LA VERDAD DEL EVANGELIO

TEOLOGÍA SISTEMÁTICA

por Charles G. Finney

 

Capítulo 9

Atributos Del Amor (Cont.)

8. Eficiencia es otro atributo o característica de la benevolencia. La benevolencia consiste en elección, intención. Ahora sabemos por la conciencia que la elección o la intención constituye la más profunda fuente de la mente o poder de acción. Si me propongo algo con honestidad, no puedo más que hacer el esfuerzo de lograr aquello que intento con la condición de que creo que es posible. Si escojo un fin, esta elección debe dar energía, y dará energía, para asegurar su fin. Cuando la benevolencia es la elección suprema, la preferencia o la intención del alma, es plenamente imposible que no deba producir esfuerzos para asegurar su fin. Debe dejar de existir, o manifestarse ella misma en ejecuciones para asegurar su fin pronto y cuando la inteligencia lo considere sabio hacerlo. Si la voluntad se ha rendido a la inteligencia en la elección de un fin, ciertamente obedecerá a la inteligencia en la búsqueda de ese fin. La elección o la intención es la causa de toda actividad exterior de agentes morales. Todos han escogido algún fin, ya sea su gratificación o el bien supremo de ser, y todo el ajetreo de la multitud de este mundo, no es nada más que la elección o la intención que busca ir al compás de su fin.

La eficiencia, por tanto, es un atributo de intención benevolente. Debe dar energía, dará energía, y da energía a Dios, a los ángeles, a los santos en la tierra y en el cielo. Fue este atributo que llevó a Dios dar a su hijo unigénito y que llevó al Hijo a darse a sí mismo "para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna" (Jn. 3:16).

Si el amor es eficiente para producir acción exterior, y eficiente para producir sentimientos internos, es eficiente para despertar al intelecto, y poner en acción al mundo de pensamiento para concebir maneras y medios para realizar su fin. Ejerce todos los atributos infinitos y naturales de Dios. Es la fuente principal que mueve todo el cielo. Es el poder y la fuerza que está moviendo con esfuerzo la masa de la mente, y meciendo al mundo como un volcán sofocado. Vean los cielos. Fue la benevolencia que los puso. Es la benevolencia que sostiene esos orbes poderosos y rodantes en sus cursos. Fue la buena disposición que se esforzó para realizar su fin que en un inicio aplicó poder creativo. El mismo poder, por la misma razón, aún da energía, y continuará dando energía para la realización de su fin, mientras Dios sea benevolente. Y ¡ah! ¡Qué pensamiento tan glorioso que la benevolencia infinita está ejerciendo, y que ejercerá por siempre atributos naturales infinitos para la promoción del bien! Ninguna mente más que una infinita puede concebir la cantidad de bien que Jehová asegurará. ¡Oh qué pensamiento bendito y glorioso! Pero es, y debe ser, una realidad, tan cierta como que Dios y el universo existen. No es una imaginación vana; es de las más ciertas como también de las más gloriosas verdades en el universo. Las montañas de granito son vapor en comparación con ella. Pero los verdaderamente benevolentes en la tierra y en el cielo simpatizarán con Dios. El poder que da energía en él, da energía a ellos. Un principio los anima y los mueve a todos, y ese principio es amor, buena disposición, al ser universal. Bien nuestras almas pueden gritar Amén, seguid, agilizar en Dios la obra; que permita a este poder y fuerza tirar y ejercer la mente universal hasta que todos los males de la tierra se pongan en su lugar, y hasta que todo lo que pueda hacerse santo se vista con la prenda de la alegría eterna.

Ya que la benevolencia es necesariamente, desde su misma naturaleza, activa y eficiente en poner esfuerzos para asegurar su fin, y ya que su fin es el bien supremo, se deduce que todos quienes son verdaderamente religiosos serán y deben ser, desde la misma naturaleza de la religión verdadera, activos en el intento de promover el bien de ser. Mientras el esfuerzo es posible para un cristiano, es tan natural para él como su respirar. Tiene dentro de él la mismísima fuente principal de actividad, un corazón puesto en la promoción del bien supremo del ser universal. Que esto nunca se olvide. Un cristiano ocioso, inactivo e ineficiente no debe llamarse así. La religión es esencialmente un principio activo, y cuando, y mientras exista, debe ejercer y manifestarse a sí misma. No es meramente un buen deseo, sino es una buena disposición. Los hombres pueden tener deseos y esperan y viven de ellos sin hacer esfuerzos para cumplirlos. Pueden desear sin ninguna acción. Si su voluntad está activa, su vida debe serlo. El pecador manifiesta y debe manifestar su elección egoísta, y del mismo modo el santo debe manifestar su benevolencia.

9. Complacencia en santidad o excelencia moral es otro atributo de la benevolencia. Esto consiste en benevolencia contemplada en sus relaciones con los seres santos.

Este término también expresa tanto un estado de inteligencia y de sensibilidad. Los agentes morales están tan constituidos que necesariamente aprueban el valor moral o la excelencia, y cuando incluso los pecadores contemplan el carácter moral correcto o la bondad moral, se ven obligados a respetarla y aprobarla por una ley de su inteligencia. Pocas veces no consideran esto como evidencia de bondad en sí mismos, pero esto sin duda es precisamente tan común en el infierno como en el cielo. Los mismísimos pecadores en la tierra o en el infierno tienen, por la constitución inalterable de su naturaleza, la necesidad impuesta en ellos de rendir homenaje intelectual a la excelencia moral. Cuando un agente moral está contemplando la excelencia moral, y su aprobación intelectual se pronuncia enfáticamente, lo natural, y con frecuencia el resultado necesario, es un sentimiento correspondiente de la complacencia o del deleite de la sensibilidad, pero siendo todo esto junto un estado involuntario de la mente, no tiene carácter moral. La complacencia, como un fenómeno de la voluntad, consiste en querer la bendición más elevada y existente del ser santo en particular como un bien en sí misma, y bajo la condición de su excelencia moral.

Este atributo de la benevolencia es la causa de un estado de conformidad de la sensibilidad. Es verdad que los sentimientos de complacencia pueden existir cuando la complacencia de la voluntad no existe, pero la complacencia de sentir seguramente existirá cuando la complacencia de la voluntad exista. La complacencia de la voluntad implica complacencia de conciencia, o la aprobación de la inteligencia. Cuando hay complacencia de la inteligencia y de la voluntad, debe venir, desde luego, la complacencia de la sensibilidad.

Es altamente digno de observación aquí que esta complacencia de sentimiento es aquella que generalmente se denomina amor a Dios y a los santos en el lenguaje común de los cristianos, y con frecuencia en el lenguaje popular de la Biblia. Es un estado vivo y agradable de la sensibilidad, y muy notorio por la conciencia, por supuesto. Ciertamente, es quizá de uso general llamar ahora a este fenómeno de la sensibilidad amor, y a falta de discriminación, hablar de ello como religión constituyente. Muchos parecen suponer que este sentimiento de deleite y de afecto por Dios es el amor requerido por la ley moral. Están conscientes de no estar voluntariamente en él como también pueden estarlo. Juzgan su estado religioso, no por el fin por el cual viven, es decir, por la elección o intención, sino por sus emociones. Si se encuentran fuertemente ejercitados con emociones de amor a Dios, se ven a sí mismos como en un estado de agradar a Dios, pero si sus sentimientos o emociones de amor no están activos, ellos desde luego se juzgan a sí mismos que tienen poca o nada de religión. Es notable el grado que consideran como un fenómeno de la sensibilidad y como consistente con puros sentimientos. Tan común es, ciertamente, que casi uniformemente, cuando cristianos declarados hablan de su religión, hablan de sus sentimientos, o el estado de su sensibilidad, en vez de hablar de la consagración consciente a Dios y al bien de ser.

Es también de cierta forma común para ellos hablar de sus puntos de vista de Cristo y de la verdad en una forma que muestra que consideran los estados del intelecto como una parte constitutiva, por lo menos, de su religión. Es de gran importancia que puntos de vista justos deban prevalecer entre cristianos sobre este tema memorable. La virtud o la religión, como se ha dicho repetidamente, debe ser un fenómeno de la voluntad. El atributo de la benevolencia que estamos considerando, es decir, la complacencia de la voluntad en Dios, es la luz más común en la que las escrituras lo presentan y también la forma más común en la que está revelada en el área de la conciencia. Las escrituras con frecuencia asignan la bondad de Dios como una razón para amarle, y los cristianos están conscientes de tener mucha consideración a su bondad en su amor a él. Quiero decir en su buena disposición a él. Querrán el bien para él y atribuirán a la bondad de Dios toda la alabanza y gloria para él sobre la condición de que él lo merece. De esto están conscientes. Ahora, como se ha mostrado en el capítulo anterior, en su amor o en su buena disposición a Dios, no consideran su bondad como la razón fundamental de querer el bien para él. Aunque su bondad es aquella que al momento impresiona sus mentes muy fuertemente, pero debe ser que el valor intrínseco de su bienestar se asume y que tienen en mente, o no más pronto querrán el bien que el mal para él. En querer su bien, ellos deben asumir su valor intrínseco para él, como la razón fundamental de quererlo. Y la bondad de él como una razón secundaria o condición, pero están conscientes de ser mucho más influidos en querer el bien de él en particular, por una consideración a su bondad. Si preguntan a un cristiano por qué amó a Dios, o por qué ha ejercido la buena voluntad para él, probablemente contestará porque Dios es bueno, pero supongamos que se le pregunta por qué quiso el bien en lugar del mal para Dios, diría porque el bien es bueno o valioso para él. O si él regresara la misma pregunta de antes, por ejemplo, porque Dios es bueno, daría esta respuesta, sólo porque pensaría que es imposible para cualquiera no suponer y saber que el bien se quiere en vez del mal por su valor intrínseco. El hecho es, el valor intrínseco del bienestar se toma necesariamente junto con la mente y siempre lo asumirá como una primera verdad. Cuando un ser virtuoso es percibido, esta primera verdad que es espontánea y necesariamente asumida, la mente piensa sólo en la razón secundaria o condición, o la virtud de ser en querer el bien para él.

Antes de que termine, debo anunciar de nuevo el tema del amor complaciente como un fenómeno de la sensibilidad y también del intelecto. Si no me equivoco, hay errores tristes y desilusiones burdas y ruines, abrigadas por muchos sobre este tema. El intelecto, por necesidad, aprueba perfectamente el carácter de Dios donde es aprehendido. El intelecto está tan correlacionado con la sensibilidad que donde percibe en una luz fuerte la excelencia divina, o la excelencia de la ley divina, la sensibilidad es afectada por la percepción del intelecto, como un objeto de curso y de necesidad para que las emociones de complacencia y deleite en la ley y en el carácter divino puedan con frecuencia brillar, y brillen, y ardan en la sensibilidad mientras la voluntad o el corazón están sin afectar. La voluntad permanece en una elección egoísta mientras el intelecto y la sensibilidad son fuertemente impresionados con la percepción de la excelencia Divina. Este estado del intelecto y de la sensibilidad es, sin duda, con frecuencia confundido por religión verdadera. Tenemos sin duda ejemplos en la Biblia, y casos similares en la vida común. "Que me buscan cada día, y quieren saber mis caminos, como gente que hubiese hecho justicia, y que no hubiese dejado la ley de su Dios; me piden justos juicios, y quieren acercarse a Dios" (Is. 58:2). "Y he aquí que tú eres a ellos como cantor de amores, hermoso de voz y que canta bien; y oirán tus palabras, pero no las pondrán por obra" (Ez. 33:32).

No hay nada de mayor importancia que entender por siempre que la religión es siempre y necesariamente un fenómeno de la voluntad, que siempre y necesariamente produce acción exterior y sentimiento interior, a causa de la correlación del intelecto y la sensibilidad, casi cualquier y cada variedad de sentimiento puede existir en la mente, como es producido por las percepciones del intelecto cual sea el estado de la voluntad, que si no estamos conscientes de la buena voluntad o la consagración y el bien de ser&emdash;si no estamos conscientes de vivir por este fin, no nos aprovecha nada cuales sean nuestros puntos de vista y sentimientos.

Y además no nos conforma considerar que aunque estos puntos de vista y sentimientos puedan existir mientras el corazón esté equivocado, seguro existirán cuando el corazón esté correcto; que pueda haber un sentimiento y un sentimiento profundo cuando el corazón esté en una actitud egoísta, pero que habrá y debe haber emoción profunda y acción agotadora cuando el corazón esté bien. Recuérdese que la complacencia, como estado de la voluntad, es siempre una característica sorprendente del verdadero amor de Dios, que la mente es afectada e influida conscientemente en querer la bendición real e infinita de Dios por una consideración de su bondad. La bondad de Dios no es, como se ha mostrado iterativamente, la razón fundamental para la buena disposición, pero es una razón o una condición tanto de la posibilidad de querer y de la obligación para querer su bendición en particular. Se asigna a sí misma, y a otros, su bondad como razón para querer su bien en lugar del valor intrínseco de bien porque esta última es tan universalmente y tan necesariamente dada por sentada que no piensa en mencionarla, darla siempre por sentado, que se entenderá y que debe entenderse.

10. Oposición para pecar es otro atributo o característica del verdadero amor a Dios.

Este atributo ciertamente está contenido en la misma esencia y naturaleza de la benevolencia. La benevolencia es buena disposición, o el querer el bien supremo de ser como un fin. Ahora, no hay nada en el universo más destructivo para este bien que el pecado. La benevolencia no puede hacer lo contrario más que estar eternamente opuesta al pecado como esa cosa abominable que necesariamente detesta. Es absurdo y contradictorio afirmar que la benevolencia no se opone al pecado. Dios es amor o benevolencia. Debe, por tanto, estar inalterablemente opuesta al pecado&emdash;todo pecado en cualquier forma o grado.

Pero hay un estado, tanto del intelecto como de la sensibilidad, que seguido se confunde con la oposición de querer pecar. La oposición a todo pecado es, y debe ser, un estado de la voluntad, y sobre esa base sola se vuelve virtud, pero con frecuencia existe también como un estado del intelecto y de igual manera de la sensibilidad. El intelecto no puede contemplar el pecado sin aprobación. Esta desaprobación es a menudo confundida por la oposición del corazón o la voluntad. Cuando el intelecto desaprueba y denuncia fuertemente el pecado, hay en la sensibilidad natural y necesariamente un sentimiento correspondiente de oposición al pecado, una emoción de aversión, de odio, de aborrecimiento. Esto a menudo se confunde por la oposición de la voluntad o el corazón. Esto se manifiesta en el hecho que con frecuencia los pecadores más notorios manifiestan una fuerte indignación por la opresión, la injusticia, la falsedad y muchas otras formas de pecado. Este fenómeno de la sensibilidad y del intelecto, como dije, se confunde a menudo con una oposición virtuosa al pecado que no puede ser si un acto de la voluntad no está involucrado.

Pero recuérdese que la oposición virtuosa al pecado es una característica del amor a Dios y al prójimo, o de la benevolencia. Esta oposición al pecado no puede de ningún modo coexistir con cualquier grado de pecado en el corazón. Es decir, esta oposición no puede coexistir con una elección pecaminosa. La voluntad no puede al mismo tiempo estar opuesta al pecado y cometer pecado. Esto es imposible, y la suposición comprende una contradicción. La oposición al pecado como fenómeno del intelecto, o de la sensibilidad, puede existir; en otras palabras, el intelecto puede fuertemente desaprobar el pecado, y la sensibilidad puede sentirse fuertemente opuesta a ciertas formas de pecado, mientras que al mismo tiempo la voluntad puede permanecer fiel a la autocomplacencia en otras formas. Este hecho, sin duda, explica el error común que podemos, al mismo tiempo, ejercer una oposición virtuosa al pecado y aún continuar pecando.

Muchos, sin duda, obran bajo este engaño fatal. Están conscientes no sólo de una desaprobación intelectual del pecado en ciertas formas, sino también a veces de sentimientos fuertes de oposición a esto; y sin embargo, están conscientes de seguir cometiéndolo. Ellos, por consiguiente, concluyen que tienen un principio de santidad en ellos mismos y también un principio de pecado, que son parcialmente santos y parcialmente pecaminosos al mismo tiempo. Su oposición, cuando sin duda es tan común como en el infierno, e incluso más de lo que es en la tierra, por la razón de que el pecado está más desnudo allá de lo que generalmente está aquí.

Pero ahora surge la pregunta, ¿cómo es que tanto el intelecto como la sensibilidad se oponen a esto, y sin aún se persevera en aquello? ¿Qué razón puede tener la mente para una elección pecaminosa cuando no se le insta ni por el intelecto ni la sensibilidad? La filosofía de este fenómeno necesita explicación. Démosla.

Yo soy un agente moral. Mi intelecto necesariamente desaprueba el pecado. Mi sensibilidad está tan correlacionada a mi intelecto que simpatiza con él, o es afectada por sus percepciones y juicios. Yo contemplo el pecado. Necesariamente lo desapruebo y lo condeno. Esto afecta mi sensibilidad. Lo detesto y aborrezco. No obstante lo cometo. Ahora bien, ¿cómo se nos responsabiliza? El método usual es atribuirlo a la depravación en la voluntad en sí misma como un estado corrupto o fallido de la facultad para escoger perversamente el pecado por su propia causa. Aunque el intelecto lo desaprueba y la sensibilidad lo detesta, sin embargo, tal, se dice, es la depravación inherente de la voluntad que no obstante se adhiere pertinazmente al pecado, y continuará haciéndolo hasta que la facultad sea renovada por el Espíritu Santo y se imprima en la voluntad una predisposición o inclinación santas.

Pero aquí hay un error garrafal. Con la finalidad de ver la verdad en este asunto, es de vital importancia investigar lo que es el pecado.

Es admitido por todos que el egoísmo es pecado. Comparativamente pocos parecen entender que el egoísmo es el todo del pecado, y que cada forma de pecado se puede resumir en pecado, así como cada forma de virtud se puede resumir en benevolencia. No es mi propósito ahora mostrar el egoísmo como el todo del pecado. Es suficiente por el momento admitir que el egoísmo es pecado, pero ¿qué es egoísmo? Es la elección de la gratificación de uno mismo como un fin. Es la preferencia de nuestra propia gratificación al bien supremo del ser universal. La gratificación de uno mismo es el fin supremo del egoísmo. La elección es pecaminosa. Es decir, la moralidad de esta elección egoísta es pecado. Ahora, en ningún caso, el pecado es o puede ser elegido por su propia causa o como un fin. Cuando algo es escogido para gratificar al yo, no se escoge porque la elección sea pecaminosa, no obstante que es pecado. No es la pecaminosidad de la elección en la que la elección se fija como un fin o por su propia causa, sino es la gratificación la que es sustentada por lo que se elige. Por ejemplo, el robo es pecado, pero la voluntad, en un acto de robo, no busca o acaba en la pecaminosidad del robo, sino en la ganancia o gratificación esperada por el objeto robado. La embriaguez es pecaminosa, pero el ebrio no quiere o elige la pecaminosidad por su propia causa o como un fin. No elige la bebida fuerte porque la elección sea pecaminosa, no obstante que lo es. Elegimos la gratificación, pero no el pecado como un fin. Elegir la gratificación como un fin es pecaminoso, pero no es el pecado el objeto de la elección. Nuestra madre Eva comió del fruto prohibido. El comerlo fue pecado, pero lo que eligió o quiso no fue la pecaminosidad de comerlo, sino la gratificación esperada al comer del fruto. No es, no puede de ningún modo ser verdad que el pecado se escoge como un fin o por su propia causa. El pecado es sólo la cualidad del egoísmo. El egoísmo es la elección, no del pecado como un fin o por su propia causa, sino de la gratificación de uno mismo, y esta elección de la gratificación de uno mismo como un fin es pecado. Es decir, la cualidad moral de la elección es pecado. Decir que el pecado es, o puede ser, escogido por su propia causa es falso y absurdo. Es como decir que una elección puede acabar en un elemento, cualidad o atributo de sí misma como el objeto que se elige es realmente un elemento de la elección en sí misma.

Pero se dice que los pecadores a veces están conscientes de elegir el pecado por su propia causa, o porque es pecado que ellos posean tal estado mental malicioso que aman al pecado por su propia causa, que "ruedan en pecado como un dulce bocado de pan en el paladar," o que "comen el pecado de la gente de Dios como comen pan;" es decir, que aman sus a propios pecados, y los de otros como lo hacen con su alimento necesario y lo escogen por esa razón, o sólo como lo hacen con el alimento, que no sólo pecan ellos mismos con codicia, sino como que tienen el placer en él y hacen lo mismo. Ahora bien, todo esto puede ser verdad, pero no rebate en lo absoluto la postura que he tomado, a saber, que el pecado nunca es, y nunca puede ser, elegido como un fin o por su propia causa. El pecado puede buscarse y amarse como un medio pero nunca como un fin. La elección del alimento ilustrará esto. La comida nunca es escogida como un fin soberano, nunca puede ser elegida de esa manera. Siempre es un medio. Es la gratificación o la utilidad en algún punto a la vista, que constituye la razón de elegirlo. La gratificación es siempre el fin por el cual come un hombre egoísta. No puede ser meramente el placer presente de comer lo que busca él solo o principalmente. Sin embargo, si una persona egoísta, tiene su propia gratificación a la vista como un fin. Puede ser que no sea tanto un presente, como una remota gratificación que se tenga a la vista. De este modo, puede elegir el alimento para darle salud y fuerza para ir en pos de una gratificación distante, la adquisición de riqueza, o de algo más que lo gratifique.

Puede suceder que un pecador pueda estar en un estado de rebelión en contra de Dios y del universo, de un personaje tan aterrador que tome placer en querer, y en hacer, y decir cosas que sean pecaminosas, sólo porque son pecaminosas y desagradables para Dios y para los seres santos, pero incluso en este caso, el pecado no es escogido como un fin, sino como un medio para gratificar ese sentimiento malicioso. Es después de todo la gratificación de uno mismo la que se escoge como un fin y no el pecado. El pecado es el medio y la gratificación de uno mismo es el fin.

Ahora estamos preparados para entender cómo es que tanto el intelecto y como la sensibilidad puedan con frecuencia oponerse al pecado y sin aún la voluntad se adhiere a la indulgencia. Un ebrio está contemplando el carácter moral de la embriaguez. Instantánea y necesariamente condena la abominación. Su sensibilidad simpatiza con el intelecto. Desprecia la pecaminosidad de tomar bebida fuerte y a sí mismo debido a eso. Está avergonzado y, si fuera posible, escupiría en su misma cara. Ahora, en ese estado, seguramente sería absurdo suponer que podría escoger pecar, el pecado de la bebida como un fin o por su propia causa. Esto sería escogerlo por alguna razón imposible, y no por alguna razón, pero aún puede escoger continuar bebiendo no porque sea pecaminoso, no obstante lo es, porque mientras el intelecto condena el pecado de tomar bebida fuerte, y la sensibilidad desprecia la pecaminosidad de la indulgencia, aún existe un apetito fuerte, no por el pecado, sino por el licor que la voluntad busca la gratificación a pesar de su pecaminosidad. De modo que es, y debe ser, en cada caso donde el pecado se comete a la cara de la oposición del intelecto y del desprecio de la sensibilidad. La sensibilidad desprecia la pecaminosidad, pero más fuertemente desea el objeto de elección el cual es pecaminoso. La voluntad en un ser egoísta cede al impulso más fuerte de la sensibilidad y el fin escogido es, en ningún caso, la pecaminosidad del acto, sino la gratificación de uno mismo. Aquellos que suponen esta oposición del intelecto o de la sensibilidad es un principio santo están fatalmente engañados. Es la clase de oposición al pecado que seguido se manifiesta entre los malos y que se atribuyen el mérito de bondad o virtud para ser moralmente o totalmente depravados, del cual ni un átomo poseen. No creerán ellos mismos estar moralmente o totalmente depravados mientras estén conscientes de tanta hostilidad al pecado dentro de ellos, pero ellos deben entender que esta oposición no es de la voluntad, o ellos no podrían seguir en pecado, que es puramente un estado involuntario de la mente, y no tiene ningún carácter moral. Recuérdese entonces que una oposición virtuosa al pecado es siempre y necesariamente un fenómeno de benevolencia, un fenómeno de la voluntad, y que es naturalmente imposible que esta oposición de la voluntad coexista con la comisión del pecado.

Como esta oposición está plenamente implicada, y como es un atributo esencial la benevolencia o el verdadero amor a Dios, se deduce que la obediencia a la ley de Dios no puede ser parcial en el sentido de que amamos a Dios y al pecado al mismo tiempo.

11. Compasión por los miserables es también un atributo de la benevolencia, o del puro amor a Dios y al hombre. Esta benevolencia es vista en sus relaciones con la miseria y culpa.

Hay una compasión que es un fenómeno de la sensibilidad. Puede existir, y a menudo existe, en la forma de una emoción, pero esta emoción que es involuntaria no tiene carácter moral en sí misma. La compasión, que es una virtud y que se nos requiere como deber, es un fenómeno de la voluntad, y es por supuesto un atributo de la benevolencia. La benevolencia como se ha dicho con frecuencia es buena disposición o querer la felicidad suprema y el bienestar de Dios y del universo por su propia causa, o como un fin. Es imposible, por tanto, por su propia naturaleza que la compasión por los miserables no sea uno de sus atributos. La compasión de la voluntad por la miseria es la elección o el deseo de que pueda no existir. La benevolencia quiere que la felicidad deba existir por su propia causa. Debe, por tanto, desear que la miseria no pueda existir. Este atributo o peculiaridad de la benevolencia consiste en desear la felicidad de los miserables. La benevolencia, considerada simplemente, es querer el bien o la felicidad de ser en general. La compasión de la voluntad es un querer particularmente que los miserables deban ser felices.

La compasión de la sensibilidad es simplemente un sentimiento de lástima en vista de la miseria. Como se ha dicho, no es una virtud. Es sólo un deseo por no querer, consecuentemente, no beneficia su objeto. Es un estado de la mente del cual Santiago 2:15-16 habla: "Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha?" Este tipo de compasión puede evidentemente coexistir con el egoísmo, pero la compasión de corazón, o de la voluntad, no puede porque consiste en querer la felicidad del miserable por su propia causa y desde luego imparcialmente. Negará, y por su propia naturaleza debe negar, el yo que promueva su fin cuando pueda sabiamente, es decir, cuando es visto que se demanda por el bien supremo general. Las circunstancias pueden existir que lo consideran poco prudente expresar esta compasión al extender en realidad ayuda al miserable. Tales circunstancias prohíben que Dios deba extender ayuda a los perdidos en el infierno, pero por su carácter y relaciones gubernamentales, la compasión de Dios sin duda no haría esfuerzos inmediatos para su ayuda.

Muchas circunstancias pueden existir aunque la compasión se apresuraría a la ayuda de su objeto, pero en general, la miseria que existe es considerada como el menor de los males, y por tanto, la sabiduría de la benevolencia prohíbe aplicar esfuerzos para salvar su objeto.

Pero es de última importancia distinguir cuidadosamente entre la compasión como fenómeno de la sensibilidad o como un mero sentimiento, y la compasión considerada como cualidad de la voluntad. Esto, recuérdese, es sólo la forma de la compasión virtuosa. Muchos que, desde las leyes de constitución mental, sienten rápida y profundamente, seguido se atribuyen ser compasivos mientras pocas veces hacen mucho por los oprimidos y los miserables. Su compasión es un mero sentimiento. Se dice "caliéntense y sáciense" pero no para ellos lo cual es necesario. Es este atributo particular de la benevolencia que fue tan conspicuo en la vida de Howard, Wilberforce y muchos otros cristianos filántropos.

Debe decirse antes de que deje la consideración de este atributo, que la voluntad a menudo es influida por el sentimiento de compasión. En este caso, la mente no es menos egoísta para buscar promover la ayuda y la felicidad de su objeto que sea otra forma de egoísmo. En tales casos, la gratificación de uno mismo es el fin buscado, la ayuda a los que sufren es sólo un medio. La lástima es movida y la sensibilidad es dolida profundamente e provocada por la contemplación de la miseria. La voluntad es influida por este sentimiento, por un lado hace esfuerzos para aliviar la emoción dolorosa, y por el otro gratifica el deseo de ver feliz al que sufre. Esto sólo es una forma de imposición del egoísmo. Sin duda, hemos presenciado muestras de este tipo de gratificación. La felicidad del miserable no es en este caso buscada como un fin o por su propia causa, sino como un medio de gratificar nuestros sentimientos. Esto no es obediencia de la voluntad a la ley del intelecto, sino obediencia al impulso de la sensibilidad. No es una compasión natural e inteligente, sino sólo tal compasión se ve en los animales que la ejercen. Arriesgarán e incluso darán sus vidas para dar alivio a uno de su grupo, o a un hombre que está en miseria. En ellos no hay carácter moral. Al no tener razón, no es pecado para ellos el obedecer a su sensibilidad; no, ésta es una ley de su ser. Esto es lo único que pueden hacer. Para ellos, entonces, el buscar su propia gratificación como un fin no es pecado, pero el hombre tiene razón, está destinado a obedecerla. Debe querer y buscar el alivio y la felicidad del miserable por su propia causa y por su valor intrínseco. Cuando lo busca no por consideración del que sufre, sino en defensa propia, o para aliviar su propio dolor, y gratificar sus propios deseos, esto es pecado en él.

Muchos, por tanto, quienes se toman mucha atribución para la benevolencia están, después de todo, sólo en el ejercicio de esta forma impositiva de egoísmo. Toman atribución para la santidad cuando su santidad es sólo pecado. Lo que especialmente vale la pena observar aquí es que esta clase de personas parece ser más virtuosa por cuánto más es llevada manifiesta y exclusivamente por el impulso de sentimiento. Están conscientes de sentirse profundamente más sinceros y esforzados en obedecer sus sentimientos. Cada cuerpo que los conoce también puede ver que se sienten profundamente y que están influidos por la fuerza de sus sentimientos en lugar del intelecto. Ahora, tan grave es la oscuridad de muchas personas en el tema que se premian ellos mismos y a otros con elogios sólo en proporción en tanto están seguros de que fueron accionados por la profundidad de sus sentimientos en lugar de su juicio sobrio.

Pero no debo dejar este tema sin observar que, cuando la compasión existe como un fenómeno de la voluntad, ciertamente también existirá como un sentimiento de la sensibilidad. Un hombre con corazón compasivo también será un hombre de sensibilidad compasiva. Sentirá y actuará. Sin embargo, sus acciones no serán el efecto de sus sentimientos sino será el resultado de su juicio sobrio. Tres clases de personas suponen, y son supuestas por otras, el ser verdaderamente compasivas. La primera clase exhibe mucho sentimiento de compasión, pero su compasión no influye su voluntad, por tanto, no actúan por el alivio del sufrimiento. Se contentan con meros deseos y lágrimas. Dicen estar vestidos y abrigados pero no dan ayuda a los necesitados. Otra clase siente profundamente y cede a sus sentimientos. Claro, son activos y energéticos en el alivio del sufrimiento, pero son gobernados por el sentimiento en lugar de ser influidos por el intelecto, no son virtuosos sino egoístas. Su compasión es sólo una forma de imposición de egoísmo. Una tercera clase siente profundamente, pero no son gobernados por impulsos ciegos de sentimiento. Toman un punto de vista racional del asunto, actúan sabiamente y energéticamente. Obedecen a su razón. Sus sentimientos no los dirigen, ni buscan gratificar sus sentimientos, pero estos últimos son verdaderamente virtuosos, y en general los más felices de los tres. Sus sentimientos son los más gratificados por cuanto no ambicionan su gratificación. Obedecen a su intelecto, y por tanto, tienen satisfacción doble del aplauso de la conciencia, mientras sus sentimientos son plenamente gratificados al ver cumplido su deseo compasivo.

 

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