The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 14

AVIVAMIENTO EN UTICA, NUEVA YORK

 

Cuando tenía cerca de veinte días de estar en Roma, uno de los ancianos de la iglesia del señor Aikin en Utica falleció. Este había sido un hombre prominente y muy útil y acudí al lugar para atender a su funeral. El señor Aikin condujo los ejercicios funerales; supe por él que el Espíritu de Oración ya se había estado manifestando en su congregación, y de hecho, en la ciudad. Me contó que una de las damas principales de su iglesia estaba tan profundamente conmovida en su alma por el estado de la iglesia y por los impíos de la cuidad, que había orado prácticamente sin cesar por dos días y dos noches, hasta que sus fuerzas quedaron casi extinguidas. A esta mujer le era imposible soportar la carga de su mente, a menos que otra persona se uniera en oración con ella. Esto le permitía a ella descansar en la oración del otro, quien expresaba sus deseos a Dios. Entendí lo que la dama estaba pasando y le dije al hermano Aikin que la obra ya había empezado en el corazón de aquella mujer. Por supuesto, él también lo reconoció y deseó que pudiera empezar mis labores con él y con su gente de forma inmediata. Empecé, efectivamente, mis labores pronto y me preocupé de que la obra arrancara cuanto antes. La obra tomó su efecto de inmediato, y el lugar se llenó de la manifiesta influencia del Espíritu Santo. Nuestras reuniones se llenaban cada noche, y la obra se extendió y continuó con poder, especialmente en medio de las dos congregaciones presbiterianas, de quien el señor Aikin era pastor de una, y el señor Brace, de la otra. Dividí mis labores en medio de estas dos congregaciones.

Tan pronto empecé a trabajar en Utica le hice la observación al señor Aikin de que no había visto en las reuniones al señor Broadhead, de quien ya me he referido. Fue unas cuantas tardes después, mientras estaba sentado en el púlpito, que el señor Aikin me susurró al oído que el Señor Broadhead estaba en medio de la congregación. Me lo señaló y lo vi caminar en el pasillo para tomar su asiento. Tomé mi texto y precedí a dirigirme a la congregación. Tenía tan solo pocos momentos de haber empezado, cuando observé que el señor Broadhead se levantó de su banco, se volteó deliberadamente, se envolvió en su gran abrigo y se puso de rodillas. Vi que su acción exaltó la atención de los que estaban sentados cerca de él y que una considerable sensación se produjo en aquella parte de la casa. El sheriff continuó en sus rodillas durante todo el servicio. Luego se retiró a su cuarto, en el hotel en el cual se hospedaba. Broadhead era un hombre de unos cincuenta años, soltero. Me dijo más tarde que al llegar a su hospedaje y pensar en lo que había escuchado, su mente se cargó en gran medida. Yo había presionado a la congregación a aceptar a Cristo tal como el evangelio lo presenta. Esta cuestión de la necesidad presente de aceptar a Cristo y toda la situación con respecto a la relación del pecador con Cristo y a la vez, la relación de Cristo para con el pecador, habían sido el tema de mi discurso. El sheriff me dijo que había atesorado estos puntos y que se los había presentado a su mente en forma solemne y que había dicho: "Oh alma mía, ¿aceptarás esto? ¿Aceptarás a Cristo y renunciarás al pecado, te rendirás a ti misma? ¿No habrás de hacerlo ahora mismo?" Dijo que se lanzó sobre su cama en medio de la agonía de su mente y que se hizo a sí mismo esa pregunta, y conjuró a su alma entregarse "aquí y ahora". Dice el señor Broadhead que en ese instante le dejó la angustia y que pronto cayó dormido y no despertó por varias horas. Cuando finalmente despertó halló que su mente estaba llena de paz y de descanso en Cristo. A partir de ese momento se convirtió en el más apasionado obrero de Cristo en medio de sus conocidos.

Ya he dicho que el sheriff se alojaba en el hotel, que en aquel momento era mantenido por el señor Shepard. El Espíritu tomó poderosa posesión de aquella casa. El mismo señor Shepard pronto se volvió un sujeto de oración y se convirtió junto a un gran número de sus familiares y huéspedes. De hecho, aquel hotel, que era el más grande de la ciudad, se convirtió en un centro de influencia espiritual y muchos se convirtieron allí. A medida que llegaba gente al pueblo pasaban por el hotel; y era tan poderosa la impresión en la comunidad que escuché varios casos en los que gente que había ido solo para comer, desayunar, cenar o para pasar la noche y recibían una convicción poderosa y se convertían antes de dejar el pueblo. De hecho, tanto en Utica como en Roma sucedía que nadie podía estar en el pueblo, o pasar por él, sin estar conciente de la presencia de Dios, de aquella divina influencia que impregnaba el lugar. Toda la atmósfera parecía estar imbuida por una vida divina.

Un mercader proveniente de Lowville, del Condado Lewis, llegó a Utica para adquirir algunas provisiones y para realizar algunos negocios en su línea. Este hombre se detuvo en el hotel en donde el señor Broadhead solía hospedarse y encontró que toda la conversación en el pueblo estaba centrada en la obra, lo que le resultó muy molesto, pues era un hombre inconverso. Se enfadó y dijo que no podía hacer negocios en el pueblo, que todo era pura religión; y resolvió volver a su casa. Le bastaba entrar a una tienda para que le entrometieran la religión, y ya no le era posible hacer negocios con la gente del local.

Aquella misma tarde se iría a su casa. El hombre hizo esos comentarios delante de unos nuevos convertidos, que se alojaban en el hotel, y creo que los hizo especialmente en presencia del señor Broadhead. Se esperaba que aquel huésped se fuera tarde en la noche, y se observó que se dirigió a pagar la cuenta del hotel antes de retirarse, pues dijo que el señor Shepard probablemente no estaría despierto cuando él estuviera listo para salir y que deseaba saldar su deuda. El señor Shepard notó que la mente del hombre estaba muy ejercitada, y les sugirió a varios de los caballeros que se hospedaban en el hotel que le hicieran el sujeto de sus oraciones. Estos hombres tomaron al mercader y lo llevaron, si no me equivoco, a la habitación del señor Broadhead, y allí conversaron y oraron con él, y antes de que el hombre saliera del aposento ya estaba convertido. Este mercader se sintió enseguida muy preocupado por la gente de su pueblo y se marchó pronto. Tan pronto como llegó a casa le dijo a su familia lo que el Señor había hecho por su alma y les llamó a orar con él. Como era un ciudadano muy prominente en el lugar, y un hombre muy abierto que en todo lugar proclamaba lo que Dios había hecho por él, enseguida se produjo en Lowville una impresión muy solemne, que pronto resultó en un gran avivamiento en el lugar.

Fue en medio del avivamiento en Utica que por primera vez escuchamos que había surgido oposición hacia los mismos en el este. El señor Nettleton le había escrito algunas cartas al señor Aikin, con quien me encontraba laborando, y en estas le manifestaba que estaba muy equivocado con respecto al carácter de los avivamientos. El señor Aikin me mostró aquellas cartas, las cuales estaban siendo repartidas en medio de los ministros del área, de acuerdo a la intención de su autor. Entre las cartas había una en la cual el señor Nettleton expresaba todo lo que consideraba objetable en la conducción de aquellos avivamientos; sin embargo, como nada semejante a lo que describía en sus comunicaciones se dio en ninguna manera en la obra, y como tampoco llegamos a conocer de algo que se pareciera al motivo de su queja, no prestamos mayor atención a las cartas, sino que las leímos y las dejamos pasar. Con todo esto, sin embargo, el señor Aikin respondió de forma privada a una o dos de ellas, asegurándole al señor Nettleton que no se hacían cosas semejantes. He dicho que no se hacían cosas semejantes a las que mencionaba el hombre. No recuerdo, sin embargo, que haya mencionado el hecho de que de manera ocasional las mujeres oraban en las reuniones sociales. Haya o no hecho esa queja, si era cierto que en unas pocas ocasiones ciertas damas muy prominentes y que habían sido profundamente impactadas en sus espíritus, condujeron la oración en sus reuniones sociales, las cuales manteníamos de casa en casa todos los días. No conozco de ninguna oposición que se haya manifestado en contra de esta práctica en Utica o en Roma; como tampoco aquello fue algo que yo haya introducido, pues no ejercí ningún tipo de acción para de introducir la práctica en medio de la gente, y tampoco sé si la misma haya existido o no antes de mi llegada a dichos lugares. De hecho, hasta donde sé, el que ciertas damas condujeran la oración no era tema de gran conversación o pensamiento en medio de la gente de la zona en la cual esto ocurrió.

He dicho antes que se supo que el señor Weeks, quien mantenía las más ofensivas doctrinas en el tema de la eficiencia divida, se opuso a estos avivamientos. Para el conocimiento de aquellos que quizás desconozcan el hecho de que tales doctrinas llegaron a sostenerse, me es necesario decir que el señor Weeks, y quienes concordaban con él, sostenían que tanto el pecado como la santidad eran producidos en la mente por medio de un acto todopoderoso y directo; que era Dios quien hacía de los hombres santos o pecadores, según su soberana discreción, y que ambos casos se producían por causa de un acto directo de poder todopoderoso, un acto tan irresistible como el de la creación misma; que de hecho Dios era el único y propio agente en el universo, y que todas sus criaturas actuaban solo en la medida en la que eran movidas y compelidas a actuar de acuerdo a un acto irresistible de omnipotencia; que todo pecado en el universo, tanto de los hombres como de los demonios, era el resultado de un acto directo de poder irresistible por parte de Dios. Esto lo pretendían demostrar de la forma más sofista por medio de la Biblia.

La idea que el señor Weeks tenía acerca de la conversión o de la regeneración era que Dios, quien había hecho a los hombres pecadores, también les regeneraba con el propósito de que comprobaran y admitieran que tenía el derecho de hacerlo para su gloria, y de que podía también enviarles al infierno por los pecados que Él mismo había creado en ellos de manera directa, o que les había compelido a cometer por medio de una fuerza omnipotente. Cuando sucedían conversiones que no llevaban al pecador a aceptar estas perspectivas del tema, Weeks no confiaba en ellas. Aquellos quienes han leído todos los nueve sermones del señor Week en este respecto, podrán dar fe de que no he malinterpretado sus posturas. Sin embargo, como estas perspectivas eran abrazadas por un número considerable de ministros y profesores de religión en aquella área, la conocida oposición de Weeks, junto a la de aquellos otros ministros, envalentonó y aumentó la oposición. De cualquier modo, la obra continuó avanzando con gran poder, convirtiendo a gente de todas las clases, hasta que el señor Aikin reportó la conversión de quinientas personas en el curso de unas pocas semanas, la mayoría de estas conversiones, si no me equivoco, eran de gente de su propia congregación. En aquel tiempo los avivamientos eran algo relativamente nuevo en la región, y la gran mayoría de la gente no estaba convencida de que eran obra de Dios y tampoco estaban admiradas de ellos, como más tarde llegaron a estarlo. Al parecer la impresión general era que aquellos avivamientos pronto pasarían y quedaría en evidencia que habían consistido de simple emoción y sentimientos animales. Por supuesto, no pretendo decir que aquellos realmente interesados en la obra abrazaban esa idea.

Una circunstancia, que causó una impresión muy poderosa, tuvo lugar en aquel avivamiento. El Presbiterio de Oneida se reunió en el lugar mientras el avivamiento atravesaba su etapa de máxima fuerza. En medio de los asistentes se encontraba un clérigo anciano de apellido Southard, si mal no recuerdo, a quien yo no conocía. Este hombre estaba particularmente irritado por el fervor y el fragor del avivamiento. Se encontró con que la mente de público estaba del todo absorbida en el tema de la religión, y que en todas partes había oración y conversación religiosa, aún en las tiendas y en otros lugares públicos. El señor Southard nunca había visto un avivamiento y tampoco había escuchado jamás lo que escuchó en Utica. Southard era escocés, y si no me equivoco tenía poco tiempo en este país. Un viernes por la tarde, antes de que se suspendiera el presbiterio, el señor Southard se puso en pie e hizo un violento discurso en contra del avivamiento que estaba sucediendo en el lugar. Sus palabras impactaron y entristecieron grandemente a los cristianos que se encontraban presentes, quienes también sintieron la necesidad de postrarse y clamar a Dios, para que evitara que lo dicho por el hombre produjera daño.

El presbiterio se suspendió en la tarde. Algunos de los miembros se retiraron a sus casas y otros permanecieron en el pueblo para pasar la noche. Los cristianos se entregaron a la oración y aquella noche hubo gran clamor. Rogaron que Dios evitara cualquier mala influencia que pudiera resultar del discurso hecho por el señor Southard. A la mañana siguiente Southard fue hallado muerto en su lecho. Esto también produjo gran conmoción, mas esta vez a favor del avivamiento. Con esto quedó contrarrestada cualquier influencia del discurso de Southard en el presbiterio. En el transcurso de este avivamiento gente de todas partes, al escuchar lo que Dios estaba haciendo o al ser atraídas por la curiosidad y lo asombroso de lo que llegaba a sus oídos, arribaron al pueblo de todas direcciones para ser testigos de los sucesos y muchos de ellos fueron convertidos a Cristo. Entre ellos estuvo el doctor Garret Judd, quien poco después fue misionero en las islas Sandwich, y quien ha sido ampliamente conocido por los amantes de las misiones durante muchos años. Judd pertenecía a la congregación del señor Weeks, de quien me he referido antes.

Su padre, el anciano doctor Judd, era un ferviente cristiano, quien también vino a Utica y simpatizó grandemente con el avivamiento.

Aproximadamente por el mismo tiempo de la conversión de Judd, una joven dama, la señorita Fanny Thomas, proveniente de algún lugar de Nueva Inglaterra, llegó a Utica bajo las circunstancias que explico a continuación. Ella enseñaba en una escuela superior en el vecindario de Newburgh, Nueva York. En aquella región los periódicos habían hablado mucho acerca de los avivamientos en Utica, y la señorita Thomas, al igual que otras personas, estaba llena de asombro y maravillada con aquellos relatos y deseaba ver por sí misma a qué se referían. Clausuró su escuela por diez días y se dirigió a Utica. Cuando pasaba por la calle Genesee hacía el hotel en donde pensaba alojarse, observó en uno de los letreros el nombre de Brigg Thomas. El lugar era totalmente extraño para ella y no sabía de ningún conocido o pariente que viviera en el pueblo, sin embargo después de haber estado un día o dos en el hotel, y de haber indagado acerca de aquel Briggs Thomas, le pareció que podía tratarse de un familiar y le dejó al señor Thomas una nota en la cual le informaba que era la hija de cierto señor Thomas&emdash;dándole el nombre de su padre&emdash; que se encontraba en el hotel, y que estaría encantada de verle. El señor Thomas fue a verla al hotel, en donde esperó por ella y descubrió que se trataba de una pariente lejana e inmediatamente la invitó a su casa. La joven aceptó su invitación y siendo Briggs Thomas un ferviente cristiano, la llevó en seguida a las reuniones, buscando crear en ella el interés por la religión. La dama se sorprendió mucho con todo lo que vio y también se sintió bastante irritada.

Fanny Thomas era una joven energética, altamente cultivada y orgullosa, y la forma en la que la gente le hablaba y le enfatizaba la necesidad de entregarle su corazón a Dios de manera inmediata, le molestaba en gran manera. Especialmente le enojaba la predicación que escuchaba cada noche y que caló en ella profundamente. En esta predicación se insistía mucho en la culpa del pecador y en el peligro inminente en el que se encuentra de recibir condenación eterna. Esto hizo que se levantara en ella oposición, mientras, sin embargo, la obra de convicción avanzaba poderosamente en su corazón.

Yo no había tenido oportunidad de verle para conversar con ella, pero había escuchado por el señor Thomas acerca del estado de su mente. Después de luchar con la verdad por algunos días, finalmente fue a verme a mi alojamiento. Se sentó en un sofá de la sala y yo coloqué mi silla frente a ella y empecé a presionarle con las demandas de Dios. Dijo que en mi predicación yo insistía en que los pecadores merecían ser enviados al infierno eterno y que eso era algo que ella no podía aceptar y que no creía que Dios fuera un ser capaz de hacer tal cosa. Le respondí: "usted aún no entiende lo que es el pecado en su naturaleza y sus terribles desiertos; si eso usted lo entendiera, no tendría reparos de que Dios enviara a los pecadores al infierno eterno". Luego continué abundando sobre el tema en la forma más llana que pude. Pronto vi que la convicción empezó a madurar en su mente. Aún cuando odiaba la idea de creer en algo semejante, la convicción de la verdad se le estaba volviendo irresistible. Continué hablando hasta que vi que estaba a punto de hundirse en su convicción; entonces dije unas cuantas palabras acerca del lugar que Jesús ocupa, y cual es el verdadero estado de las cosas en cuanto a la salvación de aquellos que merecen condenación. Su rostro palideció, levantó las manos y gritó, y luego se dejó caer sobre el brazo del sofá, permitiéndole a su corazón quebrantarse.

Hasta ese momento no había llorado. Sus ojos estaban secos, su rostro demacrado y pálido, y sus sentimientos totalmente bloqueados. Mas ahora sus compuertas de un diluvio se habían abierto, dejando que brotara del todo su corazón delante de Dios. No pude decir nada más. Pronto se puso de pie y se marchó al lugar en donde se hospedaba. Casi de inmediato renunció a la escuela y se ofreció como misionera en el extranjero, se casó con un señor de apellido Gulick y partió a las Islas Sandwich, me parece que por el mismo tiempo que el doctor Judd. La historia de su trabajo como misionera es muy bien conocida. Ha sido una misionera eficiente y ha criado varios hijos, que también se han dedicado a las misiones. Uno de ellos estuvo en nuestra casa unos pocos meses y luego se fue en una misión a México. Fue muy refrescante escuchar sus relatos acerca del espíritu y las labores de su madre como misionera en las Islas Sandwich, junto a su esposo, el señor Gulick, a quien no conozco personalmente. Nunca olvidaré a aquella dama.

Mientras residí en Utica, prediqué considerablemente en Nueva Hartford, una villa a cuatro millas al sur de Utica. En este lugar estaba sucediendo una obra poderosa y preciosa. Para entonces un señor de apellido Coe servía como pastor en la iglesia presbiteriana. También prediqué en Whitesboro, otra villa hermosa cuatro millas al oeste de Utica en donde también se produjo un poderoso avivamiento. En este lugar el pastor, el señor Frost, sirvió como un obrero eficiente y poderoso en la obra.

Otro suceso que no debo dejar de anotar tuvo lugar. Había en la ensenada de Oriskany una fábrica de algodón, ubicada poco más arriba de Whitesboro, en un lugar que ahora se conoce como New York Mills. Esta fábrica era de propiedad de un señor Wolcott, un hombre inconverso, pero un caballero de gran prestigio y buena moral. Su cuñado, el señor George Andrews, era en aquel entonces el superintendente de la fábrica. Se me invitó a predicar en la zona y subí una tarde a predicar en la casa escuela de la villa, una edificación de buen tamaño y que encontré llena a capacidad. Pude ver que la Palabra tuvo un efecto poderoso en medio de la gente, especialmente en medio de los jóvenes que trabajaban en la fábrica.

A la mañana siguiente, después del desayuno, fui a la fábrica para observarla por dentro. Mientras caminaba en el edificio observé que había un buen grado de agitación en medio de los que estaban ocupados con sus telares, sus mulas y otros implementos de trabajo. Cuando pasé por un departamento en donde había un gran número de mujeres jóvenes trabajando en el tejido o el bordado, observé que un par de ellas me observaba, y hablaban fervorosamente la una con la otra, vi también que ambas estaban bastante agitadas, aunque se reían. Caminé lentamente hacia ellas. Cuando vieron que me aproximaba se mostraron notablemente alteradas. El hilo de una de las máquinas se rompió y pude ver que la mano de una de las jóvenes temblaba de tal modo que no le era posible arreglarlo. Caminé despacio, mirando las máquinas a cada lado a medida que pasaba y vi que la agitación de la joven crecía más y más y ya no le era posible continuar trabajando. Cuando estuve a unos ocho o diez pies de ella la miré con solemnidad. Ella vio la miraba y quedó rendida, se encogió y estalló en llanto. Esta impresión se pegó como polvo y en pocos momentos prácticamente en todos en el salón lloraban.

Este sentir se esparció por toda la fábrica. El dueño del establecimiento, el señor Wolcott, estaba presente y al ver el estado de las cosas le dijo al superintendente: "Detenga el molino y permítale a la gente poner atención a la religión, pues es más importante que nuestras almas sean salvas, que la fábrica siga su curso". Inmediatamente se cerró la puerta, y los trabajos quedaron detenidos. ¡Mas dónde habríamos de congregarnos! El superintendente sugirió que el cuarto de mulas era amplio y que de sacar a las mulas, podríamos reunirnos allí. Así lo hicimos y tuvo lugar una de las más poderosas reuniones que jamás he visto. Proseguí a lo largo de ella con gran poder. El edificio era grande y albergó a un gran número de personas desde el desván hasta el sótano. El avivamiento atravesó la fábrica con poder abrumador, y en el curso de unos pocos días casi todos se mostraron como convertidos llenos de esperanza.

Se ha dicho tanto acerca de la conversión de Theodore Weld, en Utica, que me ha parecido oportuno ofrecer una versión correcta acerca del asunto. Weld tenía una tía que vivía en Utica, quien era una mujer piadosa y de mucha oración. Como era el hijo de un eminente clérigo de Nueva Inglaterra su tía creía que era cristiano. Además él también solía dirigir a su familia en la adoración familiar. Antes del inicio del avivamiento Weld se había hecho miembro del Colegio Hamilton en Clinton. La obra en Utica atrajo la atención de mucha gente de Clinton, entre los cuales se encontraban algunos de los profesores del colegio, que habían visitado Utica y reportado lo que estaba sucediendo en el lugar. Este reporte produjo mucha agitación.

Theodore Weld ocupaba un lugar de prominencia entre los estudiantes del Colegio Hamilton y gozaba de un alto grado de influencia. Al escuchar acerca de los sucesos en Utica se inquietó mucho y se levantó en gran oposición. Según tengo entendido se volvió bastante audaz en sus expresiones de oposición a la obra. Esto llegó a saberse en Utica, y su tía, con quien él se había hospedado, se puso muy ansiosa. Para mí Weld era un completo extraño. Su tía le escribió y le dijo que deseaba que fuera a su casa y pasara el Sabbat con ella, que escuchara la predicación y que se interesara en la obra. Al principio no aceptó, pero finalmente reunió a algunos de los estudiantes y les dijo que había decidido ir a Utica; que sabía que todo debía tratarse de fanatismo o entusiasmo; que el avivamiento no lo movería, y que ellos mismos verían que no le había afectado en nada. Llegó a Utica lleno de oposición y pronto le dejó saber a su tía que no tenía la intención de escucharme predicar. El hermano Aikin había ocupado el púlpito en las mañanas, y yo en las tardes y en los ocasos. Su tía se enteró que la intención de Weld era ir a la iglesia por la mañana, en donde esperaba encontrar al señor Aikin predicando; mas no pensaba ir en la tarde o en el ocaso, pues estaba determinado a no escucharme predicar. En vista de esto, el hermano Aikin sugirió que yo predicara en la mañana, pues deseaba mucho que Weld me escuchara. Acepté y proseguimos con la reunión. El señor Aikin estuvo a cargo de los ejercicios introductorios, como era lo usual. El señor Clark llegó a la reunión con su familia y entre otros llegó el señor Weld. Su tía se esforzó por que tomara asiento en el banco, para que no le fuera posible salir sin que ella y otros miembros de la familia tuvieran que ponerse de pie y darle paso; pues temía que se levantara y se marchara cuando viera que era yo quien estaría a cargo de la predicación. Yo sabía que Weld tenía mucha influencia sobre los jóvenes de Utica y que su llegada al lugar tendría un impacto tan poderoso como para hacerles unirse en posición en contra de la obra. El señor Aikin me señaló a Weld mientras caminaba para tomar su asiento.

Después de los ejercicios introductorios me puse de pie y di mi testo: "Un pecador destruye mucho bien". Nunca había predicado sobre ese texto ni escuchado una predicación acerca de él; sin embargo ese verso se hizo claro a mi propia mente con gran poder, y como era mi costumbre en aquellos casos, lo tomé como texto. Empecé a predicar y a mostrar en una gran cantidad de casos de que forma un solo hombre puede destruir muchas almas. Supuse que había logrado plasmar una imagen muy vívida del propio Weld y de su influencia y de todo el mal que podía hacer. Una o dos veces Weld hizo el esfuerzo de salir, pero al percibirlo su tía se echaba hacia el frente e interrumpiéndole el paso se entregaba a la oración en silencio, así le resultaba imposible a él salir sin ponerse de pie e interrumpirla, y por lo tanto tuvo que continuar sentado hasta que terminó la reunión.

Al día siguiente llamé a una reunión en un almacén de la calle Genesee, para conversar con algunos jóvenes y con las personas del lugar, pues era mi costumbre ir de lugar en lugar para conversar con la gente. Allí me encontré nada más y nada menos que a Theodore Weld. Me abordó en la forma más brusca, y creo que por casi una hora me habló de forma muy abusiva. Nunca había escuchado cosas semejantes. Tuve muy pocas oportunidades de decirle alguna cosa, pues su lengua corría sin descanso. Weld era un hombre muy dotado en el lenguaje y pronto atrajo la atención de todos los que se encontraban en el almacén. La noticia también corrió por las calles y los vendedores se reunieron en frente de las tiendas del vecindario; también un gran número de jóvenes corrió y se pararon cerca para escuchar lo que el hombre tenía que decir. Los negocios cesaron en todas las tiendas, y todos se dedicaron a escuchar sus vituperios. Solo de vez en cuando me era posible decir algo a lo que él le prestara atención, hasta que finalmente apelé a él y le dije: "Señor Weld, usted es el hijo de un ministro de Cristo, y ¿esta es la manera en la que se comporta?" Dije unas pocas palabras más en ese sentido, y vi que esto le golpeó. Dijo una última cosa con mucha severidad e inmediatamente salió del almacén. Yo también salí y me dirigí a casa del señor Aikin, que era en donde me alojaba en aquel momento. Tenía poco tiempo de haber llegado cuando alguien llamó a la puerta, y como no había ningún sirviente disponible, acudí yo mismo. Había estado sentado en la sala, cuando me levanté a abrir la puerta principal y me encontré con que se tratada nada menos que de el señor Weld. Se veía como si estuviera a punto de hundirse. Empezó a hacer la más humilde de las confesiones y a disculparse por la forma en la que me había tratado, y a expresarse en fuertes términos de autocondena. Le tomé de la mano gentilmente y tuve con él una pequeña conversación, asegurándole que no guardaba nada en su contra, y exhortándole fuertemente a entregarle su corazón a Dios. Creo que oré con él antes de que se marchara. Se marchó y no volví a escuchar de él aquel día. Esa tarde prediqué, sino me equivoco en New Hartford, y regresé casi en la noche.

En la mañana siguiente escuché que había ido a su tía grandemente impresionado y sumiso. Ella le pidió que orase por la familia. Al principio, dijo él, le chocó la idea, mas enseguida se levantó dentro de él nuevamente la enemistad de gran manera, y pensó que la oración era una forma en la que aún no había expresado su oposición, así que aceptó la solicitud de su tía. Se arrodilló y empezó a hacer lo que su tía había tenido la intención de que fuera una oración, mas según el propio relato de Weld, resultó en el torrente más blasfemo de vituperios que le fue posible pronunciar. Continuó en aquella sorprendente deformación hasta que los presentes quedaron convulsos de emotividad y espanto. Weld siguió así hasta que se extinguió la luz del día, cuando concluyó. Su tía intentó conversar con él, y orar con él, mas la oposición en su corazón era terrible. La mujer se sintió aterrada al ver el estado mental que su sobrino manifestaba. Oró con él y le conjuró para que le entregase su corazón a Dios y se retiró. Weld también se retiró a su habitación. De tanto en tanto recorría su habitación caminando y luego se acostaba en el suelo. Permaneció toda la noche en ese estado mental terrible, en enojo, rebeldía y sin embargo sintiendo tanta convicción que apenas podía vivir.

Justo al romper el día, mientras caminaba de un lado al otro en su habitación, dice Weld que sintió una presión caer sobre él tan fuerte que le aplastó hasta el suelo y con aquella presión llegó una voz que parecía ordenarle que se arrepintiera, y que lo hiciera allí mismo. Dice que se quebrantó en el piso, y que quedó tendido allí, en mil pedazos, hasta que tarde en la mañana su tía subió a su habitación y le encontró llamándose a sí mismo un necio entre necios y a toda vista, con el corazón despedazado. En la siguiente noche se puso de pie en la reunión y quiso saber si le era posible hacer una confesión. Le dije que podía e hizo una confesión pública delante de toda la congregación. Dijo que deseaba remover la piedra de tropiezo que había puesto delante de todas las personas, y que deseaba hacer la confesión más pública que le fuera posible. Hizo una confesión muy humilde, apasionada y desde un corazón quebrantado. A partir de ese momento se convirtió en un ayudante eficiente en la obra. Laboró con diligencia, y como era un orador poderoso y muy dotado en la oración y el trabajo, fue clave durante muchos años para producir una gran cantidad de bien, y para la conversión de muchas almas. Su salud se debilitó debido a sus muchos trabajos y se vio obligado a abandonar el colegio. Luego se marchó en una excursión pesquera en la Costa del Labrador y retornó con la misma intensidad que había tenido en sus labores antes de marcharse y con una salud renovada. Ya tendré oportunidad de referirme a él en otras conexiones, por lo que no diré más acerca de Weld en este momento.

He dicho que no se hicieron respuestas públicas a las cosas que se imprimieron en oposición al avivamiento, es decir, a nada de lo escrito por el doctor Beecher o por el señor Nettleton. También he dicho que los ministros que componían la Asociación de Oneida publicaron un panfleto en oposición a la obra. Me parece que tampoco se le dio una respuesta pública a este panfleto. Recuerdo que un ministro unitario residente en Trenton, en aquel condado, publicó un abusivo panfleto en el cual representaba muy malamente la obra, y realizaba un ataque personal en mi contra. El reverendo Wetmore, uno de los miembros del Presbiterio de Oneida, sí publicó una respuesta a dicho panfleto.

Este avivamiento tuvo lugar en el invierno y la primavera de 1826. Cuando los convertidos fueron finalmente recibidos en las iglesias a lo largo del condado, el reverendo John Frost, pastor de la iglesia presbiteriana de Whitesboro, publicó un panfleto dando cuentas acerca del avivamiento y en donde declaraba, si mal no recuerdo, que dentro de los límites de aquel presbiterio se dieron tres mil conversiones. No poseo ninguna copia de estos panfletos. He dicho que la obra se extendió desde Roma y Utica en todas direcciones. Ministros llegaban atravesando distancias considerables y atendían a las reuniones, algunos a más que otras, y en muchas formas contribuyeron a progreso de la obra. Yo mismo extendí mis propias labores lo mejor pude, y trabajé más o menos dentro de los límites del presbiterio. No puedo recordar en este momento todos los lugares en donde estuve por mucho o por poco tiempo. Los pastores de todas aquellas iglesias simpatizaron profundamente con la obra, y como hombres buenos y honestos que eran, pusieron sus vidas en el altar e hicieron todo lo que estuvo en sus manos para avanzar esa obra grande y gloriosa. Dios les recompensó ricamente.

Con respecto a las doctrinas predicadas en aquellos avivamientos, debo decir que se discutió exhaustivamente la doctrina de la depravación moral total, y que esta se presionó con urgencia sobre la gente; la espiritualidad y autoridad de la ley divina también fue un tema prominente; se mantuvo en su debida proporción la doctrina de la expiación de Cristo en su suficiencia para todos los hombres, y las invitaciones gratuitas de Evangelio en base a esta expiación. Se representó a todos los hombres en su naturaleza como muertos en sus delitos y pecados, bajo condenación y bajo la ira de Dios. Luego se les señaló la cruz de Cristo y todo estímulo presente para guiarles a la renuncia total de la autojusticia y del egoísmo en todas sus formas, y al compromiso de entregarse a sí mismos, de entregar todo lo que son, al Señor Jesucristo.

Los ministros y los cristianos que habían adoptado la interpretación literal de la confesión de fe presbiteriana, encontraron sumamente difícil el tratar con pecadores que tenían preguntas. En términos generales, no se sentían cómodos al decirles que la salvación no era responsabilidad de ellos. Por lo que les instruían para que hicieran uso de los medios de la gracia y oraran para recibir un nuevo corazón y para que esperaran a que Dios les convirtiera. Durante este avivamiento descartamos toda esta enseñanza y en lugar de decirles a los pecadores que hiciera uso de los medios de la gracia y oraran por un nuevo corazón, les hacíamos un llamado para que fueran ellos quienes se hicieran un nuevo corazón y un nuevo espíritu, y les presentábamos el deber inmediato de rendirse a Dios. Les decíamos que el Espíritu estaba luchando con ellos para influenciarles a entregar sus corazones a Dios ahora mismo, para que creyeran ahora mismo y para que entraran de una vez a una vida de sumisión y devoción a Cristo, a la fe, al amor y a la obediencia cristiana. Les enseñamos que mientras estaban orando para recibir el Espíritu Santo, a la vez le estaban resistiendo constantemente; y que si se rendían de una vez por todas bajo la convicción de la obligación de lo que era su deber, serían cristianos. Tratamos de mostrarles que todo lo que hicieran o dijeran sin haberse sometido, creído y entregado su corazón a Dios, era pecado, y que estas acciones y palabras no eran lo que Dios requería de ellos sino tan solo el aplazamiento del arrepentimiento requerido y resistencia al Espíritu Santo. Por su puesto, muchos resistieron esta enseñanza, sin embargo se insistió en ella y los esfuerzos fueron grandemente bendecidos por Dios.

Anteriormente se suponía que era necesario que el pecador permaneciera bajo convicción por largo tiempo; y no era raro escuchar a los antiguos profesores de religión decir que estuvieron bajo convicción por tantos meses o años antes de hallar alivio y que claramente tenían la impresión de que mientras más tiempo se esté bajo convicción, mayor era la evidencia de que la conversión había sido verdadera. Enseñamos precisamente lo opuesto de esto. Insistí que si permanecían mucho tiempo bajo convicción se estaba bajo el riesgo de caer en la autojusticia, en el sentido de que si la persona llega a pensar que ya ha orado bastante y hecho mucho para persuadir a Dios de que le salve, finalmente se conformarán con una falsa esperanza. Les dijimos que con esta convicción prolongada se ponían en peligro de contristar al Espíritu Santo hasta apartarlo y que cuando la angustia de sus mentes haya cesado, una reacción natural tendría lugar, se sentirían menos angustiados y quizá cómodos en su mente, por lo que estarían en riesgo de inferir que estaban convertidos; y el simple pensamiento de que posiblemente estaban convertidos podía crear un grado de gozo que era posible confundir con el gozo y la paz cristiana; y que este estado de la mente podía engañarles aún más al haber encontrado supuesta evidencia de su conversión.

Tratamos intensamente de que esta falsa enseñanza fuera desechada, es decir, esta idea de que era necesario que el pecador permaneciera por mucho tiempo bajo convicción. Insistimos entonces, como siempre lo he hecho, en la sumisión inmediata como lo único que Dios podía aceptar de parte de ellos; y que toda tardanza, bajo cualquier pretexto, era solo rebelión en contra de Dios. Se volvió muy común, gracias a esta enseñanza, que la gente recibiera convicción y se convirtiera en el curso de pocas horas, y algunas veces en el curso de pocos minutos. Estas conversiones tan súbitas resultaron alarmantes para mucha gente buena y como es natural temían e incluso predecían que estos convertidos terminarían extraviándose, probando así que realmente no se habían convertido firmemente. Sin embargo, los hechos probaron que entre aquellos que se convirtieron súbitamente se hallaron algunos de los cristianos más poderosos que aquella región del condado jamás hubiera conocido: esto también es lo que he comprobado en la experiencia que me han dado todos los años de mi ministerio.

He dicho anteriormente que el señor Aikin respondió de forma privada a algunas de las cartas del señor Nettleton y del doctor Beecher. Algunas de las cartas de Beecher llegaron a las imprentas, mas no se hizo declaración pública acerca de ellas por parte nuestra. Las respuestas del señor Aikin, que fueron enviadas por correo, no parecieron hacer ninguna diferencia en la oposición presentada por el señor Nettleton y por el doctor Beecher. Por una carta que por aquel tiempo el doctor Beecher le escribió al doctor Taylor de New Haven, podía verse que alguien había impreso en él la idea de que los hermanos que trabajaban en la promoción de esos avivamientos eran deshonestos. En esa carta aseguraba que el espíritu de la mentira era tan predominante en los avivamientos, que los hermanos involucrados en ellos no podían ser creídos en lo absoluto. Esta carta de Beecher al doctor Taylor llegó a la imprenta. De esta misiva tengo una copia que guardo en algún lugar, entre mis papeles, como también conservo algunas de las cartas del señor Nettleton. Si esta carta del doctor Beecher volviera a ser publicada, la gente de la región en la cual aquellos avivamientos prevalecieron pensaría que es muy extraño que el doctor Beecher hubiera escrito, aún en una comunicación privada, cosas semejantes de los ministros y cristianos involucrados en la promoción de aquellos grandes y maravillosos avivamientos. En otro momento podré decir más acerca de la oposición del doctor Beecher y del señor Nettleton a estos gloriosos avivamientos.

 

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