una manera más inteligente y efectiva, y yo añadiría que más feliz.

Notemos que progresamos en obediencia, y no hacia la obediencia. La obediencia hay que profesarla con todo el corazón; es decir, tiene que ser honesta; de lo contrario no es obediencia en absoluto. Si es de todo corazón; esto es, si es sincera, es plena. Pero si no lo es, no es obediencia. Es hipocresía. Jesús dijo: " . . . el que conmigo no recoge, desparrama" (Mateo 12:30).

Por lo tanto, la meta final de una persona se evidencia en los medios que utiliza. Aunque el hombre de Chicago le diga a usted que su meta es ir a Nueva York, y que en realidad quiere estar allá, usted entiende que su meta real está en Los Angeles. ¿Por qué? Porque está usando a sabiendas los medios para llegar a Los Angeles (comprando su boleto para Los Angeles, haciendo reservaciones allí, etc.).

Nadie puede escoger un fin último y al mismo tiempo, a sabiendas, elegir medios que obren en contra de ese fin y a favor del fin opuesta. La elección de un fin necesita la de los medios conocidos para lograrlo.

Cuando utilizamos a sabiendas unos medios para llegar a un fin particular, ese es el fin que escogemos realmente mientras continúe la elección deliberada de medios para lograrlo.

Así que, si decimos que estamos viviendo en el Espíritu, pero estamos viviendo deliberadamente en la carne, nos engañamos a nosotros mismos.

"¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo? (Lucas 6:46). "Si me amáis, guardad mis mandamientos" (Juan 14:15). "Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad" (1 Juan 1:6).

"Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu" (Romanos 8:5). "Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis" (Gálatas 5:16,17).

Alguien preguntará: "¿No puedo amar realmente a Dios sin la presión de sentirme 'totalmente dedicado' a El todo el tiempo?"

Bueno, ¿cuánta es la "dedicación" que produce el amor? En primer lugar, no puede producir una cantidad de dedicación igual al valor real de Dios, porque éste es infinito. Ningún simple mortal puede estar infinitamente dedicado.

Recordemos que la obligación moral sólo llega hasta donde llega el entendimiento. Eso significa, por lo tanto, que su entrega a Jesucristo puede y debe llegar hasta el punto en que El sea real y precioso para usted. El amor no puede hacer más, pero tampoco puede hacer menos. Cuando Jesús llegue a ser más real y precioso para usted, su compromiso y su entrega crecerán. Lo mismo es cierto con respecto a su servicio en favor de los demás, su dedicación a ganar las almas perdidas, etc. Un incremento en la visión espiritual produce en incremento en la dedicación.

No trate usted de ser "dedicado" sólo por un sentido del deber, cuando no vea el valor de aquello por lo cual está trabajando. Eso es legalismo. Lo desgastará y hará que arrastre su vida cristiana desdichadamente. En vez de ello, acérquese a Dios; dedíquese a estudiar su Palabra; " . . . Alzad vuestros ojos y mirad los campos . . ." (Juan 4:35). En otras palabras, dele a Dios la oportunidad de hacerse más real para usted, de mostrarle el valor de las almas, etc. El amor producirá en forma natural la cantidad de dedicación correspondiente que sea necesaria.

La ley moral no exige que usted viva al borde del agotamiento. Eso es contraproducente. Lo que le exige es amar a Dios con todo su corazón y a su prójimo como a usted mismo, en lo cual se incluye el use de la energía, el tiempo y los recursos que honradamente crea que a largo plazo producirían el bien óptimo.

Por otra parte, usted no ama verdaderamente a Dios, si no está viviendo en conformidad con lo que sabe que El merece recibir de usted. Eso no es amor, sino egoísmo, y estas dos cosas no se mezclan.

O sea, que nadie puede ser parcialmente santo y parcialmente pecador al mismo tiempo. El pecado es una unidad: la elección de la gratificación de sí mismo como fin supremo de la vida, incluyendo la elección de todos los medios necesarios conocidos para lograr ese fin. La santidad o moralidad también es una unidad: la elección del supremo bienestar de Dios y de los demás como fin supremo de la vida, incluyendo la elección de los medios necesarios para lograr ese fin.

Para decirlo de otro modo, la acción moral se presenta en dos paquetes completos. Cada paquete lo contiene todo: el fin supremo, los medios necesarios y las acciones que han de realizarse para lograr ese fin. Uno de los paquetes tiene esta etiqueta: "amor"; el otro tiene la siguiente: "egoísmo".

Los dos sistemas de elección son mutualmente exclusivos y antagónicos. No se mezclan, ni se cruzan, ni coexisten.

La elección del fin determina la elección de los medios conocidos, y la elección de dichos medios revela el fin y la realidad para la cual vivimos. El corazón determina la vida, y la vida revela el corazón.

La virtud consiste en querer todo bien en conformidad con el valor relativo que se percibe en él, y . . . nada menos que esto es virtud. . . . Hablar, por tanto, de una virtud . . . de buena clase, pero de grado deficiente, es pura necedad. Es tan absurdo como hablar de una santidad pecaminosa, una justicia injusta, una rectitud no recta, una pureza impura, una perfección imperfecta, o una obediencia desobediente.31

Nuestra obligación moral total el la de amar a Dios por sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos, con todo el entendimiento que tenemos y podemos obtener. Dios no requiere nada más que esto, pero no puede requerir nada menos tampoco. No podemos hacer ni más ni menos, para seguir siendo cristianos. El asunto es así de sencillo.

Alguien preguntará: "¿Pero, puede mi corazón estar bien con Dios mientras siento todos estos deseos en mis emociones?" Finney comenta lo siguiente con respecto al cristiano:

Por circunstancias que están fuera de control, pueden llegar a existir en la mente emociones contrarias a sus intenciones; sin embargo, de ordinario éstas pueden desvanecerse mediante la disposición a apartar la atención de los objetos que las producen. Si esto se hace tan pronto . . . sea posible, . . . no hay pecado. Si no se hace tan pronto como . . . sea posible . . . la intención no es la que debiera ser.32

La disciplina de las emociones es un tema importante. En este punto, sin embargo, lo que debemos destacar es que la verdadera religión, la verdadera moralidad, no tiene que ver con lo que sentimos, sino con aquello para lo cual vivimos.

La siguiente pregunta es muy importante:

¿Deja un cristiano de ser cristiano cada vez que comete un pecado?

Respondo: cada vez que peca, en ese tiempo tiene que dejar de ser santo. . . . Tiene que quedar bajo sentencia según la ley de Dios. . . . Si se dice que el precepto sigue siendo obligatorio para él, pero que, con respecto al cristiano, la sentencia queda cancelada para siempre, replico que abrogar (cancelar) la sentencia, equivale a rechazar el precepto, pues un precepto sin sentencia no es ley, sino sólo un consejo o recomendación. El cristiano, por tanto, no es justificado sino cuando obedece, y tiene que ser condenado cuando desobedece. . . . Mientras no se arrepienta, no puede ser perdonado.33

El cristiano que peca, sin embargo, es diferente a la persona que nunca ha sido salva, en dos formas importantes.

En primer lugar, el cristiano que peca está bajo un pacto de disciplina (ver Hebreos 12:5-11). Dios ha depositado una tremenda cantidad de gracia en ese cristiano, y no va a dejarlo que se vaya, sin hacer todo lo sabiamente posible para llevarlo al arrepentimiento.

Mi padre nunca castigó a los hijos de los vecinos. Pero si yo me escapaba para hacer lo que ellos hacían, por supuesto que me ganaba el castigo. Siempre se preocupaba más de mi conducta que de la de ellos. Eso se debía a que era mi padre.

Así es nuestro Padre celestial. En 1 Corintios 11:32 se nos dice que somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo. Creo que comprendemos ese mensaje.

Supongamos que soy arrestado por un crimen, y mi padre es el juez. ¿Puede suspender justamente la sentencia por el solo hecho de que yo sea su hijo? Creo que al punto queda claro.

En segundo lugar, el cristiano que peca siente que su comunión con Dios se ha quebrantado, de una manera mucho más profunda que el pecador que nunca ha tenido una comunión real con El.

Cuando yo era un muchacho, durante mi etapa de crecimiento, si nuestro vecino, el señor Mathis, se molestaba conmigo, no me preocupaba mucho. Pero si era mi padre el que se molestaba, la cosa era diferente. Nuestra comunión real se interrumpía. No me le podía enfrentar. No podía acudir a él con alegría para decirle: "¡Hola, papá; vamos a pescar!"

Cuando las cosas estaban mal entre él y yo, no podía soportarlo. Tenía que arreglarlas.

Cristiano, si usted peca, sabe que lo ha hecho. Pierde el gozo. Echa de menos aquella paz que tenía y pierde aquella dulce y tierna comunión con el Padre. ¡Cuánto suspira por tenerla de nuevo! Las cosas andan mal entre el Padre y usted, y usted no puede soportarlo. Tiene que arreglarlas!

Pero si no las arregla; si se niega a ello, si continúa con el corazón endurecido, triturando los tiernos sentimientos que tan cuidadosamente fueron alimentados una vez, estará perdido.

No podrá decirle en aquel día: "Pero, Padre, yo nací de nuevo. Soy tu hijo". Tristemente, el Padre se retirará, luego de haber entregado el juicio al Hijo (Juan 5:22), y usted tendrá que recibir la sentencia de la mano que tiene la cicatriz del clavo, de Aquel cuya sangre usted no quiso aceptar para su purificación, de Aquel a quien usted crucificó de nuevo y expuso al vituperio.

¿Puede un hombre nacer de nuevo y luego volver al estado del que no ha nacido?

Respondo: . . . Nadie sostendrá que esto es imposible, excepto aquellos que se aferran a una regeneración física. Si la regeneración consiste en un cambio en . . . la intención final, como más tarde veremos que es, es claro que un individuo puede nacer de nuevo, y luego dejar de ser virtuoso.34

La mayoría de las personas que tienen dificultad para entender este punto, llegan a confundirse porque, como Nicodemo, no comprenden que el nuevo nacimiento es un cambio moral, no físico, ni metafísico. El nuevo nacimiento es un cambio del objetivo supremo que se persigue, y da como resultado una completa revolución en toda la vida. Tal cambio no exige que se cambie "nada" por dentro de nosotros. No es cambio en la esencia del cuerpo, del alma o del espíritu. Es un cambio de objetivo, y por su misma naturaleza, los objetivos pueden ser cambiados más de una vez.

¿Puede haber algo que se llame fe débil, amor débil, o arrepentimiento débil?

Respondo: Si se trata de algo comparativamente débil, . . . sí. Pero si se trata de débil en un sentido tal que sea pecaminoso, no.

La incredulidad . . . es el rechazo de la verdad percibida. La fe es la recepción de esa verdad. Por lo tanto, la fe y la incredulidad son opuestas en sus decisiones, y no hay posibilidad de que lleguen a coexistir.

Para que la fe sea real, tiene que ser igual a la compresión que tenemos.35

Nuestra entrega a la verdad no puede ser más fuerte que la comprensión que tengamos de ella. La fe no puede ir más allá del entendimiento.

Nuestra fe es débil si no conocemos la Palabra de Dios. Nuestro amor hacia Jesús es débil, si no le permitimos llegar a ser tan real para nosotros como El quiere. Nuestra carga de responsabilidad en favor de las almas perdidas no será tan grande como debiera serlo, a menos que "miremos los campos" (Juan 4:35). El arrepentimiento y la fe de un pecador serán débiles, si éste no ve claramente la culpa de su pecado ni el poder de Cristo para salvarlo.

Pero en todos estos casos, la fe, el amor y el arrepentimiento son reales. El cristiano débil no tiene mucha comprensión, pero vive en conformidad con la luz que posee. No hay rechazo de la luz, porque entonces no habría fe, ni amor, ni arrepentimiento.

En la medida en que crezca la comprensión, crecerá también el creyente. A medida que se alimenta de la Palabra de Dios, su fe crece. Mientras el Espíritu Santo va haciendo a Jesús más real y precioso para él, va creciendo el amor del creyente hacia su Salvador. Está es la santificación. Es el progreso en santidad, pero no el progreso hacia la santidad.

La teoría que sostiene el carácter mixto de las acciones morales es eminentemente peligrosa, puesto que lleva a suponer que . . . hay algo de santidad en la persona, mientras que está cometiendo pecado a sabiendas.

Lleva a quienes la apoyan a establecer una norma de conversión a regeneración sumamente baja. . . . Difícilmente puede haber un error más peligroso que afirmar que, aunque estamos conscientes de que el pecado está presente en nosotros, somos, o podemos ser aceptos delante de Dios.

La obediencia a la ley moral sólo puede ser parcial en el sentido de que puede ser intermitente. Es decir, el sujeto puede obedecer algunas veces, y otras, desobedecer. . . . Lo uno y lo otro puede sucederse un número indefinido de veces, pero nunca podrán coexistir.36

Nadie tiene la obligación de pecar. La victoria sobre el pecado es norma para el cristiano. En efecto, ser cristiano significa vencer permanentemente el pecado: " . . . todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado." (1 Juan 5:18).

Ser cristiano significa ser puro de corazón y ser justificado delante de Dios por la fe. "Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia" (Romanos 6:14).

Esto no significa que le cristiano no está expuesto a pecar. Cristo puede guardarnos del pecado, si se lo permitimos. Pero si pecamos, El es nuestro Sumo Sacerdote lleno de misericordia para perdonarnos, si nos arrepentimos y confiamos en El (ver 1 Juan 2:1).

¿Pero, qué diremos del cristiano que comete un pecado? ¿Está perdido a causa de ese pecado? ¿Se irá al infierno por un solo pecado?

Ante todo, aclaremos unas cuantas cosas.

En primer lugar, los verdaderos cristianos no pecan tanto o tan a menudo como algunas personas pudieran pensar. La idea de que los creyentes en Cristo "pecamos todos los días", simplemente no es cierta.

No son pecados las equivocaciones sinceras, los errores de criterio, las tentaciones, ni el mal humor.

Debemos tener el cuidado de no utilizar el término "pecado" con demasiada ligereza, aplicándolo a cosas que no son violaciones de la ley moral. Si lo aplicamos a cosas que en realidad no son pecados, estamos oscureciendo el significado profundo de la palabra:

El pecado es la decisión deliberada de desobedecer a Dios. El creyente no toma una decisión así.

Los cristianos andamos en la luz. Ahora bien, el creyente X puede tener más luz que el creyente Y. Pero el creyente X no tiene el derecho de decir que el creyente Y está pecado porque no vive en conformidad con la luz de que dispone el creyente X.

La luz puede ser impartida, pero no impuesta. El intento de imponer la luz conduce al legalismo. La luz sólo es impartida cuando se guía al creyente para que vea por sí mismo.

El esfuerzo por imponer la luz es una violación de la libertad en Cristo que tiene el creyente. La libertad cristiana es el privilegio de vivir sinceramente en Cristo con toda la comprensión que la persona tiene, sin la imposición de restricciones legales externas. Pero la libertad cristiana no es el derecho de violar la luz que uno tiene, ni de negarse a recibir una iluminación mayor.

Ahora bien, ocurre que cuando el creyente se acerca de repente a Dios, el súbito aumento de su conciencia de la santidad (luz) de Dios le revela aspectos de su vida que necesitan grandes mejoras. Comprende de pronto que cierta conducta anterior no glorifica a Dios, y también que debería estar haciendo ciertas cosas para la gloria de Dios, y no es así. Cuando esto ocurre, es posible que diga: "¡Cuán ignorante estaba yo!" o "¡No lo comprendía!" Pero si estaba viviendo en conformidad con la luz que había tenido, no puede decir: "Yo estaba pecando".

Así que los cristianos no pecan tanto o tan a menudo como a veces se supone.

Si usted es cristiano, pregúntese: "¿Cuándo fue la última vez que decidí intencionalmente desobedecer a Dios?" Tal vez tenga que meditar un rato para obtener la respuesta.

No, yo no creo que los cristianos tengan que estar siempre condenándose a sí mismos para mantenerse humildes. Más bien, tengo la firme convicción de que necesitan saber que tienen victoria en Cristo, y que la experiencia cristiana real está constituida nada menos que por esa victoria sobre el pecado.

Es sorprendente le manera en que los cristianos se sienten victoriosos cuando creen que tienen victoria en Cristo. No hay seguridad eterna en la derrota. El hecho de esperar la derrota no produce seguridad, pero sí la produce el hecho de esperar la victoria en Cristo.

No obstante, hay veces en que los cristianos pecan en realidad. No tienen que pecar, pero lo hacen. Es entonces cuando entra en función lo que leemos en 1 Juan 2:1: "Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo".

Si el pecado del cristiano no trajera condenación, éste no necesitaría de Abogado. No necesitaría perdón. El hecho mismo de que necesita perdón indica que si peca está bajo condenación.

Si Dios puede pasar justamente por alto un pecado, ¿por qué no puede pasar por alto dos, o diez, o un centenar? No, Dios no ejerce su gobierno moral de este modo. Si así lo hiciera, las frecuentes advertencias que la Biblia les hace a los cristianos no tendrían significado.

La gracia no consiste en pasar por alto descuidadamente el pecado. Consiste en perdonar el pecado del cual ha habido arrepentimiento. Sólo si confesamos nuestros pecados somos perdonados y limpiados de toda maldad (ver 1 Juan 1:9).

Recordemos que el impulso moral del creyente va en dirección opuesta al pecado. No tiene por qué andar errante. Para vencer al cristiano, la tentación tiene que vencer el fuerte impulso moral de la luz que tiene el creyente, su amor hacia Dios, la consideración que tiene por el honor de Dios y los valores eternos, su fe en el poder de Cristo para guardarlo, el arsenal bíblico que lleva guardado en su corazón, la presencia y el poder del Espíritu Santo que mora en él, y una serie de influencias positivas más combinadas.

Aun si la tentación es capaz de concentrar su atracción en un punto, de una manera suficientemente fuerte para vencer tal impulso moral, generalmente sólo puede prosperar durante un tiempo muy breve. Convencido por el Espíritu Santo, y sintiendo que su comunión con Dios se halla profundamente quebrantada, el creyente que ha pecado huye rápidamente hacia su Salvador, quien lo restaura inmediata y planamente.

Pero volvamos ahora al señor Finney, y oigamos lo que dice con respecto a la "obediencia total".

El gobierno de Dios no acepta como virtud nada que no sea la obediencia a la ley de Dios.

Esto . . . se suele negar. En realidad, probablemente las nueve décimas partes de los miembros nominales de la iglesia lo niegan. . . . Sostienen que hay mucha virtud en el mundo, y que, sin embargo, no hay nadie que obedezca jamás, ni por un momento la ley de Dios; que todos los cristianos somos virtuosos . . . y sin embargo, nadie en la tierra obedece la ley moral de Dios.37

Con el término "ley" Finney no se refiere a la ley de Moisés o a cualquier cuerpo de regulaciones externas. Se refiere a la ley moral: la ley del amor. La ley de la fe no ha abolido la ley moral. Parece que algunos cristianos piensan que, por el hecho de que no están bajo la Ley, no están tampoco bajo la ley moral o bajo ninguna obligación moral. Sin embargo, todo agente moral está obligado a amar a Dios por encima de todo y a los demás como a sí mismo, y esa obligación es la ley moral. Es la ley de la fe. Es la ley del amor. Es la forma más alta de la ley moral.

Todo cuerpo de regulaciones externas, para que sea válido, tiene que estar basado en la ley moral. Esta va más allá de las regulaciones externas. Tal vez deba decirse que la ley moral respalda las regulaciones externas. No es en sí un conjunto de estatutos legales: Ninguna legislatura puede aprobarla o revocarla, porque está compuesta por principios, y no por regla. Los principios existían antes que las reglas. Estas fueron formuladas para darle expresión a la ley moral dentro de la estructura de la sociedad.

La ley moral estaba presente antes de que se dieran los Diez Mandamientos como medio para aplicarla a la sociedad.

Caín nunca oyó los Diez Mandamientos; pero cuando mató a su hermano Abel, comprendió que había violado la ley moral.

Así que la ley moral existió antes que la ley de Moisés, y aún existe hoy. La ley de Moisés fue reemplazada por la de la fe, en lo que se refiere a los creyentes, porque la ley de la fe asegura la obediencia a la ley moral, en tanto que la ley de Moisés no pudo.

El amor reemplaza a la legislación, porque tiene éxito donde falla la legislación.

La abrogación de la legislación no significa la revocación de la ley moral. La obediencia personal a la ley moral, motivada por el amor, es aún algo que se les exige a todos los agentes morales.

Parece que existe una idea muy corriente, según la cual los cristianos le rinden a Dios cierta clase de obediencia que es verdadera religión, y que, al fin y al cabo, es muy poca cosa en relación con la obediencia total y en cualquier momento . . . que son justificados por la gracia, no en el sentido de que son hechos real y personalmente justos por ella, sino en el sentido de que la gracia los perdona y los . . . acepta . . . en la condición actual, en la que cometen un número indefinido de pecados.

¿Qué es esto, si no es perdonar una rebelión presente y pertinaz? ¡Recibir con favor a un desdichado que defrauda a Dios! Sí, así tiene que ser, si es cierto que los cristianos son justificados sin una obediencia total y presente.

Esa doctrina tiene que ser de demonios ciertamente, pues presenta a Dios como quien recibe con favor a un rebelde que tiene una mano llena de armas levantadas contra su trono.

Pedir perdón mientras no nos arrepintamos ni dejemos de pecar es un grosero insulto contra Dios.

¿Reconoce la Biblia el perdón del pecado actual . . .? Que se nos muestre si es posible, el pasaje donde se indique que el pecado es perdonado o perdonable sin que haya arrepentimiento y abandono completo. Tal pasaje no existe.

El comienzo mismo de la verdadera religión en el alma implica la renuncia a todo pecado. El pecado cesa cuando comienza la santidad. Ahora bien, ¡cuán grande y ruinoso tiene que ser aquel error que nos enseña a esperar el cielo, aun viviendo conscientemente en pecado . . . que la justificación está condicionada a una fe que no purifica el corazón del que cree!

Cada vez que un cristiano peca, queda bajo condenación, y tiene que arrepentirse . . . o estará perdido.38

Queda, claro, por tanto, que la acción moral es una unidad. Es imposible obedecer y desobedecer al mismo tiempo. La obediencia y la desobediencia no se mezclan. O bien obedecemos, o no obedecemos. No existen los medio-cristianos.

En la misma forma en que los tributarios del sistema de un río fluyen todo hacia un fin, las elecciones inteligentes del corazón fluyen todas hacia el objetivo de su elección final.

No es extraño, entonces, que la salvación sea un cambio tan radical. Es como revertir el flujo del sistema entero de un río, haciéndolo volver de tal modo que fluya en la dirección opuesta.

Cuando el objeto de la elección final, aquello para lo cual vive una persona, es revertido, toda la vida es revolucionada. No queda nada que no sea afectado. Se producen nuevas motivaciones, nuevos intereses, deseos y experiencias.

"De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas" (2 Corintios 5:17, cursivas añadidas).

Cuando Cristo viene y ocupa el lugar que le corresponde en el trono del corazón, el yo desciende a su posición correcta. El amor de Dios reemplaza al egoísmo. La luz reemplaza a las tinieblas. La paz reemplaza a la agitación. La santidad reemplaza al pecado. La maravilla está en que todas estas cosas ocurren realmente. Estamos hablando acerca de una realidad de vida, y no sólo de tecnicismos teológicos.

No en balde la Biblia le llama a esto nuevo nacimiento, regeneración, nueva vida. ¿La ha experimentado usted? ¿Ha tomado ya su decisión?

Si no es así, el Salvador está esperando ahora mismo para entrar en su corazón. El dijo: "He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo" (Apocalipsis 3:20).

Apártese del pecado y vuélvase hacia Dios. Permita que Jesús entre en su corazón. El Espíritu Santo le dará una nueva vida. Acéptela ahora mismo.

 

Capítulo 7

Hablemos del amor

Nadie se transforma en un ser extraño por el hecho de convertirse en cristiano; de ninguna manera. En efecto, la obediencia a Dios es la vida más natural y normal que pueda tener cualquier ser humano.

La conversión o regeneración no es como cuando Clark Kent se mete en una caseta telefónica, y ¡pum! sale de allí convertido en Supermán.

Recordemos que el cambio que se produce cuando alguien se hace cristiano no es físico ni metafísico. Es un cambio moral, un cambio en nuestra elección del valor supremo.

La obediencia total no implica ningún cambio en la sustancia del alma ni del cuerpo. . . Es la consagración completa a Dios de las facultades, tal como están.39

El hecho de ser cristiano no le pone a nadie el cabello de color verde, ni le hace aparecer doce dedos en los pies. Si cuando era pecador le gustaba el pollo frito, ahora que es cristiano también le gustará. Si le agradaba tejer cestas cuando era pecador, ahora que es cristiana también le agradará ese pasatiempo.

Si antes de ser salvo, a usted no le gustaba la personalidad de su vecino, es probable que después de llegar a ser cristiano tampoco le guste. La diferencia estará en que, por ser cristiano, usted amará a su vecino, a pesar de que le desagrada su personalidad.

Ser cristiano no significa tampoco estar emocionalmente "elevado" todo el tiempo. Claro que la vida llena del Espíritu es emocionante, y una relación dinámica con Jesucristo despierta profundas reacciones en el alma. Pero recordemos que éste es uno de los resultados de la salvación, y no la salvación misma.

Además, el hecho de ser santo no significa que usted vaya a estar siempre pensando en Dios. Su mente deberá estar puesta en El a menudo, pero su corazón (la suprema elección) puede fijarse en Él, mientras que su mente esté poniendo atención al trabajo o a otras actividades normales de la vida.

Tampoco implica. . . una continua tranquilidad mental. Cristo mismo no estuvo en un estado de tranquilidad continua. La profunda paz de su mente nunca fue interrumpida, pero la superficie. . . las emociones. . . a menudo estuvieron en un estado de gran conmoción. . . .

Tampoco implica. . . perfecto conocimiento. . . . Ni implica que la persona esté libre de error en cualquier tema.

No implica que esté exenta de tristeza o de sufrimientos mentales. No le sucedió así a Cristo mismo.

Tampoco implica mal humor, ni malos modales. . . . La alegría es con toda certeza el resultado del amor santo.40

Algunas veces las personas tienen ideas extrañas con respecto a lo que significa ser cristiano.

Una persona que conocí tenía la idea de que los cristianos en realidad no sienten el dolor físico. Por supuesto que este es un caso extremo, pero es un ejemplo de las ideas que se les ocurren a las personas cuando piensan en la conversión o regeneración como un cambio físico o metafísico, y no como un cambio moral.

Aun las personas inteligentes pueden tener ideas equivocadas sobre lo que implica o no implica la moralidad o religión verdadera. Pueden incluir cosas que no tengan ninguna relación con la obligación moral, y excluir otras que sean fundamentales para la obligación moral (la obediencia de corazón puro).

De este modo, el mundo tiene con frecuencia la idea de que la vida cristiana es algo irreal y nada práctico.

Sin embargo, la vida de obediencia a Dios, la vida cristiana, es la única verdaderamente normal. El amor es normal y natural; el egoísmo es anormal y antinatural. Es el pecador el que anda "fuera de órbita".

La vida en armonía moral con Dios es maravillosa. Su amor gobierna el corazón y todo aquello en que el corazón influye. "Porque toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás. . ." (Gálatas 5:14). Dicho en otros términos equivalentes, la base de todo es amor. Por lo tanto, hablemos del amor.

Cuando hablamos de virtudes tales como amor, compasión, paciencia humildad, etc., nos referimos a decisiones. Pero en el lenguaje diario utilizamos frecuentemente las mismas palabras para hacer referencia a nuestros sentimientos.

Por esa razón, es absolutamente esencial que entendamos la diferencia entre estas dos cosas. El amor como decisión o motivación es mucho más profundo que el amor como mero sentimiento o emoción. Lo mismo es cierto en el caso de las diversas expresiones y características del amor.

El amor es real, esencia de la moralidad y la religión, es un compromiso fundamental del alma. Este compromiso generalmente da como resultado los sentimientos, pero no está hecho de sentimientos. El amor no es una simple emoción.

Es aquí donde muchas personas cometen una gran equivocación. Juzgan su moralidad y su religión por la manera como sienten, y no por aquello para lo cual viven.

Recordemos que los sentimientos no son santos ni pecaminosos en sí. Son involuntarios. Los pensamientos producen sentimientos, y hay muchos sentimientos que son comunes tanto a los cristianos como a los pecadores.

Por ejemplo, cuando piensan acerca de alguien que está sufriendo, muchos pecadores pueden sentir las mismas emociones de compasión que sentirían los cristianos. Si piensa en el sufrimiento, inmediatamente sentirá compasión. Si piensa en la injusticia, sentirá indignación. Esto no significa que usted sea religioso ni bueno. Sólo significa que es humano. Un gángster puede asesinar a un hombre un día, y al día siguiente llorar al oír que un carro atropelló a la niñita de la casa vecina.

Algunos pecadores se imaginan que deben amar a Dios aunque sea un poco, porque de vez en cuando tienen buenos sentimientos hacia Él. En efecto, algunos pecadores tienen los más fervientes sentimientos religiosos cuando están embriagados. Eso es sentimentalismo, no amor.

Todos, santos y pecadores, podemos tener "buenos" y "malos" sentimientos. Y así, al pensar que la moralidad y la religión están en los sentimientos, los pecadores creen que en ellos hay mucho bueno juntamente con lo malo, sólo por el hecho de que tienen "buenos" sentimientos. De igual modo, los cristianos pueden llegar a creer que en ellos hay mucho malo juntamente con lo bueno, por el solo hecho de que experimentan "malos" sentimientos.

Los "malos" sentimientos hacen que sea más fácil tomar decisiones incorrectas y más difícil tomar las buenas, mientras que los "buenos" sentimientos hacen que sea más fácil tomar decisiones buenas y más difícil tomar las malas. Pero la moralidad está en las decisiones, y no en los sentimientos.

La moral no es tampoco un asunto de seguir los "buenos" sentimientos. La obediencia a los "buenos" sentimientos no nos hace buenos, porque no es sino obedecer a nuestros propios sentimientos, en lugar de obedecer a Dios. De esta forma, no es más que un modo farisaico de satisfacer nuestros propios deseos.

Cada vez que las personas, por medio de la emoción, hacen algo que no harían por medio de la razón sin emoción, están siendo motivadas por esa emoción, y no por el amor. Recordemos lo que nos dice 1 Corintios 13. Es posible entregar todos nuestros bienes para dar de comer a los pobres, sólo por la satisfacción que produce hacerlo, y no por amor real. Esta es una forma de egoísmo muy sutil, que engaña a la persona misma y que, sin embargo, es altamente respetable.

Todos los pecadores son esclavos voluntarios de sus deseos. El pecador está gobernado por el deseo dominante del momento, cualquiera que sea. Hoy se siente generoso, y por tanto, contribuye liberalmente con las obras de caridad o ayuda a sus amigos. Mañana se siente desdichado, y se reprende a sí mismo por "haberse dejado llevar de los sentimientos" el día anterior. Un día siente lujuria y comete adulterio; al día siguiente se siente afectuoso con su familia, tiene un espasmo de conciencia y decide ser fiel.

Como sigue a sus "buenos" y "malos" sentimientos, piensa que es bueno y malo al mismo tiempo. No comprende que mientras esté decidido a ser dominado por sus deseos, cualesquiera que sean, no hay ni una partícula de bondad en él. Estará dominado por el deseo de satisfacer su propio deseo, y no por el amor.

El amor es la elección fundamental: la elección del supremo bien de Dios y del hombre. Esta elección tiene muchos atributos, como ya lo vimos. Estos atributos son expresiones del amor en las diversas relaciones y situaciones. El amor es inteligente y razonable. Es compasivo, pero no falto de juicio.

El amor es una unidad, un todo, y todas sus partes están en armonía. Todas sus características son consecuentes entre sí. Todas trabajan juntas, se equilibran la una con la otra y se refuerzan, dando un resultado bello.

Toda virtud es sólo benevolencia que se ve. . . en ciertas relaciones. . . Esto es verdad con respecto a los atributos morales de Dios. Son. . . sólo atributos de benevolencia. . . . Esto es y tiene que ser cierto con respecto a todo ser santo.41

Echemos una mirada a los atributos o características del amor. ¿Qué se puede decir acerca de él?

El amor es voluntario. Es una elección. Una elección libre, que se hace con pleno conocimiento de que la elección opuesta (el egoísmo) siempre es posible. Es una elección inteligente. El corazón sabe lo que está eligiendo, por qué lo está eligiendo, y que su elección es razonable y agradable a Dios. Sabe que es realmente valioso y que por ese motivo lo está eligiendo. Sabe que es la elección correcta; una elección santa.

El amor no es egoísta. Se extiende más allá de las cosas en las cuales se interesa el yo, o en las cuales el yo, en último análisis, obtendría beneficios.

El amor es imparcial.

No hace acepción de personas. . . . El amor egoísta es parcial. . . tiene sus favoritos y sus prejuicios irrazonables y ridículos. . . . Pero la benevolencia no hace distinción entre judío y griego, entre esclavo y libre, entre blanco y negro. . . . Las consideraciones que tiene en cuenta el amor imparcialmente divino no son: que sea de nuestro partido, de nuestro color, de nuestro pueblo, estado o nación; sino el hecho de que el hombre es hombre, de que es criatura de Dios, de que es capaz de virtud y felicidad.42

El amor es universal. No excluye a nadie de su preocupación. Se extiende a cualquier lugar donde pueda hacerse el bien. No se detiene en las fronteras de la familia, ni en la comunidad, ni en la nación. Se empeña en lograr el mayor bien para cuantas personas sea posible, dondequiera que estén, de acuerdo con nuestra capacidad y oportunidad.

¿Qué más se puede decir acerca del amor? El amor es productivo. El amor es la elección activa y positiva del supremo bien de Dios y del universo. Ciertamente, ¡la elección de unos valores tan grandes tiene que ponerse en acción! ¡Qué llamado tan sublime y santo! Tenemos al Dios todopoderoso para glorificarlo y un mundo de bien que realizar delante de nosotros. Tal compromiso nos movilizará con todos nuestros recursos a fin de lograrlo. No hay posibilidad de que el amor sea perezoso.

El amor se deleita en la santidad. Y se opone a todo pecado.

La benevolencia consiste en. . . querer el supremo bien del ser como fin. Ahora bien, no hay nada en el universo que sea más destructivo para este bien que el pecado. La benevolencia no puede hacer otra cosa que oponerse continuamente al pecado. . . .43

Recordemos que cuando algo es virtud, es una acción de la voluntad. Hay elección donde hay acción moral. Por tanto, la oposición real al pecado tiene que proceder del corazón y de la voluntad.

Hay muchos pecadores que se oponen al pecado en su mente y en sus sentimientos, pero entretanto continúan practicándolo. Prácticamente todos desaprobamos lo malo, y algunas veces hasta los pecadores se sienten tan profundamente opuestos a cierta forma de mal en particular que hacen una apasionada campaña contra él.

Como se sienten fuertemente opuestos al mal, y actúan tan vigorosamente contra él, suponen que tienen cierta cantidad de virtud dentro. Al mismo tiempo, saben que están cometiendo pecados también. Como piensan que la virtud consiste en tener buenos sentimientos, o en obedecer a los "buenos" sentimientos, llegan a la conclusión de que son al mismo tiempo parcialmente buenos y parcialmente malos.

Sin embargo, el amor real se opone a todo pecado. Esta oposición es una elección. Incluye el rechazo, la negación y la renuncia a todo pecado. El corazón no puede estar verdaderamente opuesto al pecado y continuar aferrado a él al mismo tiempo. Estas dos decisiones se excluyen mutuamente.

Los pecadores se aferran a sus pecados, porque les encanta el placer que les da la satisfacción irracional de sus deseos. No pecan porque aman el pecado en sí. No eligen la satisfacción de sus deseos pecaminosos porque sean pecaminosos, sino a pesar de ello.

Por ejemplo, el ladrón no dice: "Yo anhelo pecar esta noche. Tengo que cometer algún pecado". Por supuesto que no. Lo que anhela es el placer que le trae el objeto que roba, y tal vez el placer que le produce el acto de robar. Pero no roba porque esa acción sea pecaminosa, sino a pesar de ello.

Muchos pecadores "odian" lo que hacen, pero continúan haciéndolo de todos modos, porque les produce más placer, y esto es lo que están buscando. En realidad no están verdaderamente opuestos al pecado. Si lo estuvieran dejarían de pecar.

El amor es compasivo. Quiere sacar al miserable de la miseria hacia la felicidad. Ahora bien, aun los pecadores pueden sentir compasión o lástima cuando ven el sufrimiento y la miseria u oyen acerca de ellos. Consideran que este sentimiento es una señal de la bondad que hay en ellos.

Cuando yo estudiaba la secundaria en Coquille, Oregon, en la escuela se presentó una tarde una película relacionada con un pobre perrito que era víctima de muchos abusos. Cuando terminó la película, casi todas las chicas presentes estaban llorando, y también muchos de los varones.

Por supuesto, no era nada más que sentimiento; manipulación de emociones. Los estudiantes eran capaces de llorar por el perrito mientras que la mayoría de ellos continuaban pecando contra el Dios todopoderoso y rechazando a Jesucristo.

Santiago habla de algunos que les dicen al hermano o a la hermana que está en necesidad: "Id en paz, calentaos y saciaos", pero no les dan las cosas necesarias (ver Santiago 2:15,16). Se contentan con sólo "sentir" compasión. Otros actuarían, pero sólo porque su sentimiento de compasión es el impulso dominante en ese momento.

Recuerdo que leí en alguna parte que Abraham Lincoln tuvo una discusión con otro caballero sobre este punto. No recuerdo los detalles, pero el relato es más o menos el que sigue:

Un día Abraham Lincoln y un amigo iban a caballo por el campo. Por alguna razón, comenzaron a hablar acerca de lo que harían si se encontraban con alguien que necesitara ayuda desesperadamente.

El compañero del señor Lincoln tomó la posición de que ayudar a la persona que estuviera en necesidad sería un acto de virtud o moralidad. Lincoln sostenía que, en la mayoría de las personas por lo menos, un acto de ayuda sólo serviría para satisfacer sus propios deseos. Ver a una persona en necesidad les despertaría ciertas emociones, por lo cual le prestarían ayuda para satisfacer o aliviar sus propios sentimientos de compasión. Así que la ayuda al afligido sólo sería un esfuerzo por satisfacer sus propios deseos.

¡El análisis de Lincoln sobre la motivación del pecador era correcto!

Finney hace el siguiente comentario sobre el tema:

Un hombre de corazón compasivo, también tendrá una sensibilidad compasiva. Sentirá y actuará. Sin embargo, sus acciones no serán efecto de sus sentimientos, sino de su sobrio discernimiento.

Hay tres clases de personas que se creen verdaderamente compasivas, y que los demás suponen generalmente que lo son. Las primeras son las que exhiben muchos sentimientos de compasión, pero esa compasión no influye en su voluntad. . . . Se contentan con los simples deseos y las lágrimas. . . . Otras sienten profundamente, y se entregan a sus sentimientos. Por supuesto, son activas y enérgicas en el alivio del sufrimiento. Pero como están gobernadas por el sentimiento. . . , no son virtuosas, sino egoístas. . . . La tercera clase la forman las que sienten profundamente, pero no están dominadas por los ciegos impulsos del sentimiento. Toman una visión racional del tema, y actúan sabia y enérgicamente. . . . Estas últimas personas son las verdaderamente virtuosas, y de las tres clases, las más felices.44

El amor es misericordioso. Busca perdonar. Pero no puede ejercer la misericordia a expensas del mayor bien público. Esto sería negarse a sí mismo, pues el amor es la decisión de buscar el mayor bien.

Ningún atributo de la benevolencia es ejercitado, ni puede serlo, a expensas de otro, o en oposición a él. . . . Esto seria una contradicción: querer el bien. . . en consideración a su valor intrínseco; y luego, elegir medios nocivos para lograr este fin.45

Además, la misericordia también es más que un simple sentimiento. El sentimiento de misericordia perdonaría por sí mismo, sin considerar la actitud del culpable, y sin considerar lo que se ha hecho o se ha dejado de hacer para que el perdón sea seguro y razonable.

La misericordia real es la decisión de hacer todo lo posible para producir las condiciones que hagan del perdón del culpable algo seguro y razonable, y por tanto, moralmente posible.

El universalismo ha cometido su error fundamental precisamente en este punto. Dios es misericordioso. El universalismo razona así: Como Dios es misericordioso, perdonará a los pecadores. Y puesto que perdonará a los pecadores, todos serán salvos.

Parece claro, ¿no es verdad?

En ello sólo hay un detalle equivocado: no es la verdad total. Cualquier cosa que sea menos que la verdad plena, puede ser fatal, cuando lo que está en juego es el alma.

Sí, Dios es amor; el amor es misericordioso y la misericordia perdonará a los pecadores. Pero el amor no puede ejercer la misericordia con violación de sus demás cualidades.

El amor también es justo y sabio. Estos atributos exigen que se cumplan ciertas condiciones para que sea ejercida la misericordia; condiciones que harán que su ejercicio sea seguro y justo. Esa es la razón por la cual el amor exige arrepentimiento y sacrificio por el pecado como condición previa para la administración de misericordia.

Como la misericordia es un atributo de la benevolencia, natural e inevitablemente dirigirá la atención del intelecto a la invención de vía y medios para hacer que el ejercicio de la misericordia sea consecuente con los demás atributos de la benevolencia. Empleará el intelecto para idear medios que aseguren el arrepentimiento del pecador, y para quitar del camino los obstáculos que impidan su libre y pleno ejercicio. . . . Este atributo de la benevolencia condujo al Padre a dar a su Hijo unigénito y muy amado, e impulsó al Hijo a entregarse a la muerte, para asegurar el arrepentimiento y el perdón de los pecadores. . . . Es un atributo amigable. Todas sus simpatías son dulces, tiernas y bondadosas como el cielo.46

El amor es justo. El mundo ha sido maldecido por el brote de un falso activismo en pro de la "justicia".

Cuando se permite que el sentimiento se apodere de las personas, el resultado puede ser la devastación. Ven las injusticias del mundo y se disgustan, pero en vez de hacer algo positivo, constructivo y constante para hacer frente a la necesidad, muchos permiten que la ira se apodere de ellos.

¿Qué sucede? Salen a la calle a protestar, a hacer revueltas, algunas veces a desbaratar y destruir. Algunos colocan explosivos que mutilan o matan victimas inocentes, y luego se quedan tranquilos con su deformado fariseísmo, porque han satisfecho el cruel mandato de su sentido personal de justicia. ¡Horrible!

Sí, admitamos que algunos pecadores harían algo práctico. Pero si sólo actúan porque sus sentimientos se lo exigen, en realidad estarán sirviendo a sus emociones, no a Dios ni al prójimo. Los motiva la satisfacción de los deseos propios, y no el amor. Quienes estén motivados por el amor, sentirán profundamente, y actuarán. Pero actuarán de forma razonable, en conformidad con la luz de que disponen, y no sólo por obedecer a sus emociones.

La justicia como atributo de la benevolencia es una virtud que se pone de manifiesto en la ejecución de las penas impuestas por la ley, en el apoyo al orden público, y en otras actuaciones diversas por el bienestar de la humanidad. . . . El ejercicio de la justicia pública es modificado mediante el atributo de la misericordia. . . . La misericordia no puede. . . conceder el perdón sino bajo condiciones de arrepentimiento, y un equivalente que sea entregado al gobierno (un sacrificio sustitutivo). . . . La justicia es condicionada por la misericordia, y no puede. . . vengarse cuando no lo exige el supremo bien, o cuando el castigo no se puede pasar por alto sin pérdida pública. De manera que cada uno de estos atributos limita el ejercicio de los otros y hace que el carácter total de la benevolencia sea perfecto, simétrico y celestial.

La benevolencia sin la justicia nunca sería moral ni amorosamente perfecta.

Si es destruido cualquier atributo de la benevolencia. . . queda destruida también la benevolencia misma.

Este atributo. . . les dice a la violencia, al desorden y a la injusticia: 'Paz, calma' y tiene que haber una gran calma.47

Cuando entendamos que la justicia no es algo distinto del amor será un gran día para la Iglesia y para el mundo.

Con mucha frecuencia hemos oído la siguiente declaración: "Dios es un Dios de justicia, además de ser un Dios de amor".

Esa declaración es defectuosa.

La justicia de Dios no es la antítesis, no es lo opuesto, de su amor. No es algo que debe colocarse como opuesto a su amor, o para equilibrarlo.

Dios es un Dios de justicia porque es un Dios de amor. La justicia es una parte vital de su amor, una parte de su dedicación total al bien supremo.

Ciertamente, la justicia establece el equilibrio con la misericordia, pero tanto la justicia como la misericordia son expresiones del amor de Dios.

Y hay otro pensamiento:

Donde hay verdadera benevolencia, tiene que haber una justicia comercial exacta, o sea honestidad e integridad en los negocios. . . . Este atributo de la benevolencia tiene que guardar al que lo posee contra cualquier especie y grado de injusticia; no puede ser injusto con respecto a la reputación de su prójimo, ni con respecto a su persona, ni a su propiedad, ni a su alma, ni a su cuerpo; ni en realidad puede ser injusto en ningún aspecto de su relación con el hombre o con Dios.48

Donde no hay justicia no hay amor.

Consideremos al pecador que se siente orgulloso porque paga todas sus deudas. Nunca le quitaría a nadie ni un centavo. ¡Nunca! Por una paga honrada, da un trabajo honrado. Es muy consciente con respecto a su trabajo.

¡Pero consideremos la manera como trata a las almas de las personas! Es extremadamente injusto con su familia al negarse a ser la cabeza espiritual de su casa. Comete una cruel injusticia con sus hijos al mantenerlos fuera de la Escuela Dominical y de los cultos de la iglesia semana tras semana. Los seduce para que el domingo vayan con él a pescar y a paseos campestres, con lo que los está privando de su inapreciable derecho a conocer a Dios y su Palabra, y de su derecho a la vida eterna.

Quizá sea un hombre famoso en toda la ciudad por su honradez. Pero, ¿es realmente justo? No. Sus acciones demuestran que en él no hay una partícula de justicia verdadera.

El amor es veraz.

Ser cristiano significa aceptar la verdad. Implica estar dispuesto a enfrentarse con la verdad, reconocerla y obedecerla. El amor es sincero. Busca el supremo bien como fin, y sabe que la verdad es el medio necesario para lograr ese fin.

El cristiano no puede mentir para la gloria de Dios. Jesucristo es la Verdad; y toda falsedad, toda mentira, es una negación de Él. Todo el que ama verdaderamente a nuestro Señor Jesucristo, ama la verdad, y no torcerá los hechos a sabiendas.

Donde la verdad está ausente, la virtud también lo está. El mentiroso está en completa desobediencia a la ley moral.

El amor es paciente.

La paciencia es la constancia del corazón en su amor hacia Dios y hacia los demás, a pesar de todo.

La calma no es la paciencia, sino que surge como resultado de la paciencia. Se ejercita más paciencia cuando se está disgustado que cuando se está en calma, se es capaz de mantenerse constante.

Las pruebas, las adversidades, las provocaciones y cosas por el estilo, prueban la paciencia y le dan la oportunidad de ejercitarse. Pero si el corazón se desanima y se rinde, el amor se detiene.

El amor es manso.

La mansedumbre consiste en "poner la otra mejilla"; es la negación a vengarse en alguna forma cuando se reciben maltratos. Si usted ama a la persona que lo trata mal, no puede vengarse ni tratar de igualarse a ella. ¿Es usted maltratado, perseguido, objeto de provocación? Acéptelo como una oportunidad para desarrollar y demostrar la mansedumbre. Jesús lo hizo así.

La mansedumbre no es debilidad. Se necesita una fortaleza auténtica para ser amable y bondadoso con quienes lo maltratan a uno.

Sin embargo, eso es amor.

El amor es humilde.

Algunas veces, hasta los pecadores pueden sentirse humildes. Cuando el Espíritu Santo los hace sentirse profundamente culpables, pueden llegar a avergonzarse de sí mismos y de sus pecados y, sin embargo, negarse al mismo tiempo a confesarlos ante Dios. Si se le dice a esa persona que su corazón está en mala situación ante los ojos de Dios, pudiera responder que, al fin y al cabo, no es un pecador tan grande. Afirmará que hace mucho bien en la vida. Pertenece a uno o dos clubes de servicio a la comunidad. Hasta asiste a la iglesia. Por supuesto, ¡de vez en cuando. . . ! Pero según él, aun así tiene una buena posibilidad de ir al cielo.

En eso no hay humildad.

Cuando el hijo pródigo regresó al hogar, le confesó a su padre: ". . . Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo" (Lucas 15:21).

Oigamos también las palabras del publicano en Lucas 18:13: ". . . Dios, sé propicio a mí, pecador".

Eso sí es humildad genuina.

La humildad, considerada como virtud, consiste en el consentimiento de la voluntad de ser conocidos (como lo que somos), confesar el lugar que nos corresponde en la escala de los seres y ocuparlo. . . no hacernos pasar por alguien distinto del que realmente somos.49

El amor se niega a sí mismo.

Si amamos a Dios más que a nosotros mismos, nos negaremos a nosotros mismos cada vez que veamos que nuestros propios deseos están en conflicto con sus intereses. Si no hacemos así, es que no lo amamos. El amor coloca al yo en su lugar correcto. Se niega a permitir que sea el primero en el corazón. Así que la negación verdadera de sí mismo es, en primer lugar, una renuncia total a todo egoísmo. No hay ninguna otra cosa que sea una verdadera negación de sí mismo.

Una persona pudiera dejar de fumar durante la Cuaresma, dejar de comer una vez y enviarles el costo de esa comida a los hambrientos, o pasar por todo género de mortificaciones ascéticas, y aún así, negarse a destronar el yo de su corazón. En esto no hay amor, no hay real negación de uno mismo, ni hay virtud alguna.

El monje se encierra dentro de los muros de un monasterio; el ermitaño abandona la sociedad humana, y se encierra en una cueva;. . . y el mártir marcha hacia el suplicio. Ahora bien, si estas cosas se hacen con referencia final a la propia gloria y felicidad, aunque aparentemente sean ejemplo de una gran negación de sí mismo. . . en realidad sólo son manifestaciones de un espíritu que busca la satisfacción de los deseos propios y del egoísmo.50

Recordemos que la verdadera negación de sí mismo sólo es real cuando se quiere el bien mejor y más alto. Es sólo esto: negarse a sí mismo el primer lugar en el corazón y en la vida.

No hay amor real, ni negación de sí mismo auténtica, cuando se pasa de la satisfacción de un deseo a la satisfacción de otro. Algunas veces lo que hay es dos pecados que están en conflicto. Por ejemplo, un individuo no puede ser a la vez avaro y derrochador. Aquel deseo que le ofrece más placer al yo, es el que domina; el otro tiene que rendirse.

Habría quien se negaría a sí mismo todos los apetitos y pasiones corporales por conseguir una reputación entre los hombres. . . . Otro . . . lo sacrificaría todo para obtener una herencia eterna, y pese a ello será tan egoísta como el hombre que, ante las cosas temporales, sacrifica su alma y todas las riquezas de la eternidad.51

Recordemos los que se nos dice en 1 Corintios 13:3.

También es importante destacar que la negación de sí mismo no es lo mismo que el rechazo de sí mismo. Negarnos a nosotros mismos no significa que nos neguemos a concederle al yo algún lugar; sólo significa que nos negamos a darle el primer lugar, o a colocarlo por encima de los demás. La negación de sí mismo es la decisión de hacer cualesquiera sacrificios personales que nos exija el supremo bien de Dios y de los demás. Esta tiene que ser necesariamente una de las características del amor, y tanto el rico como el pobre pueden manifestarla. En efecto, cuanto más grandes sean las ventajas que se posean en la vida, tanto mayores serán las oportunidades de negarse a sí mismo.

El ejemplo más grande de la negación de sí se halla en el Evangelio. Dios dio a su Hijo, y el Hijo se dio a Sí mismo para morir en agonía y derramar su sangre a fin de conseguirnos la salvación. Sólo somos capaces de comprender en forma muy limitada la gran abnegación de Dios en su gran acto redentor.

El amor es también condescendiente. Está dispuesto a descender hasta donde sea necesario para hacerle frente a la necesidad.

La condescendencia. . . es la tendencia a descender hasta los pobres, los ignorantes y los envilecidos con el propósito de hacerles el bien. Cristo le llamó a este atributo "humildad de corazón". Es una bella modificación de la benevolencia. Parece estar enteramente por encima de los burdos conceptos de los infieles. Parece que la mayoría de las personas, y especialmente los infieles, consideran la condescendencia más como una debilidad que como una virtud. Los escépticos visten a su Dios imaginario con atributos que en muchos sentidos son lo opuesto a la verdadera virtud. Piensan que es algo que está enteramente por debajo de la dignidad de Dios el descender siquiera a darse cuenta. . . de las preocupaciones de los hombres.

El Dios que presenta la Biblia, está revestido de condescendencia. . . Ni un pajarillo cae a tierra sin su consentimiento. No hay criatura que sea demasiado baja, inmunda o degradada, para que Él no pueda condescender con ella. Esto coloca su personalidad bajo una luz casi cautivadora. Él está infinitamente por encima de todas las criaturas. Para Él, mantener comunión con ellas es una condescendencia infinita.52

El fariseo piensa que asociarse con los pecadores es algo que está por debajo de su dignidad y de su posición moral. La "moralidad" de estas almas farisaicas es dura, fría y sin amor. E igualmente falsa. Se cubre con sus mantos de orgullo y trata con arrogancia a "esa clase de gente".

"¡Hijo, córtate el cabello! ¡Me estás humillando delante de mis amigos!"

"Betty, ¿dijiste que estás embarazada? ¿Qué dirá la gente? Tu padre es diácono de la iglesia. ¡Nos has hecho caer en la desgracia! Tendrás que largarte de la casa".

El amor no hace eso. Por el contrario, lo que dice es: "Hija, esto nos rompe el corazón. Pero queremos que sepas que te amamos, y haremos lo posible por ayudarte. Ven arrodillémonos y oremos".

La benevolencia no puede. . . estar por encima de ningún grado de condescendencia que pueda afectar el bien supremo. Cristo pudo condescender a nacer en un pesebre, ser criado en una vida humilde, mezclarse con toda clase de personas y buscar el bien de todas, ser despreciado en la vida y morir entre dos ladrones en una cruz.53

El amor es estable.

Recordemos que el amor no es sólo un conjunto de sentimientos que vienen y se van. Es una elección, una entrega fundamental del alma a los más altos valores posibles: la felicidad suprema de Dios y de los demás.

La estabilidad tiene que ser característica de una elección así. Es un nuevo nacimiento, una nueva naturaleza, una nueva criatura, un nuevo corazón, una nueva vida. La naturaleza misma del cambio parecería ser una garantía de su estabilidad. ¿A qué conclusión podemos llegar entonces con respecto a aquellos. . . que tan pronto están calientes como fríos, y cuya religión es un espasmo? Tenemos que sacar en conclusión que nunca estuvo enraizado en ellos el asunto. Son unos oidores insensibles.54 (Cursivas añadidas)

El amor es moralmente puro y santo.

Para ser felices, tenemos que ser santos. Es decir, tenemos que tener un corazón puro. El amor trata de hacer que las personas sean verdaderamente felices. Pero para hacerlas felices, tienen que ser santas y puras de corazón. Por tanto, el amor le concede a la santidad la prioridad máxima, porque es absolutamente necesaria para la felicidad y el bienestar de todos

El amor que exige la ley de Dios es el amor puro, que es el que trata de hacer que su objetivo sea feliz sólo tratando de hacerlo santo.55

Así que, para resumirlo todo, cada virtud es una expresión diferente del amor. Son amor en acción, amor puesto de manifiesto.

Este amor no es aquella virtud miope llamada "amor", que promueve la moral de situación. Por el contrario es una entrega al bien supremo a largo plazo, para lograrlo sólo por medios que sean consecuentes con la pureza de su propia naturaleza.

La base de todo es amor.

 

Capítulo 8

El yo puede ser una palabra ofensiva

Cristiano, no se olvide de amarse a sí mismo. Usted es precioso ante los ojos de Dios. Su felicidad es intrínsecamente valiosa. El hecho de que Dios dio a su Hijo para que muriera por usted le demuestra cuán eternamente valioso es.

Recuerde: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mateo 22:39). Notemos que nuestra obligación moral es amar a los demás como a nosotros mismos.

Ahora bien, esto significa que hay que darles mucho amor a los demás. ¡Y también que tenemos que darnos mucho amor a nosotros mismos!

Su actitud hacia usted mismo influirá definidamente en su actitud hacia los demás. Las personas que tienen una imagen pobre de sí mismas, que no comprenden su propio valor personal y siempre se están empequeñeciendo a sí mismas, generalmente tienen dificultad para amar a los demás en la forma correcta.

La aceptación de sí en Cristo ayuda a abrirles el corazón a los demás.

Los individuos que están acostumbrados a pensar en ellos mismos como simples animales o máquinas, no tienen ninguna premisa válida para tener en alta consideración a los demás. Las máquinas no valoran a las otras máquinas. Ni siquiera se valoran a sí mismas.

Sin embargo, la revelación cristiana con respecto a la naturaleza y la dignidad del hombre lo eleva muy por encima del simple nivel animal y exige que se promuevan sus intereses y su felicidad como objetivos altamente valiosos en sí. Esa es la razón por la cual digo que la aceptación de sí mismo en Cristo ayuda a abrirles el corazón a los demás. Sólo en Cristo podemos comprender nuestro verdadero valor personal y el valor personal de los demás.

Así que, cristiano, ámese a sí mismo como debe amar a los demás. No tenga temor de ser feliz. Dios quiere que usted sea feliz. A Él le encanta bendecirlo. Cuídese. Usted pertenece a Cristo: Él pagó un precio inmenso por usted. Por tanto, ". . . glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios" (1 Corintios 6:20).

La desobediencia a la ley moral no puede consistir en el amor a sí mismo. El amor de sí es simplemente nuestro anhelo constitucional de felicidad. . . un estado involuntario. Como deseo que es, no tiene carácter moral, como no lo tiene tampoco el deseo de comer. No es más pecaminoso desear la felicidad y buscarla adecuadamente que. . . desear el alimento y buscarlo adecuadamente.56

No obstante, cuando colocamos el yo en primer lugar, pecamos. En esto consiste el egoísmo. Entonces es cuando el "yo" se convierte en una palabra ofensiva.

El amor es muy bello; es muy agradable hablar de él. Pero hay una palabra de significado opuesto al amor: egoísmo. En efecto, el egoísmo es la única alternativa que se opone al amor.

El egoísmo no es un vacío. Esto es, no es sólo la ausencia de amor. Es la decisión deliberada de colocar el yo en primer lugar. Como tal, es el antagonista del amor, el enemigo mortal del bienestar de Dios y del hombre.

La desobediencia a la ley de Dios tiene que consistir en la elección de la satisfacción de los deseos propios. . . como fin último y supremo en la vida. Esto es egoísmo. Esto es pecado y el principio germinativo de todo pecado. . . .

Esta. . . elección es la 'mente carnal', o 'los designios de la carne', de los cuales afirma el apóstol que 'son enemistad con Dios' (Romanos 8:7).57

Al explorar las características del egoísmo, veremos que todo pecado es una expresión del egoísmo, Así como toda virtud es una expresión del amor.

El egoísmo es pecado en sí, y no solamente causa de pecado. El egoísmo es el pecado, y la causa de los pecados.

El egoísmo es voluntario. Es una elección; una elección libre hecha con pleno conocimiento de que la elección opuesta (el amor) es siempre posible. Es una elección inteligente, en el sentido de que el corazón sabe lo que está eligiendo, por qué lo está eligiendo, y que su decisión es irrazonable y desagradable a Dios. Sabe que lo que está eligiendo como supremo no es supremamente valioso. Sabe también que los intereses de Dios son más valiosos que los propios, y que los intereses de los demás son tan valiosos como los suyos. Sin embargo, a pesar de todo, elige el yo como supremo. Sabe que está tomando una decisión equivocada y culpable.

El egoísmo es irrazonable.

Esto no tiene nada que ver con el cociente de inteligencia. Muchos pecadores tienen una gran inteligencia y una excelente educación. Pero, todo pecador vive en oposición a su inteligencia y en oposición a la verdad.

¿Puede alguien defender lógicamente la proposición de que la felicidad del yo es más valiosa que la felicidad de Dios y de los demás? Por supuesto que no. Esta proposición es contraria a la realidad, y por tanto, extremadamente irrazonable. Sin embargo, es la proposición según la cual vive todo pecador. Esa es la razón por la que es pecador.

¡Qué bajo es el egoísmo! Destrona a la razón humana, y si pudiera destronaría a la divina para colocar la simple lujuria ciega y apasionada sobre el trono del universo.

Los pecadores, mientras lo sean, nunca dirán ni harán nada que esté en concordancia con la recta razón. Han hecho la elección irrazonable de un fin, y todos los medios que escogen... son empleados para lograr un fin contrario a la razón. La primerísima vez que el pecador actúa o quiere actuar razonablemente es el momento en que se vuelve a Dios. . .58

El interés definitivo de egoísmo está centrado solamente en el ego. Esto suena a redundancia, lo sé; pero pensemos en ello unos instantes:

Nada es considerado prácticamente como digno de elección, a menos que sirva como. . . un medio de satisfacción de los deseos propios.

La propensión (deseo) que sea mas favorecida, será la que logre el desarrollo mayor. Puede que sea el amor a la reputación; entonces habrá por lo menos una presentación pública. . . . Cuando prevalece el amor al conocimiento, tenemos al erudito, al filósofo, al hombre culto. Esta es una de las formas de egoísmo más respetables y decentes. . . Cuando prevalece la compasión como un deseo, tenemos como resultado al filántropo, y a menudo el reformador; no el reformador en un sentido virtuoso, sino el reformador egoísta. Cuando prevalece el amor a los familiares, a menudo tenemos al marido amable, al padre, la madre, el hermano, o la hermana que son afectuosos, y así por el estilo. Cuando prevalece el amor a la patria, tenemos al patriota, al hombre de estado, al soldado.59

Ahora bien, el individuo verdaderamente virtuoso hará estas cosas razonablemente y buscando el bien. Los virtuosos generalmente experimentan sentimientos normales con respecto a ellos también. Pero el pecador hace estas cosas porque son lo que sus sentimientos le exigen. Las hace sólo porque tiene un fuerte deseo de hacerlas. Si no existiera un deseo suficientemente fuerte, no las haría, aunque la razón exigiera que se hicieran.

¡Ah, pero el egoísmo es un tramposo! Su corazón lo engañará. Muchos pecadores hacen "el bien", aun en momentos en que no les gustaría hacerlo. Y así, creen que han hecho "el bien" porque han cumplido con su "deber".

Sin embargo, incluso esto es egoísmo, puesto que fue hecho para satisfacer el deseo de hacer "el bien", o por el "sentido del deber". Es como cuando un pequeño se siente satisfecho de sí mismo y dice: "¡Qué niño mas bueno"! Esto no es virtud en sí mismo.

El egoísmo es parcial.

Estoy en la obligación de darles la preferencia práctica a los intereses de mi propia familia, no porque. . . sus intereses sostengan tal relación con los míos, sino porque puedo asegurar más fácilmente los intereses de ellos. . .

Pero el egoísmo es siempre parcial. Siempre. . . hace gran hincapié en. . . aquellos intereses cuya promoción gratificará al yo.

Desear el bien de mi prójimo, o de mi patria, o de Dios, por el valor intrínseco de esos intereses. . . es virtud; pero buscarlos para que satisfagan. . . nuestros ciegos deseos, es egoísmo y pecado. Si me rindo al simple deseo en cualquier caso, tiene que ser para satisfacerlo. La parcialidad consiste en darle preferencia a alguna cosa sobre otra. . . no porque la inteligencia exija esta preferencia, sino porque la exige la sensibilidad.60

Volvamos a recordar que estamos hablando de decisiones inteligentes; es decir, decisiones que se hacen en oposición a la comprensión moral.

Además, el egoísmo es productivo, como lo es el amor. Sólo que es productivo en dirección opuesta.

El egoísmo es una decisión activa y positiva a favor de la satisfacción de los deseos propios como búsqueda última y suprema. Y toda decisión produce acción; mucha acción.

Aun cuando la pereza sea la forma de autocomplacencia que se prefiera sobre las demás, el egoísmo trabajará cuanto sea necesario para evitar el trabajo.

Un fin egoísta producirá medios egoístas.

El pecado en el corazón producirá pecado en la vida. Mientras la persona esté dedicada a satisfacerse a sí misma, esa es la manera en que vivirá. La única forma de dejar de vivir como pecador, es dejar de serlo. Permita que Cristo asuma el control de su vida.

No hay manera, por tanto, para que el pecador escape de la comisión del pecado, sino dejando de ser egoísta. Lo primero es cambiar el fin, y luego el pecador puede dejar de manifestar el pecado externo. Mientras continúe el fin egoísta, cualquier cosa que haga el pecador es egoísta. Si el fin es malo, todo es y tiene que ser malo (Lucas 6:43-45).61

El egoísmo se opone al amor o virtud.

Esta resistencia a la benevolencia. . . es lo que la Biblia llama endurecimiento del corazón. Es una obstinación de la voluntad contra la luz. . . 62

Pero oímos al pecador protestar: "Yo no. No tengo nada contra Dios. Creo en la religión y en la Iglesia. Estoy a favor de todo el bien que se está haciendo".

¿Pero es eso realmente cierto? El pecador no tiene nada contra Dios, mientras Dios no se meta en su camino y le frustre la búsqueda de sus intereses egoístas. Piensa que la religión y la iglesia son buenas, mientras no lo molesten a él. Los cristianos son excelentes, mientras sólo se dediquen a ir a la iglesia los domingos por la mañana y mantengan la boca cerrada.

¿Pero qué ocurre si la virtud toma un auge real en la ciudad?

El pecador oye que las personas cantan y hablan acerca de Jesús en las calles. Su esposa "se puso religiosa" y ahora ya no irá con él a la taberna. De hecho, la taberna ha estado perdiendo tantos clientes que está a punto de cerrar. Hay suficientes cristianos en el pueblo para votar que se imponga la "ley seca" en la ciudad.

Ahora, veamos comó se enoja la multitud del diablo.

Cada vez que una persona elige un fin, mientras tal fin permanezca, su corazón tiene que estar opuesto a todo aquello que impida su logro.

Que el reino de Dios prospere. Al principio el pecador sólo se sentirá molesto. Mas tarde, comienza a hacer que se sienta frustrado, a meterse en su camino y a crearle una sensación de incómodidad. Finalmente, si los intereses de Dios y de su reino prosperan hasta el punto en que el pecador encuentra el camino del egoísmo bloquedado, tengamos cuidado.

El egoísmo frustrado es un monstruo.

El egoísmo odia a Dios, a la Biblia y a los verdaderos cristianos. Es enemigo de toda justicia. Simplemente, dejemos que los intereses de Dios se metan en el camino del pecador, y veremos lo que ocurre.

El egoísmo es cruel.

El egoísmo es siempre y necesariamente cruel; cruel para con el alma propia, cruel para con las almas de los demás porque se niega a preocuparse por ellas y actuar a favor de su salvación; cruel para con Dios, pues abusa de Él de diez mil modos; cruel para con todo el universo.

Todo pecador practica alguna forma de crueldad. El hecho de que vive en pecado, de que da ejemplo de egoísmo y no hace nada a favor de su propia alma, ni a favor de las almas de los demás es en realidad la forma más atroz de crueldad.63

Miremos a ese hombre que se detiene y mueve negativamente la cabeza cuando usted le pide que se arrepienta y acepte a Jesucristo. Él sabe que la Biblia es la verdad. Sabe que es pecador y que está bajo condenación. ¿Pero quiere tener cuidado de su propia alma? ¡No! Sus hijos y sus vecinos no son salvos, ¿pero quiere él orar a favor de ellos y tratar de conducirlos hacia Dios? ¡No! Si siguen su ejemplo, todos se irán al infierno. Es un hombre cruel.

Miremos ahora al hipócrita que dice creer en el Evangelio, pero que no ha ganado un alma para Cristo en años. Es miembro de una iglesia y cree en la vida más alla de la muerte. Pero fuera de la iglesia, sigue la corriente. En el trabajo, es sólo "uno de los muchachos". Se ríe, hace chistes, la pasa bien; pero no ora por las almas de sus compañeros, ni siente carga por ellos, ni hace el esfuerzo de hablarle a nadie acerca del Salvador. Es cruel.

El egoísmo es injusto.

Hay una injusticia suprema en el fin que escoge. Es la preferencia práctica de un interés propio acariciado, por encima de los intereses infinitos. Esta es una injusticia universal que se comete contra Dios y contra el hombre. Ningún pecador es justo jamás en ningún momento para con ningún ser del universo.64

No hay ni un solo pecador en la tierra o en el infierno que trate a Dios son rectitud. Si nos negamos a tratar así a Dios, no tenemos derecho a reclamar que estamos tratando bien a las demás personas. Aunque uno camine 20 kilómetros para ir a pagarle a otro un dólar que le debe si no se preocupa por el alma de ese hombre, está siendo injusto e inicuo para con él.

¡El corazón del pecador es injusto!

El egoísmo es una mentira.

El hombre egoísta ha proclamado en forma práctica que su bien es el bien supremo; . . . que todos los intereses tienen que rendirse al suyo. Con su decisión afirma que Dios no tiene derechos, que no debe ser amado ni obedecido, . . . pero que tanto Él como todos los demás seres deben obedecer y servir al pecador. ¿Puede haber una falsedad más grande y desvergonzada que esta?65

La vida de toda persona no convertida es la peor mentira posible. Mediante su ejemplo está diciéndole a todo aquel sobre quien ejerza influencia, que hay que pasar a Dios por alto; que los valores eternos no son importantes y que debemos vivir para complacernos a nosotros mismos.

Al negarse a vivir conforme a la verdad, el pecador vive en la falsedad. Está mintiendo a cada momento de su vida.

El egoísmo es orgulloso.

El orgullo es una predisposición a exaltar el yo por encima de los demás; a salirse del lugar que le corresponde a uno en la escala del ser, . . . a exaltar no solamente el propio interés, sino también la propia persona, por encima de los demás y del mismo Dios. . . Un ser orgulloso se considera a sí mismo como el ser supremo.66

El orgullo consiste simplemente en colocar el ego sobre el trono del corazón. El pecador se niega a entregarle el primer lugar a Dios. Se niega a reconocer en el corazón y en la práctica que Dios es el Ser Supremo. En efecto, esto es lo que dice: "Soy más importante que Dios". Esto es el orgullo, el pecado de Lucifer. Es el distintivo de todo pecador.

Aunque una persona use ropas viejas y se arrastre por el fango para tratar de probarse a sí misma y a los demás que es humilde, si se niega a someter su corazón a Dios, es orgullosa. Su corazón se opone a todos los esfuerzos que Dios hace para entrar en ese pequeño reino y controlarlo. Los postulados de Cristo constituyen una amenaza para la supremacía del ego en la vida del pecador; una intromisión en el pequeño mundo regido por él mismo. Por esa razón intenta vivir, o bien como si Dios no existiera, como una Persona real, o como si Él no tuviera autoridad, derechos e intereses en su vida.

El egoísmo es una oposición a la existencia de Dios. La oposición a un gobierno consiste en la oposición a la voluntad del gobernante. Es oposición a su existencia en esa condición. El egoísmo no soporta restricciones que puedan poner en peligro sus fines. Pero Dios es un enemigo irreconciliable del egoísmo. Él es entre todos los seres quien estorba más en el camino del egoísmo.

El egoísmo ofrece todas las formas y todos los grados posibles de resistencia a Dios. No tiene en cuenta sus mandamientos. Desprecia su autoridad. Desdeña su misericordia. Ultraja sus sentimientos. Provoca al máximo su paciencia.67

El egoísmo es intemperancia.

El egoísmo es la satisfacción de sí mismo, en desacuerdo con la razón.68

El pecado consiste en permitir, a sabiendas, que los apetitos sean los que tomen el control y el gobierno de la vida. Ahora bien, esto no significa que todos puedan gobernar a la vez. Hay que negarse a satisfacer unos para satisfacer otros. Pero si logra identificar sus apetitos dominantes, habrá hallado también sus pecados más acariciados. Estos toman la prioridad en el corazón del pecador. Tienen vía libre para su pleno desarrollo y satisfacción en la medida en que el pecador vaya teniendo la oportunidad. El pecador trata de satisfacerlos, porque halla en ellos el propósito de su vida.

Pero alguien pudiera preguntar: ¿Es que no debemos tener consideración alguna con nuestros gustos, apetitos y propensidades [antojos]?

No debemos tenerles una consideración tal como para que su satisfacción se convierta en el fin para el cual vivimos, ni siquiera por un momento. Dios no nos dio nuestras tendencias para que se enseñoreen sobre nosotros y nos gobiernen, sino para que sean nuestras esclavas y sirvan para nuestro disfrute cuando obedezcamos los preceptos de la razón y de Dios. Por tanto, no deben ser despreciadas, ni se debe desear su aniquilación.69

Los cristianos no somos fríos estoicos ni ascetas insensibles. Tenemos sentimientos reales y disfrutamos de la vida. Pero disfrutamos más la vida, porque no vivimos solamente para disfrutarla. Esto es lo hermoso en el gobierno divino. Cuanto menos vivamos para nuestra propia felicidad, tanto más felices seremos.

Viva para su propia felicidad, y nunca la hallará; viva para Jesucristo, ¡y descubrirá la felicidad!

Ahora bien, uno de los problemas reales que se presentan en la satisfacción de los deseos egoístas consiste en que su precio siempre sigue subiendo. Y no me estoy refiriendo a dólares ni centavos. La autocomplacencia pierde continuamente su capacidad de estimularnos. Los buscadores de emociones se cansan con sus juguetes. Una vez que se ha saciado, el pecador se siente aburrido. Aparece la frustración, y la vida se hace dura. Los placeres se vuelven rutinarios, y para conseguir el mismo efecto de antes, se necesita una "dosis" más fuerte.

Pero los apetitos desordenados nunca quedan satisfechos. Siempre exigen "más". El multimillonario busca ansiosamente unos pocos dólares más. Nunca satisface su pasión por el dinero, por mucho que tenga. Lo mismo sucede en el caso del alcohólico, el adicto a las drogas, el obsesionado con las relaciones sexuales y todos los demás.

¡Ah! ¿Pero qué diremos acerca del hombre trabajador, que se comporta correctamente, se queda en casa y pasa sus ratos de ocio con su familia?

Si este se niega a entregarle su corazón a Cristo, simplemente será tan complaciente consigo mismo como el que destruye su trabajo y su hogar por amor al licor, a los excesos sexuales y al juego. Sólo está haciendo lo que más le agrada. Por amor a los placeres del matrimonio, de la vida familiar y del hogar, y todo lo que va con estas cosas, se está negando todas las satisfacciones que son incompatibles con ellas, por lo menos en su práctica externa.

El deseo de los placeres domésticos pudiera ser tan fuertes que nunca les haya dado a los demás placeres ni siquiera la oportunidad para desarrollarse. O pudiera tener deseos rivales y conflictivos, pero los rechaza por el deseo más fuerte de contar con un trabajo estable y una vida de hogar agradable.

Tal vez algún día hará lo que hacen muchas personas respetables en su vida pública cuando se cansan de portarse de una manera socialmente aceptable: tirarlo todo en una parranda y sorprender a todo el mundo.

Sea como fuere, si la autocomplacencia domina el corazón de hombre, sea cual fuere la forma que tome, el corazón es totalmente pecaminoso. Es intemperante, porque está entregado totalmente a la satisfacción de sus propias exigencias.

La intemperancia. . . no consiste en el acto externo de complacencia, sino en la disposición interna. Un dispéptico (persona que padece de indigestión crónica) que sólo puede comer lo suficiente para mantenerse vivo, puede ser un gran glotón en su fuero interno.

Todo pecador es culpable ante los ojos de Dios de toda clase de intemperancia, real o concebible. Sus apetitos son los que llevan las riendas. Si hay alguna forma de autocomplacencia que no se haya desarrollado en él, no ha sido gracias a su esfuerzo. La providencia de Dios es la que ha restringido la complacencia externa, mientras que había en él una tendencia clara a cometer cualquier pecado, de la clase que fuera, de lo cual disuadido por el temor a las consecuencias.70

El egoísmo es totalmente pecaminoso. Todos los pecadores sacrifican los supremos intereses de Dios y de los demás en aras de las pasiones que han escogido. ¿Podrá haber alguna culpa mayor que ésta? ¿De qué otra cosa más puede llegar a ser culpable el pecador? Está pecando contra toda la luz que tiene; por esa razón es todo lo culpable que puede ser con esa luz y esa comprensión. ¿Qué podría impedir que peque contra una luz mayor --o contra toda la luz --, si la tuviera?

Mientras el pecador prosiga en la búsqueda de la autocomplacencia, continuará rechazando toda la luz que reciba y sacrificando todos los intereses que se atraviesan en su camino.

Si el pecador es capaz de sacrificar una cosa por su propio bien, ¿qué le impediría sacrificar todas las demás? ¿Qué le impediría expulsar a Dios del cielo, abolir su trono y destruir todo el universo, si el cumplimiento de sus deseos egoístas lo exigiera y fuera posible? No hay nada en su actual búsqueda de la autocomplacencia, que indique cuándo va a detenerse en esa búsqueda y en el desarrollo de su egoísmo; cuándo ha de detener los efectos destructores de ese egoísmo y volver su corazón hacia Dios.

Es cierto que podría hacerlo cuando aumente la luz de su entendimiento, pero el curso actual de su corazón no da muestras de ello. Si continua en su egoísmo, sería capaz de destruir todo el universo, si llegara a tener el poder de hacerlo.

¿Cual es el pecador que sabe realmente lo que haría, si sus deseos se lo exigieran y si tuviera la oportunidad?

Sólo Dios sabe cuántos hombres semejantes a Adolfo Hitler, hay; sólo que nunca han tenido la oportunidad de demostrar lo que son. El hecho de que sólo unos pocos pecadores hayan tenido éxito en el cumplimiento de sus deseos egoístas hasta ese punto es una demostración maravillosa de la providencia restrictiva de Dios.

Los pecadores se le resisten a Dios, cuando Él trata de hacerlos apartarse de sus pecados, y luego le echan la culpa por no apartar del pecado a los demás pecadores. Le echan la culpa a Dios por permitir que los demás sigan siendo pecadores; pero cuando Dios interfiere en sus propias complacencias, y trata de hacerlos apartarse de sus propios pecados, hay que ver cómo pelean y se resisten.

De modo que, si realmente queremos que Dios detenga todo el mal en el mundo, hemos de permitirle que comience en nuestros propios corazones.

Todo ser egoísta es en todo momento todo lo perverso y digno de culpa que puede ser con el conocimiento que tiene.

La culpabilidad del hombre egoísta es exactamente igual al conocimiento que tiene del valor intrínseco de aquellos intereses que rechaza (Lucas 12:47,48).

El egoísmo es el rechazo de toda obligación. Es la violación de toda obligación. Por lo tanto, el pecado del egoísmo es completo; esto es, su culpabilidad es todo lo grande que puede ser con la luz que posea actualmente el egoísta.71

Recordemos que el carácter del fin determina el carácter de los medios. Si el fin último es egoísta, los medios son egoístas, sin importar lo respetables que parezcan.

Si el pecador deja de ingerir bebidas alcohólicas y de parrandear, y sin embargo, no entrega su corazón a Dios, sólo está cambiando medios para lograr el mismo fin. El interés propio es el que exige el cambio, y no la consideración de los intereses de Dios ni la consideración real de los intereses de los demás.

¿Por qué se refrena el banquero "respetable", pero no convertido, y no lleva una conducta socialmente inaceptable? ¿Porque ama a Dios por sobre todo y a su prójimo como a sí mismo? No. Es a sí mismo a quien ama por sobre todo. Su "moralidad" es plástica; está al servicio de él mismo.

¿Por qué el alcohólico, el adúltero o el derrochador enmiendan sus caminos y, sin embargo, siguen rechazando a Jesucristo como Salvador y Señor? ¿Por amor real o benevolencia? No. Tal vez su anhelo de los beneficios de un hogar feliz domina los deseos de disfrutar de otras satisfacciones.

Tal vez sea que el sentimiento de compasión o de remordimiento por la manera como ha tratado a su familia ha llegado a ser su emoción más fuerte. Si esto lo hace pensar, y luego, cuando piensa, hace una inteligente entrega de sí mismo al Señor Jesucristo, santo y bueno. Pero si continua continúa prefiriendo ser esclavo de sus deseos, se dejara controlar por esa sensación de remordimiento. Mientras este sea el deseo que gobierne y mande, tomará buenas resoluciones y las mantendrá. Pero aún estará dominando el yo. Seguirá siendo esclavo del pecado. Su experiencia es la que hallamos en Romanos, capitulo 7; es decir, se niega a renunciar a su lealtad a los deseos. Cuando esos deseos cambien, su conducta cambiará.

Haremos lo que decidamos hacer. Si decidimos amar a Dios, lo amaremos. Si decidimos complacer al yo en vez de amar a Dios, lo complaceremos. Esto es exactamente lo que nos enseña el pasaje que se halla en Romanos 7:14-25. Mientras domine la satisfacción de los deseos egoístas, haremos lo que nos exija esa satisfacción, aunque nos odiemos a nosotros mismos por ello. El ego tiene que ser destronado del corazón, y Cristo tiene que ser entronizado en él, para que el agente moral pueda dejar de pecar en su vida externa.

Es importante recordar que la elección pecaminosa de satisfacer los deseos egoístas como fin último se hace con conocimiento, es decir, en oposición a la luz que tenemos. Los cristianos hacen cosas a menudo por impulso, por ignorancia o por falta de comprensión. Muchos cristianos auténticos tropiezan en su ignorancia porque hacen lo que sienten que deben hacer, en vez de hacer lo que harían si pensaran y oraran sobre el asunto.

Todos necesitamos más luz. Necesitamos crecer "en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo" (2 Pedro 3:18).

Como cristianos que somos, vivimos para un fin infinitamente valioso; el bienestar supremo de Dios y del hombre. Ahora bien, no persigamos ese fin descuidadamente. Es tan valioso, que no debemos tratarlo con ligereza. Conozcamos los medios que pueden lograr más eficazmente ese fin, y utilicémoslos con inteligencia. Busquemos toda la luz que podamos. Aprendamos las Escrituras y sigámoslas. Aprendamos a agradar más a Dios. Coloquemos toda emoción bajo la disciplina del Señorío de Jesús. Hagámoslo con amor.

Para esto, contamos con la gracia absolutamente suficiente de Dios. Tenemos también la presencia iluminadora del Espíritu Santo, que quiere guiarnos a toda la verdad (ver Juan) 16:13) y perfeccionar en nosotros el bello fruto de su presencia (ver Gálatas 5:22,23).

Gracias a Dios, no estamos solos en la labor de perfeccionarnos a nosotros mismos, pues "el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo" (Filipenses 1:6).

 

Capítulo 9

Todos nos dirigimos hacia algún lugar

No fuimos hechos para morir. Hay algo inmortal en nosotros. La eternidad está en nuestros corazones. Los materialistas son como los que silban en la oscuridad para quitarse el miedo, cuando tratan de preparar a las personas para que acepten la muerte como algo ineludible. La filosofía secular que propugna la idea de que "La muerte puede ser bella", es algo enfermizo.

Sólo hay dos clases de personas capaces de hacerle frente a la muerte con seguridad. Las primeras son los ateos convencidos, que han extinguido hasta la última llama vacilante de humanidad real dentro de ellos mismos. La segunda clase es la de los cristianos, que han hallado el significado pleno de la vida en el Cristo resucitado y en sus promesas.

El clamor ansioso que el joven rico le dirigió a Jesús: "¿Qué haré para heredar la vida eterna?" resume el profundo anhelo universal del alma humana. Si con la muerte termina todo, ¿qué decir de las deudas morales que no se han pagado? Si todas las recompensas y (los) castigos tienen lugar en esta vida solamente, no hay balance alguno en las cuentas. En ese caso, Adolfo Hitler habría corrido la misma suerte en su Führerbunker, que el soldado cristiano de 20 años de edad que estaba en el tanque Sherman incendiado.

Hay algo básico en nuestra inteligencia que nos dice que el gobierno moral de Dios no va a dejar que las cosas terminen así. Dios va a arreglar las cuentas y poner en balance los libros. La resurrección de Jesucristo lo prueba. Podemos darlo por seguro.

La ley moral tiene recompensas y castigos adecuados, que son administrados por el gobierno moral de Dios. Algunos son consecuencias naturales de la obediencia y la desobediencia. Sólo son cuestión de segar lo que se siembra.

Pero, además de las recompensas y los castigos naturales, hay otros señalados específicamente. Las recompensas y los castigos existen por varias razones:

(1) Sirven para inducir a la obediencia y para disuadir la desobediencia.

(2) Demuestran que Dios se preocupa tanto con respecto a nosotros, que hace todo lo moralmente posible para mantener la ley moral y el orden, promover la obediencia y evitar el pecado.

(3) Nos demuestran cuán importante es la ley moral para nosotros, lo recta que es, y lo necesaria para el bien supremo de todos.

(4) Prueban que Dios hace las cosas en serio. Una mirada al castigo debiera bastar para convencernos de que Dios no juega con el pecado.

¿Cuánto duran las recompensas y los castigos? La respuesta es sencilla: tanto como dure nuestra obediencia o nuestra desobediencia.

El hombre es inmortal. Cada uno de nosotros pasará la eternidad en algún lugar. Así que la felicidad tiene que continuar mientras continúe la obediencia, y el castigo tiene que continuar mientras continúe la desobediencia.

La Biblia nos enseña que los que van al cielo son los que obedecerán a Dios para siempre. Leemos en Apocalipsis 22:3: ". . . sus siervos le servirán." De esta manera, su gozo no tendrá fin.

No hay ninguna indicación de que los pecadores que van a morar en el infierno vayan a dejar de pecar alguna vez. Por el contrario, el mismo hecho de que su castigo no tenga fin, es una fuerte indicación de que su desobediencia tampoco lo tendrá. La terquedad tendrá su manera de perpetuarse bajo el severo castigo. Ninguna cantidad de castigo puede perdonar nuestros pecados ni hacernos inocentes. Con el castigo no logramos nada.

El pecado se perpetúa y se agrava por sí solo. No es estático. Los pecadores se hacen peores a medida que aumentan en edad. Simplemente pensemos en el resultado si este proceso continúa. Dejemos que pasen siglos incontables. Luego, si pudiéramos detenernos y echar una mirada al infierno, ¿qué hallaríamos? Ni una sola alma estaría dispuesta a amar y a obedecer a Dios. En vez de ello, habría llegado a ser inconmensurablemente peor. La ráfaga de viles maldiciones y de amargura que brotaría de las cavernas de los condenados nos haría huir con un horror y una repulsión aún mayores que el horror y la repulsión que nos causaría levantar las tapas de diez millones de letrinas putrefactas.

El pecado continúa en el infierno. Por eso, allí tiene que continuar el castigo.

No es solo sólo la muerte natural, pues ésta en realidad no sería pena alguna. Eso sería ofrecerle una recompensa al pecado. Si la muerte natural fuera la pena, entonces los niños y los animales sufrirían este castigo. Si fuera la única pena, no habría ninguna proporción entre la pena y la culpa del pecado. No sería la adecuada expresión de la importancia del precepto.

La sanción penal de la ley de Dios es la muerte sin fin, es decir, aquel estado de sufrimiento sin fin que es el resultado del pecado desde el punto de vista natural y del gobierno divino. . .

OBJECIÓN:

El castigo sin fin es injusto, porque la vida es tan corta, que los hombres no viven lo suficiente en este mundo para cometer un número tan grande de pecados que merezca un castigo así.

RESPUESTA:

Respondo. . . que el quebrantamiento de un precepto siempre incurre en la sentencia establecida por la ley, cualquiera que sea esa pena. La duración del tiempo empleado en la comisión de un pecado no tiene nada que ver con lo malo que sea el pecado ni con la culpabilidad que conlleva (cursivas añadidas)

 

OBJECIÓN:

Una criatura finita no puede cometer un pecado infinito.

RESPUESTA:

Esta objeción da por aceptado el hecho de que el hombre es. . . tan pequeño en relación con el Creador, que no puede merecer su enojo eterno. ¿Qué significaría mayor culpa: que un hombre golpeara a su prójimo e igual, o que golpeara a su legítimo soberano? Cuanto más exaltado esté el soberano por encima del súbdito en su naturaleza, carácter y legítima autoridad, tanto mayor será la obligación que tendrá el súbdito de querer el bien de él y rendirle obediencia, y tanto mayor es su culpabilidad en la trasgresión. Por tanto, el hecho de que el hombre esté tan infinitamente por debajo de su Hacedor, solo (sólo) refuerza la culpabilidad de su rebelión. . .

 

OBJECIÓN:

El pecado no es un mal infinito; por tanto, no merece un castigo infinito.

RESPUESTA:

Esta objeción puede significar, o bien que el pecado si no fuera dominado no produciría un daño infinito, o que (no) conlleva una culpabilidad infinita. No puede significar lo primero, porque. . . el daño tiene que continuar mientras continúe el pecado; por tanto, . . . el pecado no restringido produciría males sin fin.

¿Qué es lo que merece todo pecado por su propia naturaleza? Es manifiesto que los que niegan la justicia del castigo sin fin, consideran la culpa del pecado como una cosa trivial. Los que sostienen la justicia del castigo sin fin consideran el pecado como un mal de magnitud inconmensurable, que merece un castigo eterno.

La Biblia. . . presenta el futuro castigo de los perversos como eterno, y ni una sola vez lo presenta de otra manera. Expresa la duración de su castigo futuro con los mismos términos y . . . con tanta firmeza como expresa la duración de la felicidad futura de los justos.72

Dios no bromea con el pecado ni con los pecadores, porque no descuida la protección y la promoción del bienestar del universo. El Calvario es la prueba de esto. Para Él, los asuntos morales tienen una importancia fundamental y eterna. Y también deben tenerla para nosotros.

 

Capítulo 10

No le eschemos toda la culpa a Adán

Hay algo que no anda bien en la raza humana.

Pero es o no es nada nuevo. Usted ya lo sabía.

La pregunta es ésta: ¿qué es, y qué puede hacerse al respecto?

El problema del hombre se llama depravación moral. Es un padecimiento interno que requiere una gran transformación moral. La medicación externa no lograría nada. El uso de bálsamo para la conciencia pudiera hacer que la persona pospusiera la búsqueda de la solución real hasta un momento en que sea demasiado tarde.

El hombre necesita algo más que una simple modificación de su conducta. Necesita un corazón nuevo; esto es, un cambio completo en su opción fundamental. Sólo el corazón nuevo podrá corregir la conducta de la persona. Sin él, su conducta regresará a lo mismo de antes, volviendo a comprometer la voluntad con el egoísmo.

Pero si cambiamos la orientación de la voluntad, la vida cambiará.

La depravación moral es la depravación del libre albedrío; no de la facultad en sí, sino de su libre acción. La depravación de la voluntad como facultad es, o debiera ser, física y no moral. La depravación moral es la depravación de las decisiones.73

La palabra original griega más comúnmente usada en el Nuevo Testamento para significa "pecado" es hamartía. Significa simplemente "errar el blanco". Dicho en términos equivalentes, el pecado consiste simplemente en apuntar al blanco equivocado, esforzarse hacia la meta que no corresponde, vivir con una meta errónea.

La virtud es vivir para Dios. El pecado es vivir para sí mismo.

Recordemos que todas las elecciones de medios se hacen con el propósito de lograr el fin escogido. En consecuencia, el carácter del fin determina el carácter de los medios. Aquello para lo cual vivimos, determina la manera como vamos a vivir y la moralidad de nuestra vida. El motivo del corazón es la base de todo, porque es la razón por la cual lo hacemos todo.

De manera que todo el carácter moral de una persona está determinado por aquello para lo cual vive. Si vive para Dios, es moralmente correcta en un ciento por ciento. Si vive para sí misma, es moralmente incorrecta en un ciento por ciento.

Si el yo es la preferencia definitiva del alma, el carácter total del individuo es el egoísmo. Mientras continúe en esta postura egoísta, no hará nada para agradar a Dios, ni podrá hacerlo; porque si su motivación fuera la de agradar a Dios, ordenaría toda su vida en conformidad con ello. " . . . y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios" (Romanos 8:8). No dan en el blanco. Al aferrarse a un fin incorrecto, todo lo que hacen es incorrecto, egoísta y pecaminoso.

Eso significa, entonces, que todo individuo no convertido es total y moralmente depravado; en él no hay ninguna bondad moral real. Conscientemente, no hará nada que sea contrario al propósito final egoísta que lo motiva. Está persiguiendo ese propósito con todo su corazón en conformidad con todo el conocimiento y la oportunidad que tiene. Está totalmente entregado a sí mismo, y es totalmente culpable.

Entonces, ¿por qué es tan universal el egoísmo, y por qué cada uno de nosotros está tan entregado a la complacencia de sí mismo, que para salvar a algunos, Dios tiene que usar de su persuasión más poderosa, a fin de arrebatarnos del egoísmo y ganar nuestro corazón para sí?

La explicación más común consiste en decir que todos nacimos así, con una "naturaleza" pecaminosa dentro de nosotros, que anhela el pecado y nos hace cometerlo.

Si estamos de acuerdo con esta explicación o no, es asunto de elección personal, influida en gran parte por la manera como hayamos aprendido a interpretar ciertos pasajes de las Escrituras (por ejemplo, Salmo 51:5; 58:3; Romanos 5:12-19).

Finney no pensó mucho en esta doctrina del pecado original. En realidad, era bastante opuesto a ella. En primer lugar, no creía que la Biblia enseñe realmente que nacemos con una naturaleza pecaminosa, o con una disposición natural hacia el pecado en sí.

Además, él creía que la idea del pecado original heredado por toda la raza humana desde Adán, envuelve un concepto erróneo sobre lo que es el pecado. El pecado es una decisión; no una sustancia. Es moral, no físico ni metafísico. Es una decisión de la cual somos responsables, individual y personalmente. No es un incidente ni un infortunio que nos sucedió, sino un crimen que cometemos y del cual somos responsables.

Es justo permitir que Finney hable por sí mismo sobre el tema, de modo que presentamos a continuación algunos extratos de sus escritos:

La depravación moral consiste en el egoísmo, o en la elección del interés propio, en la satisfacción propia, o en la complacencia de sí como fin. En consecuencia, no puede consistir en una constitución pecaminosa, o en un . . . deseo de pecar. LA DEPRAVACIÓN MORAL ES PACADO EN SI, Y NO SOLAMENTE CAUSA DE PECADO (Enfasis del autor).

Hablar de una naturaleza pecaminosa . . . es atribuirle pecaminosidad al Creador, que es el autor de la naturaleza.

Es un dogma monstruoso y blasfemo sostener que un Dios santo esté airado contra alguna criatura porque ésta posea una naturaleza con la cual fue creada sin su conocimiento ni consentimiento.

Si el pecado implica necesariamente una naturaleza pecaminosa, ¿cómo pecaron Adán y Eva? ¿Cómo pecaron los ángeles? ¿Tenían ellos también una naturaleza pecaminosa?

¿No podemos explicar el hecho de que Eva comió del fruto prohibido sin suponer que ella tenía deseo de pecar? Ella deseó el fruto para obtener conocimiento, y no para pecar. Esto la condujo a la complacencia prohibida. Todos los hombres pecan precisamente de la misma manera. Consienten en esa misma complacencia; no en el deseo de pecar, sino en el deseo de otras cosas, y la decisión de convertir la satisfacción de sí mismo en un fin constituye el todo del pecado.

Estoy en contra de la doctrina de la pecaminosidad constitucional, porque convierte todo pecado, original o real, en una mera calamidad, y no en un crimen.

Según esta suposición, la ley es una tiranía, y el Evangelio, un insulto para los infortunados.

¿Qué? ¿Crearlos con una naturaleza pecaminosa, de la cual proceden, por la ley de la necesidad, las transgresiones reales, y luego enviarlos a la condenación eterna por tener esta naturaleza, y por transgresiones inevitables? ¡Imposible!

La Biblia . . . nos revela que el primer pecado de Adán fue en alguna forma la ocasión (la oportunidad), no la causa física necesaria, de todos los pecados de los hombres (Romanos 5:12-19).

Santiago dice que el hombre es tentado cuando es atraído por su propia consupiscencia y conquistado. . . . Pablo y otros escritores inspirados sostienen que el pecado consiste en la posesión de una mente carnal, . . . en pensar en la carne.

Las presentaciones que hace la Escritura indican que el cuerpo el la ocasión (la oportunidad) del pecado. La ley que está en sus miembros, y que batalla contra la ley de la mente, de la cual habla Pablo (Romanos 7), aparece manifiestamente como el impulso de la sensibilidad que se opone a la ley de la razón.

La elección egoísta es la del corazón perverso. . . . Esta decisión pecaminosa recibe en forma bastante adecuada el nombre de pecado interno.

La depravación moral fue inducida en nuestros primeros padres por la tentación. . . . Toda depravación moral comienza sustancialmente del mismo modo. Los impulsos de la sensibilidad se desarrollan gradualmente . . . a partir . . . del nacimiento. Los primeros actos de la voluntad los obedecen. Se forma el hábito de complacerse a sí mismo. Cuando la razón quiere afirmar la obligación moral, halla la voluntad entregada a los impulsos de la sensibilidad.

El egoísmo se confirma, se fortalece y perpetúa. . . . Crece con el pecador, se fortalece con él, y así lo hará para siempre, a menos que sea vencido por el Espíritu Santo por medio de la verdad.

La constitución del ser moral como un todo, cuando ya están desarrolladas todas sus facultades, no tiene tendencia a pecar, sino que marcha fuertemente en la dirección opuesta. Cuando la razón es desarrollada completamente por el Espíritu Santo, se convierte en la gran rival de la sensibilidad, y vuelve el corazón hacia Dios. El Espíritu Santo revela a Dios y el mundo espiritual, . . . de forma que sea la razón la que reciba el control de la voluntad. Esta es la obra de regeneración y santificación.74

Así que el pecado no es una cosa. No es un sólido, ni un líquido, ni un gas; tampoco un impulso eléctrico, una onda de radio, un rayo, o alguna sustancia mística que contamine nuestro torrente sanguíneo.

El pecado es una decisión. No es sólo un pensamiento. Es una entrega. No es algo que se asienta dentro de nosotros y nos obliga a hacer las cosas malas. El pecado está dentro de nosotros sólo en el sentido de que las decisiones tienen lugar en nuestro interior.

Nuestras decisiones morales no están determinadas por nada interno ni externo. Somos nosotros mismos quienes las determinamos. Cuando decidimos a quién serviermos, a ese es al que serviremos hasta que decidamos hacer lo contrario.

Las influencias internas y externas nos atraen para que las favorezcamos, pero no pueden forzarnos a hacer lo que ellas quieren. Nuestra atención está recibiendo continuamente sugerencias cuyo propósito es conmover los sentimientos. Muchos de estos sentimientos son normales y correctos. Otros no. En cualquier caso, podemos mantener nuestros sentimientos sujetos a la razón y a los supremos intereses de Dios, de los demás y aun de nosotros mismos, o podemos rendirnos a ellos y hacer lo que nos parezca, a pesar de las consecuencias que tenga para Dios, para los demás y para nosotros mismos.

La entrega de la voluntad para que sean los deseos los que la controlen, es pecado cuando se hace con el entendimiento y en oposición a la razón. Es colocar intencionalmente las exigencias del deseo por encima de los valores que nos presenta la razón y que nos revela la Palabra de Dios.

Así que no tenemos que buscar más allá de nuestros propios deseos y de las cosas que los estimulan para hallar la cuasa de la tentación y la razón del pecado.

¿Qué es lo que anda mal en este mundo? ¿Por qué hay tantísimo pecado? La respuesta es sencilla; muchísimas personas están haciendo lo que sienten, en vez de hacer lo que saben que deben hacer. La suma total de todo eso es el egoísmo: el rechazo del amor.

 

Capítulo 11

Dios acudió a rescatarnos

Todos sabemos lo que significa la luz roja del semáforo. Significa que debemos detenernos. Y la mayoría sabemos que es mejor detenernos que pasar corriendo sin respetar la luz.

¿Por qué? Porque sabemos que, si pasamos, pudiéramos matar a alguna persona, o morir nosotros mismos.

Por lo menos, esa es la razón decisiva. Pero también hay otra razón: que hay un castigo para el que no observe la señal de tránsito. Y ese castigo es el que la convierte en ley. Sin ese castigo, el semáforo no sería ley. Simplemente sería un buen consejo. El número de vehículos que han chocado en esa intersección indicaría la utilidad real de ese consejo, pero sin el castigo, no dejaría de ser un simple consejo.

Sin embargo, las cosas cambian cuando se agrega el castigo y se cumple. La gente comienza a tomarlo en serio, porque de ordinario pone más atención a los castigos que a los buenos consejos. Y mientras más severo sea el castigo, más en serio toma la ley.

El propósito de los castigos legales es asegurar la obediencia al precepto. La función de la misericordia al poner a un lado la ejecución de los castigos es un asunto de extrema delicadeza y peligro. Se ha podido comprobar que la influencia de la ley . . . depende en gran manera de la certidumbre que tengan las personas de que va a ser debidamente cumplida.75

La madre le dice a Susanita: "No me arranques las plantas del jardín. Si lo haces, te castigaré".

La niñita sale a jugar. Unos 15 minutos después, la madre mira por la ventana y ve que está arrancando los tulipanes.

--¡Susanita!, --grita la madre--, ¡Ven acá inmediatamente!

--¡Ay, mama, nunca lo volveré a hacer. ¡No me castigues!,--le ruega la chiquilla.

--Está bien,--responde la madre--. No te castigaré esta vez, pero no lo vuelvas a hacer.

Susanita vuelve a sus juegos y la madre a sus quehaceres domésticos. Diez minutos después, la madre echa una mirada por la ventana, y ahí está la "señorita mala conducta" en el mismo centro del jardín arrancando más tulipanes.

--¡Susanita! ¿Qué te dije?

Esta vez la voz de la madre tiene un tono severo.

--Mamá, lo siento. No me castigues, por favor. ¡Nunca lo volveré a hacer!

Parece que Susanita es sincera.

--Está bien,--vuelve a decir la madre--. No te castigaré esta vez. Pero no lo vuelvas a hacer.

En fin, que cinco minutos después, la madre mira por la ventana, y ¿qué es lo que ve?

Lo adivinó. Otra vez Susanita entre los tulipanes.

¿Por qué?

Porque nunca creyó realmente que la madre hablara en serio. Violó la palabra de la madre y escapó del castigo con sólo decir que lo sentía. Como resultado, la misericordia fue interpretada como debilidad. La ley se había convertido en un simple consejo.

Ahora bien, Dios no se enfrenta a pequeños actos secundarios de maldad. Él es el Gobernador moral del universo, y este planeta Tierra está en abierta rebelión. Con lo que se enfrenta, es con una rebelión total en los corazones de los seres humanos. El orden moral en el planeta Tierra está amenazado de sufrir un colapso. El egoísmo está brotando en todas partes.

¿Qué hará Dios con respecto a esto? ¿Infligir la pena apropiada para tal pecado? Si todo lo demás falla, tendrá que hacerlo.

Pero Dios quiere sacar a los pecadores de su rebelión y perdonarles el pecado. Quiere tener misericordia de ellos, si se lo permiten. Lo que no hará es perdonar a ninguno que haga que su misericordia parezca debilidad. Ama demasiado al universo para permitirlo.

Hay que hacer algo, para que su ofrecimiento de misericordia no lleve a la gente a pensar: "Fue fácil. Lo único que tuvimos que hacer fue decir que lo sentimos. Al fin y al cabo, Dios no parece tomar muy en serio el pacado."

El ejercicio de la misericordia . . . donde no se hace expiación, debilita al gobierno, porque engendra y fomenta la esperanza de impunidad.76

He aquí la situación: Dios tiene la responsabilidad moral de promover la felicidad y el bienester del universo en general, y del mundo en particular, y de protegerlo de todo lo que lo perjudicaría o destruiría.

Ahora bien, la influencia más perjudicial y destructiva de todas es el pecado, o sea, el egoísmo.

De modo que, puesto que Dios ama al mundo y se ha dedicado a lograr nuestro bienester supremo y el de todo el universo, tiene que estar dispuesto a hacer todo lo posible para protegerlo de la influencia destructivo del pecado.

Una de las vías imprescindibles que utiliza, el sostenimiento de la ley moral, y en él se incluye la aplicación de la pena cuando dicha ley es violada.

Dios quiere perdonar, no castigar. Sin embargo, el perdón significa suprimirle la pena a la persona perdonada, y suspender la pena, aun a una sola persona que haya quebrantado la ley, es algo muy peligroso. En realidad, sería un error, porque lo pone todo en peligro. Si una sola persona puede pasar inadvertida en la práctica del mal, la seguridad de todos quedaría amenazada, ya que es violada la integridad básica de la ley moral.

Por tanto, si Dios ha de suprimir la pena en cualquier caso, tiene que colocar en su lugar algo que haga lo que ella debía haber hecho. Sea lo que fuere, tiene que ejercer la misma influencia que ejercía la pena para evitar el pecado, al mostrar su gravedad y su destructividad, y hacer que la gente sepa que Dios habla en serio.

Bueno, ¿qué pudiera ser eso?

¿El arrepentimiento? Este es una condición necesaria para el perdón. Si no nos arrepentimos, no podemos ser perdonados. Pero el arrepentimiento solo no es suficiente. Es muy fácil, en el sentido de que promueve la idea siguiente: "Yo mismo puedo hacerlo cuando esté listo". No, nuestro arrepentimiento en sí no nos perdonará. No puede salvarnos. Hemos pecado ante el Señor santo, Dios del universo, y sólo Él puede perdonarnos.

Entonces, ¿por qué Dios no sigue adelante, y perdona a todos?

No lo respetaríamos si lo hiciera, como tampoco respetaríamos a un juez que abriera todas las cárceles y dejara en libertad a todos los reclusos.

No, Dios no tiene nada de tonto.

Entonces, ¿qué tal sería un sustituto? Que sea sacrificado un animal como sustituto por el castigo que le corresponde a la persona.

No, porque los sufrimientos y la muerte de un animal no serían suficientes para hacer que nos penetre el mensaje. Simplemente, no tendría influencia suficiente para impedir que la gente pecara. Se necesita algo más que eso.

Sin embargo, la idea de un sustituto es la correcta. ¿Cuál será ese sustituto?

Otro ser humano, no podría ser, porque, en primer lugar, todos hemos pecado (ver Romanos 3:23). Todos nosotros tendríamos que sufrir sentencia por nuestros propios pecados, de modo que no podríamos morir por alguna otra persona. Además, el solo sufirmiento y la muerte de una persona no serían suficientes para impedir que el mundo siga pecando.

Entonces, ¿qué tal si un ángel descendiese del cielo y muriese por nosotros?

No me parece, por la misma razón.

Entonces, ¿quién lo podría hacer?

1) Tendría que ser alguien que sea inocente.

2) Tendría que ser alguien que nos ame realmente, pues ciertamente, no nos lo debería a nosotros.

3) Tendría que ser alguien sumamente importante, pues sus sufrimientos y su muerte tendrían que tener una inmensa influencia. Al comprender las personas lo que él había hecho por ellas, el efecto tendría que ser tan fuerte, que las hiciera amar a Dios y dejar de pecar.

¿Pero quién es capaz de hacer esto?

No hay sino Uno: ¡El mismo Dios!

¡Y eso fue exactamente lo que El hizo! ¡En su Hijo, Jesucristo, Dios vino a la tierra, se hizo hombre, tomó nuestro lugar, sufrió y murió en la cruz como Sustituto nuestro!

Por eso ahora, si el alma culpable se vuelve a Dios (se arrepiente) y confía en su gran Sustituto, recibirá el perdón como un don gratuito.

¿Por qué?

Porque Dios, en Jesucristo, hizo por nosotros lo único que se podía hacer para despertarnos, a fin de que comprendiéramos la seriedad del pecado, lo odiáramos y nos volviéramos a Dios, con un efecto moral sobre nosotros, igual por lo menos a la amenaza del castigo.

En efecto, la cruz de Cristo debe tener sobre nosotros una influencia mucho más grande que la amenaza de castigo. Si la vista de nuestro inocente Soberano, nuestro Dios grande y bondadoso agonizando en la cruz y derramando su sangre por nuestros pecados, todo por amor a nosotros, no quebranta nuestro obstinado corazón y nos vuelve hacia Él ahora mismo y para siempre, no habrá nada que lo haga.

Todo eso, Él lo hizo para mí, y para usted.

¡Amigo! ¡Vuélvase a Él; recibalo, crea en Él, confíe en EÉ, ámelo, obedézcale, sírvalo para siempre!

Permita que la misericordia y la gracia de Dios, ofrecidas a un costo tan gigantesco y asombroso, le derritan el corazón, y se lo ganen. Acepte esa misericordia por fe.

Permita que la sangre de Jesucristo borre todos sus pecados. Es la única manera de ser perdonado. Si se niega a ello, tendrá que enfrentarse al castigo.

¿Por qué morir cuando puede vivir?

Permita que Jesucristo tome el legítimo lugar que le corresponde en el trono de su corazón, como Salvador y Señor. El traería consigo gozo, paz, felicidad y vida eterna.

Así que, en resumen, esta es la situación de la humanidad:

Tomos hemos pecado. Ninguno de nosotros, como agente moral, puede decir con veracidad que nunca ha cometido un pecado. Desafiando el conocimiento que teníamos con respecto a los derechos e intereses de Dios y de los demás, seguimos adelante, y decidimos colocar nuestro yo en primer lugar. Sabíamos que estábamos haciendo mal. Nuestra conciencia nos lo indicaba, y comprendimos, no sólo que éramos capaces de sacrificar los intereses de Dios y de los demás ante las demandas de nuestros propios intereses, sino también que ya lo habíamos hecho.

Sabíamos que éramos culpables y que no podríamos borrar esa culpa. Nunca podíamos perdonarnos nuestros propios pecados.

Claro que podíamos suprimir los sentimientos de culpa, pero eso no borra la culpa real. Todavía permanecíamos condenados ante el tribunal de Dios.

Y, ¡qué castigo! Sabíamos lo que se nos venía encima. Así que nos colocamos como condenados en las filas de muerte del pecado.

Luego, un día oímos la buena noticia. ¡El amor de Dios es tan grande, que vino a la tierra en la Persona de su Hijo Jesucristo, murío en la cruz como Sustituto nuestro, resucitó de entre los muertos, ascendió al cielo, y ahora vive para salvarnos y guardarnos!

Y sólo lo hizo por una razón: ¡el amor! La base de todo es el amor.

Ahora nos ofrece un perdón absolutamente gratuito. No podemos ganarlo. No lo merecemos. Lo único que podemos hacer es aceptarlo como un don gratuito.

Esa aceptación lleva consigo la entrega. Nadie acepta verdaderamente a Jesucristo como Salvador, sin aceptarlo somo Señor. Moralmente, es imposible aceptarlo y rechazarlo al mismo tiempo. Lo aceptamos. Nos sometemos a Él. Descansamos en Él. Esa es la fe. Esa es también la vida eterna.

 

Capítulo 12

Necesitamos un cambio

Muchas personas no quieren cambiar. No son cristianas, y les agrada el pequeño mundo egocentrista en que viven, tal como está. Quieren manejar su propia vida, y no están interesadas en permitir que Jesucristo entre y las controle. Si le concedieran el primer lugar en sus corazones, las cosas cambiarían completamente. El cambio sería grande y para bien, por supuesto, pero significaría también el fin de su egoísmo.

Y el egoísmo tiene muchísimo "favoritos".

Nunca olvidaré a un estimado señor a quien intentamos ayudar hacer algunos años. Me encontraba en Rainier, Oregón, en la década de los años cincuenta. Recuerdo una noche en particular. Mi esposa y yo caminábamos por la calle principal, cuando de repente, nuestro amigo salió de una taberna. Era alcohólico, pero esa noche estaba casi sobrio; lo suficiente para mantener una conversación razonable.

Le hablamos acerca del mensaje de Cristo y le dijimos que el poder de Dios podía quebrantar el poder del pecado en su vida.

Aún recuerdo su respuesta. Nos dijo: "¡Bueno, cuando tomo demasiado, simplemente vomito! Entonces me queda lugar para algo más".

No quería cambiar. Y Cristo no puede salvar a nadie mientras no permita que Él lo cambie.

Muy a menudo, la persona tiene que llegar a estar enferma o cansada del pecado para estar dispuesta a entregarse completamente a Dios. Espera hasta que el pecado la haya destruido y arruiando, antes de pensar que ya ha tendio suficiente. Hay algunos que se aferran a sus complacencias favoritas hasta la muerte. ¡Qué necedad! ¡Cuánto mejor es vivir para Cristo desde temprana edad, y permitir que Él construya en nosotros una vida hermosa, que traerle las ruinas que nos han dejado los años de pecado para que Él las repare!

Sí, los seres humanos necesitan un cambio, ya sea que lo reconozcan o no.

Hay quienes lo reconocen, pero no entienden qué es lo que necesitan. Se síenten intranquilos, insatisfechos, y siempre están cambiando de trabajo, de vecindario, de casa, de carro, de amigos, de cónyuge. Lo que no saben, o no están dispuestos a admitir, es que necesitan un cambio de corazón.

Un cambio de corazón, esto es, un cambio en aquello para lo cual están viviendo en definitiva. Este es el cambio moral más grande que puede sucederle a una persona. Es un nuevo nacimiento, una nueva vida.

La regeneración, el nuevo nacimiento, es un cambio moral. Es decir, es un cambio en la elección de aquello para lo cual uno vive en primer lugar. Es la decisión de valorar los intereses de Dios en primer lugar y los de los demás a la par de los nuestros. Esto hace de la regeneración un cambio total, ya que al ser un cambio en la meta suprema de nuestra vida, producirá un cambio también en cada detalle de ella: en las acciones, las emociones, los valores, los planes y las preferencias.

Recordemos que es como cambiar por completo el sistema de un río, de tal modo que todo fluya en dirección opuesta a la anterior.

Jesús dijo: "El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de donde viene, ni a donde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu" (Juan 3:8).

En otras palabras: vemos los efectos del viento, pero no vemos el viento. Exactamente del mismo modo, vemos en la vida del que cree en Cristo los resultados triunfales de la persuación del Espíritu Santo, pero no vemos al Espíritu Santo. Vemos las evidencias del cambio, pero no vemos el cambio de opción fundamental que ha logrado el Espíritu Santo en su corazón.

Por otra parte, si no oímos el viento, ni lo sentimos, ni vemos evidencia alguna de que esté soplando, es probable que, en efecto, no esté soplando viento alguno. Si en una vida no aparece ninguna evidencia de que haya cambio real en el corazón, probablemente es que no ha ocurrido.

Y ahora, antes de concluir este libro, es justo señalar que Charles G. Finney dijo, con respecto a los temas que hemos explorado, mucho más que lo poco que aquí hemos citado. A menudo, desarrolla sus tesis con gran elocuencia, pero el propósito de este libro me obligó a dejar fuera esas piedras preciosas.

Tal vez no estemos de acuerdo con todo lo que dice Finney. Sin embargo, antes de rechazar sus puntos de vista, la justicia exige que hagamos un estudio cuidadoso del estudio exhaustivo que hizo del tema en su obra Conferencias sobre teología sistemática.

En esta exploración, hemos visto el paraíso perdido y recuperado.

Toda persona que no esté convertida, se halla en "la fila de los condenados a muerte" en este mismo momento, bajo una condenación de la cual no puede librarse.

Ahora, Dios puede con seguridad y sabiduría perdonar a todo aquel que se lo permita.

¿Qué tenemos que hacer?

Solamente aceptar la obra de Cristo.

¿Eso es todo?

Sí, eso es todo. Pero en esa aceptación van comprendidas todas las cosas. Significa la entrega de todo el corazón, la renuncia a todo pecado y la aceptación de Jesucristo por fe como Salvador y Señor.

"Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro" (Romanos 6:23).

¿Se ha entregado a Dios, y ha aceptado su ofrecimiento gratuito de perdón y vida eterna por medio de Jesucristo? Si no lo ha hecho, hágalo ahora mismo. Se sentirá muy feliz cuando lo haya hecho.

 

Referencias

bibliográficas

 

1. Finney, Charles G., Autobiography. Fleming H. Revel Company, Nueva York, 1876. pág. 20.

2. Ibid., pág. 24.

3. Ibid., págs. 183, 184.

Todas la citas siguientes fueron tomadas de la obra de Charles G. Finney, Conferencias sobre teología sistemática, edición de un volumen, publicada en 1878 por E. J. Goodrich; publicada de nuevo en 1944 por "Colporter" Kemp, Whittier, California; posteriormente por Wm. B. Eerdmans Publishing Company, Grand Rapids, Michigan.

Las palabras colocadas entre paréntesis, fueron añadidas. Los puntos suspensivos en las citas indican que se hicieron ciertas omisiones para favorecer la claridad y la brevedad. Se ha tenido el cuidado de no cambiar el sentido de las oraciones al hacer dichas omisiones.

4. Ibid., pág. 1.

5. Ibid., pág. 2.

6. Ibid., pág. 2.

7. Ibid., prefacio x.

8. Ibid., pág. 2.

9. Ibid., pág. 2.

10. Ibid., pág. 2.

11. Ibid., págs. 2,3.

12. Ibid., pág. 3.

13. Ibid., pág. 3.

14. Ibid., pág. 4.

15. Ibid., págs. 4,5.

16. Ibid., págs. 5,6.

17. Ibid., pág. 6.

18. Ibid., pág. 9.

19. Ibid., pág. 12.

20. Ibid., págs. 13-15.

21. Ibid., pág. 16.

22. Ibid., págs. 23,24.

23. Ibid., págs. 24,25.

24. Ibid., pág. 26.

25. Ibid., págs. 27-33.

26. Ibid., págs. 34-35.

27. Ibid., págs. 35-38.

28. Ibid., págs. 42-48.

29. Ibid., págs. 80-95.

30. Ibid., págs. 96,97.

31. Ibid., pág. 106.

32. Ibid., pág. 107

33. Ibid., pág. 110.

34. Ibid., pág. 111.

35. Ibid., pág. 111.

36. Ibid., pág. 114.

37. Ibid., pág. 115.

38. Ibid., págs. 117-124.

39. Ibid., pág. 124.

40. Ibid., págs. 128-133.

41. Ibid., pág. 139.

42. Ibid., págs. 142,143.

43. Ibid., pág. 150.

44. Ibid., pág. 156.

45. Ibid., pág. 157.

46. Ibid., págs. 158,159.

47. Ibid., págs. 159-161.

48. Ibid., págs. 162-163.

49. Ibid., pág. 171.

50. Ibid., pág. 174.

51. Ibid., pág. 174.

52. Ibid., págs. 174,175.

53. Ibid., pág. 176.

54. Ibid., págs. 176,177.

55. Ibid., pág. 179.

56. Ibid., págs. 180,181.

57. Ibid., pág. 181.

58. Ibid., págs. 184,185.

59. Ibid., págs. 186,187.

60. Ibid., págs. 187-189.

61. Ibid., págs. 190,191.

62. Ibid., pág. 191.

63. Ibid., págs. 193,194.

64. Ibid., pág. 195.

65. Ibid., págs. 196,197.

66. Ibid., pág. 197.

67. Ibid., págs. 199,200.

68. Ibid., pág. 200.

69. Ibid., pág. 201.

70. Ibid., pág. 202.

71. Ibid., págs. 202-206.

72. Ibid., págs. 209-212.

73. Ibid., pág. 229.

74. Ibid., págs. 236-258.

75. Ibid., pág. 260.

76. Ibid., pág. 260.

 

 

 

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