The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 24

 

PRIMERAS LABORES EN OBERLIN

 

Los estudiantes del Seminario Lane llegaron a Oberlin. Los fideicomisarios levantaron barracas o cabañas en las cuales se alojaron. Cuando se dio la noticia de que el colegio se había abierto los estudiantes acudieron a nosotros de todas direcciones. Después de haber hecho mi compromiso de ir a Oberlin, los hermanos del colegio me solicitaron traer conmigo una tienda grande para celebrar reuniones, pues no contaban con un salón lo suficientemente amplio como para acomodar a la gente. Les informé a algunos hermanos de mi congregación la solicitud, quienes me dijeron que mande a elaborar la tienda, pues ellos cubrirían los gastos. Mandé a hacer la tienda y efectivamente los hermanos me entregaron el dinero para pagar por ella. Sin embargo, justo en ese momento, los hermanos en Oberlin temieron que la tienda les resultara en una trampa, ya que por ella podrían sentirse en la urgencia de predicar por todo aquel nuevo territorio y en los pueblos y campos aledaños, lo que significaría sacrificar la tarea principal de la enseñanza. Me dejaron conocer su pensar por medio de una carta, y me pidieron abandonar la idea de conseguir la tienda. Les informé de esta nueva cuestión a los hermanos que habían contribuido para costearla y les pregunté qué deseaban que hiciera con el dinero. Me respondieron que no recibirían el dinero de vuelta y me recomendaron entregarlo a los fondos del colegio o destinarlo a alguna otra buena causa, la cual no recuerdo. De cualquier modo, dispuse del dinero según sus deseos y no le di más pensamiento al asunto, sino hasta que estuve casi a punto de partir y para mi sorpresa recibí otro requerimiento de los hermanos de Oberlin, diciéndome que realmente necesitaban aquella tienda y que deseaban que la consiguiera. Aunque la situación me trajo desazón, conocía los corazones y los bolsillos abiertos de mis amigos en Nueva York y sabía que sin duda se envolverían en el proyecto cuando se los mencionara. Sin vacilación alguna me dijeron: "Vaya, mande a hacer la tienda y nosotros daremos el dinero".

 

Fue así que nuevamente ordené la elaboración de una tienda circular de cien pies de diámetro con toda la parafernalia respectiva para ponerla en pie. En la cima del poste central que soportaba la tienda había un gallardete que decía en grandes letras la frase "Santidad a Jehová". Esta tienda nos fue de gran ayuda. Cuando el clima lo permitía la extendíamos en la plaza cada Sabbat y sosteníamos en ella servicios públicos. Varias de nuestras primeras graduaciones se celebraron allí. Hasta cierto punto se usaba para sostener reuniones prologadas en la región, pero nunca como para interferir con nuestras labores públicas en el lugar.

 

He hablado anteriormente acerca del compromiso hecho por el hermano Arthur Tappan de suplirnos con fondos, incluso al punto de tener que hacer entrega de todos sus ingresos hasta que nos viéramos libres de necesidades monetarias. Este acuerdo hecho entre el hermano Tappan y yo era privado, y constituyó en una promesa que me hizo de manera personal bajo la condición de que fuera a Oberlin como profesor. El hermano me dijo: "deseo que su institución se haga conocer; por esto quiero que los fideicomisarios envíen agentes al campo y a las ciudades para que den a conocer el objeto y las necesidades de la institución. Recolecte el dinero que le sea posible y esparza la noticia de su empresa por medio de sus agencias, tan lejos como le sea posible. No quiero que se difunda una bandera abolicionista, sino que lleve a cabo su intención de recibir estudiantes de color bajo las mismas condiciones que los blancos, y vea que la obra no sea quitada de las manos de la facultad para ser arruinada por los fideicomisarios, como ocurrió en Cincinnati. Simplemente de a conocer que recibirán estudiantes y ábrase camino lo mejor que pueda. Vaya y levante sus edificios lo más pronto posible, y cualquiera que sea la deficiencia en los fondos, después de que los esfuerzos hayan sido hechos por sus agentes, recurra a mí y yo honraré lo que haga falta hasta lo que cubran mis ingresos de cada año".

 

Llegue al territorio con este acuerdo, sin embargo, quedó claro tanto para el hermano Tappan como para mí que el acuerdo no debía dársele a conocer a los fideicomisarios, no sea que desistieran de hacer los esfuerzos que Arthur Tappan deseaba que hicieran, no solo en la recolección de fondos, sino en dar a conocer por todos lados las necesidades y los propósitos de la institución. De acuerdo con este acuerdo la obra en Oberlin continuó avanzando con tanta rapidez como era posible, considerando que estábamos ubicados en medio del bosque y en un agujero de lodo--eso era el vecindario realmente en aquel entonces. La ubicación escogida para la institución era penosa, no se la había considerado con cuidado, sino que se había hecho una decisión apresurada. Si no hubiera sido por la bondadosa mano de Dios, ayudándonos en cada etapa, la institución hubiera resultado en un fracaso solo por causa de tan mal escogida localidad. Nos fue necesario gastar muchos miles de dólares para poder vencer los obstáculos naturales que nos encontramos cuando decidimos plantar el colegio en aquel lugar.

 

Apenas habíamos emprendido el proyecto, y estábamos en el proceso de levantar los edificios y en necesidad de una gran suma de dinero, cuando se produjo el gran colapso comercial. Este colapso postró al hermano Tappan y casi a todos los demás hombres que habían firmado su compromiso para sustentar el fondo para el pago de la facultad. El colapso comercial abarcó el país y echó a tierra a una gran masa de hombres acaudalados. Con esto nos quedamos no solo sin fondos para sostener a la cátedra, sino con una deuda de cincuenta mil dólares y sin prospectos de poder obtener fondos provenientes de los amigos del Colegio en este país. El hermano Tappan me escribió en aquel entonces. Sabiendo él la promesa expresa que me había hecho, lamentaba profundamente el haberse venido abajo y el no poder cumplir con su compromiso. Nuestras necesidades eran enormes, y a la vista humana todo parecía indicar que el colegio sería un fracaso.

 

Políticamente hablando, el estado en aquel tiempo era fuertemente democrático, y se nos opuso por completo por causa de nuestro carácter abolicionista. Los pueblos aledaños mostraban gran hostilidad en contra de nuestro movimiento y se nos opusieron de todas las formas posibles, llegando al punto de amenazarnos con echar abajo los edificios que habíamos levantado. Mientras tanto, los demócratas procuraban promover una ley que les capacitar para echar mano de nosotros y derogar nuestro título de propiedad. Evidentemente, estando las cosas como estaban, había un gran clamor a Dios por parte de nuestra gente. Todo esto ocurría mientras mis lecturas acerca del avivamiento circulaban extensamente en Inglaterra. Estábamos concientes de que el público de Gran Bretaña simpatizaría fuertemente con nosotros si supieran nuestros objetivos, prospectos y nuestra condición. Fue así que preparamos una agencia compuesta por el Reverendo John Keep y por el señor William Dawes, les dimos cartas de recomendación y expresiones de confianza en nuestra empresa escritas por algunos de los hombres más prominentes en los Estados Unidos. Esta agencia partió a Inglaterra y le presentó al público británico nuestros objetivos y necesidades. La gente respondió con generosidad y nos dieron diez mil libras esterlinas. Con esto pudimos cancelar casi por completo nuestra deuda.

 

Nuestros amigos se esparcieron por los estados del norte, que eran abolicionistas y amigos de los avivamientos, los cuales nos ayudaron hasta donde les fue posible. Aún con esto tuvimos que luchar con la pobreza y con muchas pruebas por varios años. En ocasiones no sabíamos cómo nos sostendríamos al siguiente día. Esto fue algo que viví de manera personal. El fondo para el sustento de la cátedra había fallado, y con esto todos los maestros quedaron desprovistos. Sin embargo, con la bendición de Dios, nos ayudamos los unos a los otros lo mejor que pudimos. En cierta ocasión me encontré sin saber cómo proveer para mi familia durante el invierno. El ejecutivo del estado decretó un día de acción de gracias, que cuando llegó nos halló tan pobres, que me vi obligado a vender mi baúl de viaje, el mismo que usaba en mis labores evangelísticas, para poder reemplazar una vaca que había perdido. Me levanté en aquella mañana de acción de gracias y le presenté nuestras necesidades al Señor y concluí mi oración diciéndole que si la ayuda no llegaba, asumiría que era para bien y que me sentiría completamente satisfecho con cualquier curso que el Señor considerara sabio tomar. Fui a predicar, y creo que yo mismo disfruté mi predicación como nunca antes. Mi alma se sintió bendecida aquel día y observé que la gente también disfrutó en gran manera. Cuando la reunión llegó a su fin me detuve a conversar brevemente con unos hermanos, mientras mi esposa volvió a la casa. Cuando llegué al hogar, mi esposa salió a la puerta con una carta abierta en las manos. Mientras me acercaba, ella dijo sonriendo: "La respuesta ha llegado, querido", y me entregó la carta que contenía un cheque de doscientos dólares firmado por hermano Joshiah Chapin, de Providence, Rhode Island. Aquel hermano había estado en Oberlin con su esposa el verano anterior. Yo no le había mencionado nada acerca de nuestras necesidades, pues nunca he tenido el hábito de hacérselas saber a nadie. Sin embargo, en su carta decía haberse enterado de que el fondo había fracasado y que me encontraba necesitado de ayuda. También me daba a entender que debía de esperar más dinero cada cierto tiempo. El hermano Chapin me envió seiscientos dólares al año en el curso de varios años, gracias a lo cual pudimos sostenernos.

 

Debí de haber mencionado que según con el acuerdo que hice en Nueva York, pasé mis veranos en Oberlin y los inviernos en Nueva York durante dos o tres años. Cada vez que volví a Nueva York tuvimos benditos avivamientos. También tuvimos un avivamiento continuo en Oberlin. En aquel entonces pocos alumnos llegaban sin estar convertidos. Con todo esto, pronto mi salud se debilitó en tal manera que entendí que debía de renunciar a uno de esos dos campos de trabajo. Los intereses de la institución parecían prohibirme el abandonar Oberlin, por lo que debí renunciar a mi iglesia en Nueva York. Fue así que los seis meses en los cuales se suponía que debía de estar en Nueva York, los pasé en el exterior, trabajando en la promoción de avivamientos de la religión.

 

Las enseñanzas acerca de los avivamientos de la religión se predicaron cuando todavía era pastor de la Iglesia Presbiteriana, en la capilla de la calle Chatham. Durante los dos inviernos que le siguieron a aquello, les prediqué enseñanzas a los cristianos del Tabernáculo de Broadway, las cuales también fueron reportadas por el hermano Leavitt y publicadas en el New York Evangelist. Esas enseñanzas también fueron impresas en este país y en Europa en un volumen. Aquellos sermones para los cristianos fueron en gran medida el resultado de una búsqueda que estaba teniendo lugar en mi propia mente. Con esto quiero decir que el Espíritu de Dios me estaba mostrando muchas cosas con respecto a la cuestión de la santificación, las mismas que me llevaron a predicarles aquellos sermones a los cristianos. Muchos cristianos consideraron aquellas enseñanzas más como una exhibición de la ley que del evangelio. Sin embargo, para mí no fue así. En mi perspectiva tanto la ley como el evangelio tienen una sola ley de vida, y cualquier violación al espíritu de la ley es también una violación al Espíritu del Evangelio. Desde hace mucho tiempo ya he estado convencido de que las formas más altas en la experiencia cristiana solo pueden ser el resultado de una terrible búsqueda por aplicar la ley de Dios en el corazón y en la conciencia humana.

 

El resultado de mis labores hasta aquel tiempo me mostró con mayor claridad que antes las grandes debilidades de los cristianos, y cómo los miembros más antiguos de la iglesia, por lo general, progresaban muy poco en la gracia. Noté que retrocedían de su estado de avivamiento con mucha más rapidez que los nuevos convertidos. Esto mismo había sucedido en el avivamiento en el que yo me había convertido. Observé con frecuencia que muchos de los miembros antiguos de la iglesia retrocedían a un estado que podía compararse con apatía e indiferencia con mucha más velocidad que los recién convertidos Vi con claridad que esto se debía a la enseñanza que habían recibido en el pasado, a aquellas perspectivas que habían sido conducidos a entretener cuando se habían convertido. Yo mismo fui llevado a un estado de gran insatisfacción por mi carencia personal de estabilidad en la fe y en el amor. Para ser sincero, y para la gloria de Dios, debo decir que él nunca me permitió retroceder en forma semejante a la que vi a muchos cristianos retroceder manifiestamente. Sin embargo, con frecuencia me sentía débil ante la tentación, y necesitaba sostener días de ayuno y oración continuamente. También me era necesario reformar mi vida religiosa constantemente para poder retener la comunión con Dios y asirme de fuerza divina, para poder así ser eficiente en mi labor de promoción de los avivamientos.

 

Al ver el estado de la iglesia cristiana, tal como se me había revelado en mis labores, fui conducido a inquirir con gran seriedad si es que había algo más alto y permanente, algo de lo que la iglesia aún no estaba conciente; inquirí si no habían promesas y medios provistos en el Evangelio que le permitieran a los cristianos establecer en una forma de vida cristiana superior. Yo conocía considerablemente la perspectiva de santificación sostenida por nuestros hermanos metodistas, pero como estas me parecían a mí relacionarse casi por completo con estados emocionales, no me era posible aceptar sus enseñanzas. Con todo esto, me entregué al serio escrutinio de las Escrituras, y a leer todo material que llegara a mis manos acerca del tema, hasta que mi mente quedó satisfecha con el convencimiento de que una forma más alta y firme de vida cristiana era posible, y que era privilegio de todos los cristianos. Esto me llevó a predicar dos sermones en el Tabernáculo de Broadway acerca de la perfección cristiana. Hoy por hoy esos sermones se han incluido en el volumen de enseñanzas para cristianos. En aquellos sermones definí qué era la perfección cristiana, y traté de mostrar que era posible de alcanzarse en esta vida, también expliqué en qué sentido es alcanzable. Ya he dicho que esos sermones se publicaron en el New York Evangelist. Hasta donde sé la Iglesia cristiana no se alarmó por ellos ni los consideró heréticos; y aún tiempo después de mi llegada a Oberlin jamás escuché que se cuestionara la veracidad de aquellos sermones en ninguna parte. Con todo esto, por este tiempo surgió la cuestión de la perfección cristiana, en el sentido antinómico del término, lo que causó gran agitación en New Haven, Albania, y de algún modo también en la ciudad de Nueva York. Examiné las perspectivas de quienes sostenían la postura y examiné bastante a fondo su periódico titulado "The Perfectionist" y no me fue posible aceptar aquellas particulares ideas. Con todo esto, quedé convencido de que la doctrina de santificación en esta vida, y la santificación por completo, en el sentido de ser privilegio de los cristianos el poder vivir sin pecado, es una enseñanza bíblica, y que abundantes medios han sido provistas para asegurar su obtención.

 

En el último invierno que pasé en Nueva York, el Señor tuvo a bien visitar mi alma trayendo un gran refrigerio. Después de una temporada de gran escrutinio en mi corazón, Dios me condujo--como siempre lo ha hecho--a un lugar espacioso para darme gran parte de aquella dulzura divina a la cual el Presidente Edwards se refiere cuando habla de su experiencia personal. Aquel invierno viví un quebrantamiento tan profundo que en ocasiones por un considerable periodo me era imposible contenerme de llorar en voz alta, en vista de mis propios pecados y del amor de Dios en Cristo. Aquellos episodios de quebranto se dieron frecuentemente en aquel invierno, y tuvieron como resultado una gran renovación en mi fuerza espiritual y el ensanchamiento de mis perspectivas con respecto a los privilegios que tenemos los cristianos y la abundante gracia de Dios. Es bien sabido que mis perspectivas acerca de la santificación han sido objeto de mucha crítica.

 

Para ser fiel con la historia me es necesario mencionar algunas cosas que de otro modo dejaría en el silencio. El colegio Oberlin fue establecido por el señor Shipherd en contra de los sentimientos y los deseos de quienes estaban interesados en construir el Colegio Hudson. El señor Shipherd me informó en cierta ocasión que el hermano Coe, quien para entonces eran el principal agente de aquel otro colegio, le había asegurado que haría todo lo que estuviera en sus manos para echar Oberlin abajo. Tan pronto se recibieron noticias en Hudson de que se me había hecho la invitación para ser profesor de teología en Oberlin, los fideicomisarios de Colegio Hudson me eligieron como su profesor de teología. Fue así que al mismo tiempo tuve dos invitaciones. No me comprometí por escrito con ninguna de ellas, sino que primero fue a Oberlin a explorar el territorio y luego decidí en dónde se encontraba mi deber. En aquella primavera la asamblea general de la Iglesia Presbiteriana sostenía su reunión de mayo en Pittsburgh. Cuando llegué a Cleveland se me informó que dos de los profesores de Hudson se encontraban en Cleveland esperando mi arribo, y que tenían la intención de llevarme a Hudson a cualquier costo. Sin embargó, sufrí una demora en el lago por causa de los vientos, que nos eran adversos, y aquellos hermanos que me esperaban en Cleveland se habían marcharon para poder estar en la apertura de la asamblea general, mas me habían dejado un mensaje con un hermano que debía de encontrarme tan pronto se diera mi arribo y tratar, por todos los medios, de convencerme de ir a Hudson.

 

Sin embargo, en Cleveland también me encontré con una carta del hermano Arthur Tapan, de Nueva York. De alguna manera el hermano Tappan había llegado a conocer acerca de los muchos esfuerzos que estaban en proceso para persuadirme de ir a Hudson en lugar de Oberlin. Para aquel entonces, Hudson ya contaba con sus edificios y aparato y ya había sido establecido como colegio, tenía reputación e influencia. Oberlin no tenía nada. No tenía edificios públicos y solo se componía de una pequeña colonia asentada en el bosque. Los colonos apenas estaban empezando a levantar sus propias casas y a hacer espacio para un colegio en aquel inmenso bosque. De cierto tenían su título de propiedad y a unos cuantos alumnos en el terreno, pero en comparación con Hudson, no tenían nada. La carta del hermano Tappan tenía como objeto alertarme de no suponer que mi presencia en Hudson sería instrumental para garantizar lo que deseábamos lograr con Oberlin. Dejé a mi familia en Cleveand, renté un caballo y una carroza y me dirigí a Oberlin sin pasar antes por Hudson. Pensé que al menos debía de ver Oberlin primero. Cuando llegué a Elyria me encontré con unas viejas amistades que había conocido en el centro de Nueva York. Estas personas me informaron que los fideicomisarios de Hudson creían que si podían garantizar mi presencia en su colegio, en gran medida lograrían derrotar a Oberlin. También me dijeron que en Hudson la influencia de la Vieja Escuela era lo suficientemente poderosa como para empujarme a alinearme con sus perspectivas y curso de acción. Me dijeron que habían conocido estos particulares por medio de un agente de Hudson que había estado en Elyria. Esta información coincidía perfectamente con la que había recibido del hermano Tappan. Llegué a Oberlin y observé que no había ningún obstáculo que impidiera la construcción de un colegio basado en principios que, a mi parecer, no solo constituían el fundamento para edificar un colegio exitoso, sino que también podían producir una reforma como la que sabía estaba en el corazón de aquellos que apoyaban, o que estaban construyendo, Oberlin. Los hermanos que ya se encontraban en el terreno estaban determinados de corazón a construir una escuela basada en principios radicales de reforma. Por esta razón, les escribí a los fideicomisarios de Hudson declinando la invitación que me habían hecho y decidí quedarme en Oberlin. No tenía en lo personal nada malo que decir de Hudson, y tampoco conocía que hubiera nada negativo en el colegio. Lo que sí noté es que la política parecía ser aquella jurada por el hermano Coe: echar abajo al Colegio Oberlin, o más bien, mantenerlo en el suelo.

 

Muy pronto el clamor del perfeccionismo Antinomiano se dejó oír y esto trajo oposición en nuestra contra. Se escribieron cartas, se visitaron cuerpos eclesiásticos y se hicieron muchos esfuerzos para mostrar que las perspectivas de Oberlin eran por completo heréticas. Tales cosas se dijeron ante los cuerpos eclesiásticos a lo largo y ancho de la tierra, que muchos fueron conducidos a pasar resoluciones advirtiendo a las iglesias en contra de la influencia teológica de Oberlin. Era como si una unión general de influencia ministerial se hubiera levantado en nuestra contra. Sabíamos muy bien qué había puesto esta oposición en marcha, y los medios por los cuales se habían levantado los ánimos contrarios. Sin embargo, no dijimos nada. Nos quedamos quietos en cuanto al tema y no hicimos controversia con aquellos hermanos que sabíamos estaban haciendo esfuerzos para levantar la animosidad del público en nuestra contra. No entraré en detalles, pero basta decir que las armas que se levantaron para echarnos por al suelo resultaron disparando en contra de nuestros adversarios de manera desastrosa, lo que al final produjo prácticamente el cambio total de todos los miembros de la facultad de Hudson. También la administración general del colegio cayó en otras manos. Sinceramente muy rara vez escuché en Oberlin nada en contra de Hudson, ni en aquel entonces ni en ningún otro momento. Nos enfocamos en nuestros propios asuntos y sentimos que en lo concerniente a la oposición proveniente de esa línea, nuestra fortaleza estaba en permanecer quietos. No nos equivocamos. Estábamos confiados en que no era el plan de Dios que aquella especie de oposición prevaleciera. Quisiera que quede absolutamente claro que no sé que los actuales líderes o administradores de Hudson hubieran simpatizado con lo se hizo en aquel entonces, o que hayan tenido mucho conocimiento del curso que se tomó.

 

Con frecuencia me han preguntado qué produjo tanta emoción repentina por el tema de la santificación; y qué fue lo que condujo a la gente a considerar mis perspectivas en el tema como heréticas después de mi llegada a Oberlin, cuando mi postura habían sido ampliamente conocidas y publicadas en la ciudad de Nueva York, e incluso había circulado en el New York Evangelist antes de que empezara todo ese clamor que afirmaba que éramos perfeccionistas antinomianos.

 

Los ministros, tanto los que estaban cerca como los que estaban lejos, llevaron su oposición a grandes escalas. En aquel entonces se citó a una convención en Cleveland para considerar el asunto de la educación del oeste, y el apoyo a los colegios de aquella área. El llamado fue tan estricto que salimos de Oberlin, esperando tomar parte en los procedimientos de la convención. A nuestra llegada nos encontramos con el Doctor Beecher, y pronto nos dimos cuenta de que se había puesto en marcha un curso de procedimientos para callar a los hermanos de Oberlin y a todos los que en la convención simpatizaban con nuestro colegio. Fue por esto que no se me permitió tener parte como miembro de la convención, aunque sí asistí a varias sesiones antes de volver a casa. Recuerdo claramente haber escuchado a uno de los ministros, un señor de apellido Lathrop que para entonces era, o aún es, pastor de la iglesia de Elyria sin no me equivoco, decir que consideraba que las doctrinas de Oberlin y su influencia eran aún peores que las del catolicismo romano. Su discurso fue representativo y parecía abarcar la perspectiva general del cuerpo que se había reunido. Por supuesto, no me refiero a todos los presentes. Algunos de nuestros estudiantes, que habían sido educados en teología en Oberlin, estaban tan relacionados con las iglesias y la convención, que se les permitió sentarse en aquel cuerpo, ya que habían venido de diferentes partes del país. Estos estudiantes fueron muy abiertos a la hora de hablar de los principios y las prácticas de Oberlin, hasta donde fueron cuestionadas. Era evidente que el objetivo de la convención era cercar a Oberlin por todos lados y aniquilarnos por medio de un sentimiento público que nos impidiera cualquier clase de apoyo. Quiero ser muy claro en afirmar que para nada culpo a los miembros de aquella convención--o si lo hago, es a muy pocos de ellos--pues sé que fueron mal guiados, y que actuaron bajo un completo mal entendimiento de los hechos. El Doctor L. Beecher fue el espíritu líder de aquella convención.

 

La política que siguió Oberlin fue la de no enfrentar a la oposición. Nos ocupamos en nuestros propios asuntos, y siempre tuvimos tantos estudiantes como podíamos manejar. Nuestras manos siempre estuvieron llenas de trabajo, y siempre estuvimos animados en nuestros esfuerzos. Pocos años después de la reunión de esta convención, uno de los ministros principales en ella vino a nuestra casa para pasar uno o dos días. Entre otras cosas me dijo: "Hermano Finney, para nosotros Oberlin es motivo de gran asombro. Por muchos años he estado conectado con un colegio, pues he sido uno de sus profesores. La vida colegial y sus principios, así como las condiciones sobre las cuales se edifican los colegios, son algo familiar para mí. Siempre hemos creído, hablando de los colegios, que no pueden existir a menos que sean patrocinados por el ministerio. Sabemos que los jóvenes que están a punto de ir al colegio por lo general consultan con sus pastores con respecto a cuál colegio escoger, y que también por lo general estos jóvenes que desean estudiar van a colegios que estén de acuerdo con sus perspectivas. Sin embargo,"--continuó diciendo--"casi de forma universal los ministros se levantaron en contra de Oberlin. Fueron engañados por el clamor del perfeccionismo Antinomiano y con respecto a sus perspectivas de reforma; y cuerpos eclesiásticos enteros se unieron en todas partes, Congregacionalistas, presbiterianos y de todas denominaciones, y advirtieron a sus iglesias en su contra. Desanimaron casi universalmente a sus jóvenes, si es que acaso ellos inquirían al respecto, para que no vinieran aquí. Y aún con todo eso el Señor les ha levantado. Ustedes han sido sostenidos con fondos mejor que casi todos los colegios de esta tierra; tienen muchos más estudiantes que cualquier otro colegio del oeste, y puede que del este también; y la bendición de Dios ha estado sobre ustedes de tal modo que el éxito de Oberlin ha sido maravilloso." Dijo a continuación: "Esto es una anormalidad en la historia de los colegios. Los opositores de Oberlin han sido confundidos, y Dios se ha mantenido de su lado y les ha sostenido a través de toda esta oposición de tal forma que muy poco lo han sentido".

 

Hoy en día le es difícil a la gente el darse cuenta de la oposición con la que nos encontramos cuando establecimos este colegio. Para ilustrarla, y para poner sobre la mesa un caso representativo, relataré un cómico hecho que tuvo lugar en la época de la cual hablo. Tuve la oportunidad de ir a Akron, en el condado de Summit, para predicar un Sabbat. Viajé con un caballo y una carreta. De camino, pasando la villa de Medina, observé en el camino frente a mí a una dama a pie que llevaba un pequeño bulto en las manos. Al acercarme más observé que la dama era una mujer de avanzada edad y bien vestida, que caminaba con dificultad, según supuse, por sus años. Cuando estuve junto a ella detuve el caballo y le pregunté qué tan lejos estaba el sitio al que debía llegar. Me respondió y enseguida le pregunté si aceptaba sentarse en la carreta para que pudiese llevarla. Ella dijo: "Oh, estaré muy agradecida si me lleva, pues ciertamente me he dado cuenta de que he emprendido una caminata demasiado larga", y me explicó cómo es que había iniciado su larga caminata. La ayudé a subir a la carreta y se sentó junto a mí. Encontré que era una mujer muy inteligente, y que se sentía muy libre y cómoda con la conversación. Después de haber recorrido alguna distancia me preguntó "¿Puedo preguntar a quién le debo este favor?" Le dije entonces quien era yo. Luego ella preguntó que de dónde venía y le respondí que de Oberlin. Mi respuesta le sorprendió. La mujer hizo el ademán de sentarse lo más lejos de mí que le fuera posible y volteándose para mirarme de frente, con mucha seriedad me dijo: "¡Vaya, De Oberlin! ¡Nuestro ministro dice que prefiere mandar a su propio hijo a una prisión estatal antes que a Oberlin!" Por supuesto sonreí, y traté de aliviar los temores de la señora, si es que realmente los tenía; y le hice entender que no corría peligro conmigo. Relato esto solamente para ilustrar el espíritu que prevalecía de forma general en el tiempo en el cual establecimos el colegio. Las tergiversaciones y los malos entendidos abundaban por todos lados, y estas tergiversaciones se extendieron hasta prácticamente todas las esquinas de los Estados Unidos.

 

Sin embargo, había un gran número de laicos y no pocos ministros, en diferentes partes del país, que dudaban de aquella oposición, simpatizaban con nuestras metas, perspectivas y esfuerzos, y que permanecieron firmes junto a nosotros en medio de los buenos y los malos momentos, y sabiendo como sabían los apuros en los que nos encontrábamos por causa de la oposición, dieron de su dinero y de su influencia para ayudarnos a seguir adelante. Ya he hablado del hermano Chapin, de Providence, y de cómo durante varios años me envió seiscientos dólares al año, gracias a los cuales me fue posible sostener a mi familia. Una vez que entendió que me había cubierto hasta dónde llegaba su deber--lo cual hizo hasta que las dificultades financieras no le permitieron continuar--el hermano Willard Sears, de Boston, tomó su lugar y por varios años me sostuvo dotándome de la misma cantidad con la cual lo hacía anualmente el señor Chapin. Mientras tanto se hacían esfuerzos para poder sostener a los otros miembros de la facultad. Por la gracia de Dios logramos salir a flote. Después de unos cuantos años el pánico disminuyó en medida.

 

El Presidente Mahan, el Profesor Cowless, el Profesor Morgan, y yo, lanzamos una publicación acerca del tema de la santificación. Establecimos un periódico, "The Oberlin Evangelist", y posteriormente otro, "The Oberlin Quartery", por medio de los cuales desengañamos en gran medida al público, informando cuáles eran nuestras verdaderas perspectivas. En 1846 publiqué dos volúmenes acerca de teología sistemática; en esta obra discutí todo el tema de la santificación en mayor abundancia. Después de que esta obra fue publicada, fue revisada por un comité del presbiterio de Troy, Nueva York. Di respuesta a su revisión y no escuché de más críticas provenientes de ese sector. Luego el Doctor Hodge, de Princeton, publicó en el Repertorio Bíblico una larga crítica a mi teología. Esta crítica la hizo a partir del punto de vista de la Vieja Escuela. Le respondí y no escuché de más oposición de su parte. Después de esto el Doctor Duffield, de la Nueva Escuela de la Iglesia Presbiteriana de Detroit, hizo una revisión profusa de la obra desde el punto de vista de la Nueva Escuela, pero pese a esto su revisión estuvo bastante apartada de una Nueva Escolaridad consistente. De cualquier modo, le respondí también, pues que yo recuerde no me había encontrado con nada que se hubiera dicho para impugnar nuestra teología. Las respuestas que di a estas revisiones se publicaron en un apéndice en la edición inglesa de mi Teología.

 

Hasta ahora he narrado los principales hechos relacionados con el establecimiento y las luchas de nuestra escuela en lo que ha concernido a mi persona. Siendo profesor de teología, la oposición teológica se dirigió, como es lógico, hacia mi persona, por lo que he debido de hablar acerca de mi relación con el asunto más de lo que lo hubiera hecho en otra circunstancia. Sin embargo, espero que no se me malinterprete. No pretendo decir que los hermanos que se nos opusieron fueron perversos en su oposición. No me cabe duda de que la mayoría de ellos estaban realmente confundidos, y que actuaron en concordancia con su perspectiva del bien, según lo entendían. Me es necesario decir para la honra de Dios, que ninguna de las oposiciones que enfrentamos nos perturbó en Oberlin, como tampoco, hasta dónde sé, nos disgustaron de tal modo como para provocarnos a un espíritu de controversia o resentimiento. Estábamos muy concientes de los esfuerzos desplegados para dirigir los malentendidos y podíamos entender con facilidad el por qué la gente se nos oponía en el espíritu y en la forma en la que fuimos asaltados.

 

Durante estos años de polvo y humo por causa de los malentendidos y la oposición exterior, El Señor nos bendijo ricamente en lo interno. No solo prosperaron nuestras almas como iglesia en Oberlin, sino que tuvimos un avivamiento continuo. Este avivamiento varió en su fuerza y poder en diferentes momentos, pero jamás salimos de un estado que en cualquier otro lugar pudiera considerarse de avivamiento. Cada año nuestros estudiantes se convertían en grandes números, y continuamente el Señor nos guardó bajo la sombra de su misericordia. Cada año los vientos de influencia divina corrían sobre nosotros y nos dejaban sus frutos de amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, templanza, bondad y fe. Siempre le he atribuido nuestro éxito en esta buena obra por completo a la gracia de Dios. No fue ni sabiduría ni bondad de nuestra parte lo que consiguió el éxito, sino solamente la continua influencia divina omnipresente en la comunidad, la cual nos sostuvo en nuestras pruebas y nos guardó en una actitud mental que nos permitió ser eficientes en la obra que habíamos emprendido. Siempre hemos sentido que si el Espíritu del Señor nos hubiera abandonado no hubiera existido circunstancia externa capaz de habernos prosperar. Entre nosotros también se dieron pruebas. Temas frecuentes en la discusión pública surgían, y muchas veces pasamos días y aún semanas, discutiendo asuntos de deber o conveniencia en los cuales no estábamos de acuerdo. Sin embargo, estas cuestiones no nos dividían permanentemente. Ha sido uno de nuestros principios el concedernos el derecho al juicio privado. Por lo general, hemos llegado a acuerdos sustanciales en temas sobre los cuales diferíamos; y las veces en las que nos encontramos incapaces de coincidir, la minoría se ha sometido al juicio de la mayoría. Jamás hemos entretenido la idea de fragmentar la iglesia por causa de aquellas cosas en las que no logramos ponernos de acuerdo. En gran medida hemos logrado preservar "la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz"; y es probable que no haya existido hasta hoy una comunidad que por tanto tiempo, y por medio de tantas pruebas y cambios como los atravesados por nosotros, haya logrado preservar ese gran Espíritu de unidad, paciencia cristiana y afecto fraternal.

 

Cuando el asunto de la completa santificación se levantó en Oberlin para la discusión pública, y cuando por primera vez el tema atrajo la atención general de la iglesia, nos encontrábamos en medio de un poderoso avivamiento. Mientras el avivamiento estaba en su curso maravilloso, un día el Presidente Mahan predicó un discurso escrutador. Observé en el transcurso de su prédica que había dejado un punto sin tocar que me parecía a mí de mucha importancia en relación con su tema. Usualmente al cierre de sus sermones el Presidente me preguntaba si tenía alguna observación, y aquella vez también lo hizo. Me puse de pie e insistí en el punto que había omitido, el cual se refería a la diferencia entre el deseo y la voluntad. A partir del hilo de pensamiento que el Presidente Mahan había presentado, y por la actitud que observé en la congregación en aquel momento, vi--o creí haber visto--que el insistir en aquella diferencia en ese momento en particular podría echar gran luz sobre la cuestión de si los presentes eran o no realmente cristianos, si realmente eran personas consagradas, o si mas bien tan solo tenían deseos de serlo cuando no estaban verdaderamente dispuestos a hacer la voluntad de Dios. Recuerdo que cuando aquella distinción quedó clara el Espíritu Santo cayó sobre la congregación de forma maravillosa. Un gran número de personas bajó la cabeza, y otros gemían de tal modo que podían ser escuchados en toda la casa. Con eso se derrumbaron por completo las esperanzas de los profesores que estaban engañados. Algunos de ellos se pusieron de pie en el acto y confesaron que habían estado engañados y que ahora podían ver en dónde; estas confesiones llegaron a un punto que me asombró en gran manera, y de hecho, me parece que en la congregación en general habían también un sentimiento de asombro. Sin embargo, lo único que estaba sucediendo era que el Espíritu Santo le estaba mostrando a la gente verdadera y llanamente el estado de sus corazones.

 

La obra continuó con gran poder, y los antiguos profesores o ya adquirían una nueva esperanza o se convertían en grandes números. Esto produjo un cambio enorme e importante en toda la comunidad. El Presidente Mahan fue grandemente bendecido junto a otros de nuestros profesores. En aquel tiempo el hermano Mahan entró notoriamente en una nueva forma de experiencia cristiana. En una reunión, pocos días después de aquellos sucesos, uno de nuestros estudiantes de teología se puso de pie y presentó este dilema: o ya el evangelio no le provee a los cristianos todas las condiciones de una fe establecida, de la esperanza y del amor, o realmente había algo mejor y más alto a lo que por lo general los cristianos experimentan. En pocas palabras, la cuestión era si la santificación podía o no obtenerse en esta vida, con esto se refería a la santificación en el sentido de que los cristianos pudieran disfrutar de una paz inquebrantable, sin caer en condenación, o tener sentimientos de condenación o conciencia de pecado. El hermano Mahan le respondió inmediatamente: "Sí, hay algo mejor". Lo ocurrido en esta reunión nos puso de frente a la cuestión de la santificación en forma de una pegunta práctica. No teníamos teorías al respecto, ni filosofías que mantener, simplemente la tomamos como una cuestión bíblica. Siendo así, esta cuestión existía entre nosotros como una verdad experimental, la cual no pretendíamos reducir a una fórmula teológica, como tampoco pretendíamos explicar su filosofía en el momento, sino años después. Con todo esto, aquella discusión y el planteamiento de esa pregunta en Oberlin fue para nosotros de gran bendición, como también lo fue para un gran número de estudiantes que ahora están esparcidos por todas partes de los Estados Unidos, y en estaciones misioneras en distintas partes del mundo.

 

 

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